Uno de los castigos más crueles que se practicaba en la antigua Roma era aplicar la “damnatio memoriae”, una alocución latina que consistía, como su propio nombre indica, condenar el recuerdo de un enemigo del Estado, tras su muerte. Es decir, cuando el Senado romano decretaba oficialmente la “damnatio memoriae”, se procedía a eliminar todo cuanto recordara al condenado. Algunos emperadores romanos fueron castigados así, eliminando su nombre de cualquier libro o documento, destruyendo estatuas, retratos, fundiendo monedas… etcétera; hasta que su nombre desaparecía de la faz de la tierra. Un castigo muy duro para cualquiera que hubiera sido, o significado algo, en la historia; y ser borrado de ella cuando se esperaba trascenderla.
Esto me ha hecho reflexionar sobre la enfermedad de Alzheimer, que borra de la persona que la padece cualquier recuerdo que lo una con el pasado. El Alzheimer acaba aniquilando la memoria de quien lo sufre hasta no tener conciencia de sí mismo, hasta destruir las órdenes que nuestro cerebro nos da para realizar cualquier movimiento. Todo desaparece hasta dejar al enfermo reducido a la nada. Es como vivir estando muerto. Decimos que es una de las enfermedades más crueles que existen. Y no nos equivocamos.
Cuando esta misma tarde recibo una video llamada de un familiar para mostrarme a mi querida hermana, presa de esta terrible enfermedad, comienzo a hablarle llamándola por su nombre y repitiendo el mío una y otra vez. Casi, con desesperación, le voy contando cosas de nuestra infancia, de nuestros juegos, de la casa de nuestros abuelos, de las judiadas que hacíamos de pequeñas, de las amigas comunes. Y repetía su nombre mientras intentaba que mi voz no se quebrara por el dolor. Mis palabras, atropelladas, iban saliendo de mis labios mientras mi estómago se encogía de dolor. Su rostro, en un principio, mostraba una mirada perdida, un gesto sin vida, su semblante inexpresivo. Mis palabras atropelladas se sucedían con premura como si ello contribuyera a provocarle alguna reacción. Por un instante, me pareció que sus ojos adquirían un leve fulgor, como si algo de vida iluminara su semblante. Fue sólo una fracción de segundo, pero creí que habían conseguido su objetivo.
Hubo un tiempo en que nuestra familia ya vivió, con mi padre, esta terrible experiencia sin sospechar que, inmediatamente después, en la siguiente generación, volvería a repetirse. Fueron años de mucho sufrimiento. A mi padre le oí decir un día, cuando había empezado su deterioro, pero todavía era consciente, la frase que cito más arriba: “Cómo se puede estar vivo, estando muerto”. No olvidaré nunca aquello. Imagino la angustia, la soledad, la tristeza infinita que debe albergar a una persona con esta enfermedad mientras va sintiendo mutilarse, sin prisa y sin pausa, de la manera más perversa, cada una de sus acciones.
La “damnatio memoriae” fue un terrible castigo en el Imperio Romano. Ignoro qué tipo de pecados cometían aquellos emperadores para infligírseles tamaña pena. Sin embargo, aquellos eran conscientes de sí mismos, al menos eran conocedores de su castigo, sabedores de su futuro.
Las leyes premian y condenan a los hombres, pero hay otras leyes, inescrutables, que nos asaltan de pronto y se ensañan sin que hayamos cometido pecado alguno.
Concha Pelayo
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