Esa isla. Tan romántica. Tan irreal. Marco Polo, Vasco da Gama: tan parte de nuestro horizonte de sueños. Neruda cuenta en sus memorias la violación de una chica cingalesa. Anota, sin rubor, en su Confieso que he vivido: “Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.
Eran otros tiempos. Hoy, don Pablo, premio nobel de literatura, sería denunciado por abuso sexual agravado, seguido de violación. Hoy, don Pablo, que era comunista, ni siquiera tendría un partido -el comunista- para que lo defienda. Son otros tiempos.
Y eso que Neruda, privilegiado cónsul de Chile en el lejano Oriente, cuenta en sus escritos que estaba allí por un simple motivo: para que no falte el té, el té de Ceylán, en las mesas de los proletarios chilenos que se habían acostumbrado a la infusión producto de la influencia cultural inglesa. El té del Asia en saquitos y un pan, cada noche, eso comían los que forjaban la riqueza, los que se deslomaban por el cobre y el salitre, los que se morían jóvenes, eso comían los obreros chilenos. Con patrones ingleses. Vaya mundo.
Esa isla. Hoy Ceylán es noticia porque el pueblo, el populacho, la turba, las masas, como putas quieran llamar a lo que se tomó el palacio presidencial, han hecho huir al mandatario porque reclamaban algo que sabemos, de este lado del mundo, el occidente, el que sueña con la isla de Ceylán -un estado llamado Sri Lanka- se llama hambre.
El hambre, igual al que tenían esos obreros de Chile que sólo tomaban té cingalés y un pan cada noche, y así todas las noches, hasta que un día lo votaron, sin miedo, al Chicho, a Salvador Allende, y creyeron que el reino de la necesidad se transformaría “por la vía pacífica hacia el socialismo” en el reino de la libertad, “Que la tortilla se vuelva/ Que los pobres coman pan/ Y los ricos mierda, mierda”, cantaba Víctor Jara y luego vino el gorila de Pinochet a acabar con los sueños, y luego le cortaron las manos al cantor del pueblo y luego se murió don Pablo y sus pecados políticamente incorrectos, y pasaron tantos años, décadas, y luego vino un chango llamado Boric a ver si la arregla. Vaya mundo.
Ojalá que el pueblo de la isla de Ceylán pueda comer y no morir de hambre. Lo mismo que el pueblo de Chile y todos los pueblos.
Ojalá que la historia no se repita porque siempre duele, hasta donde sabemos: siempre se vuelve tragedia.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 10 de julio de 2022
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