Escribo de memoria: fue el Che, el inmortal, el que escribió en una de sus bitácoras de guerra revolucionaria -estoy casi seguro que fue en la cubana- que el guerrillero debía encarar la lucha como si ya estuviera muerto, que la decisión de empuñar las armas no tenía retorno y que, en esa perspectiva luminosa de entrega total a una causa, a un ideal, el ser humano, despojado de todo, su vida para empezar, tenía frente a sí el más motivador de los horizontes y la recompensa final sería una sola: la victoria. Ernesto Guevara puso el cuerpo para refrendar estas sus convicciones. Lo mismo hicieron miles y miles de compañeros que se inspiraron en su decisión, en su audacia y en su ejemplo.
Pasaron los años, pasaron los terribles años de la ofensiva represiva del terrorismo de estado vestido de uniforme, arreció el miedo masivo y paralizante, y un asesor del departamento de estado yanqui vino a lanzarnos en el rostro una inquietante conclusión. Está anotada en la última página de un icónico libro que se publicó hace treinta años. Dice:
“El fin de la historia será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida en nombre de un fin puramente abstracto, la lucha ideológica universal que daba prioridad a la osadía, el atrevimiento, la imaginación y el idealismo, se verán sustituidos por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la respuesta a las refinadas necesidades del consumidor. En la era poshistórica no existirá ni arte ni filosofía, nos limitaremos a cuidar eternamente de los museos de la historia de la humanidad”.[1]
Para los que nos formamos como militantes antes de que la profecía fuera lanzada, la cita es lacerante, es tan dolorosa que cuesta leerla dos veces -inténtalo- y no porque la haya escrito un agente de la CIA sino porque, entre nosotros: es verdad lo que dice el Fukuyama, mal que nos pese, mal que nos pese sobre la memoria de nuestros compañeros muertos. En fin…
Alguien diría la vida sigue. Y la cosa fue así: del pensar que estas muerto guevarista, otro profeta alzado en armas, corrigió y aumentó la apuesta y lanzó al mundo su mirada alegre y optimista y proclamó que había que “vivir como si fueras a morir mañana”, lo que parece lo mismo, pero, hermano, no es igual, sino todo lo contrario. Fue Jaime Bateman Cayón el que arrojó la sentencia, en los ochentas.
Jaime era negro, era caribeño, era guerrillero. Lideraba la organización político-militar (OPM) en la cual también militó el actual presidente electo de Colombia, el Gustavo Petro. Jaime no creía ni en la tristeza ni en el culto al dolor. Hablaba de que nada se puede construir desde la tristeza, que la alegría por un mañana venturoso para todos debía conducir el alma del combatiente y la lucha de todo un pueblo, descreía de esos “himnos” revolucionarios donde había sangre derramada y mártires en cada estrofa y, como el Che, lo hacia poniendo el cuerpo.
Jaime Bateman proclamó que los sueños y la lucha por la revolución eran un sola y que el combustible que nutría a ambos era la energía vital, no la muerte, era la dicha de servir al pueblo, no el inmolarse en su nombre, la revolución debía ser una fiesta, no una tragedia.
Sigo escribiendo de memoria: había que rumbear, decía, había que estar feliz de entrar en combate, había que dejar atrás todos los miedos y todos los prejuicios porque, solo así, uno se entrega y la vida es plena, la vida vale la pena, la vida vivida “como si fueras a morir mañana”.
Algo o mucho de lo mismo, en clave cristiana, a lo Camilo Torres, otro colombiano emblemático, anotó en su diario guerrillero, un boliviano, el Néstor Paz Zamora. El habló de una idea tan potente que, por lo mismo, sigue vigente: anotó en la selva que la revolución, la lucha, su objetivo era la construcción de “espacios amables” donde todos pudiesen sentirse realizados, satisfechos con sus vidas, con una vida en plenitud, agregó.
Son seis nombres propios los que anoté hasta aquí: cinco guerrilleros y un agente de la CIA que, a su manera, los ensalza, les reconoce un lugar digno. ¿Es extraño o qué es? Tal vez, digo, lo que falta entre nosotros es hacer la misma honda reflexión que hizo el fuku. Pienso en el Darío, en Darío Santillán, veinte años después de su asesinato y lo pienso con el mismo entusiasmo, la misma entrega que el tuvo para con la lucha y la solidaridad con el compañero caído, siento que Darío se ganó un lugar en el cielo de los justos y que su memoria es tan fértil y tan dichosa como todas las otras.
2022, año tres de la pandemia: ¿Por qué escribo todo esto? Bajamos de la montaña con la Carolina y con la perra Nuna -una cachorra pitbull de cuatro meses- y nos pusimos a tomar una cerveza sentados en la vereda de la tienda del Iván, un pibe macanudo, aymara él, y que siempre tiene las birras bien frías, como debe ser. Y el sol rajaba y la tierra de la calle se calcinaba y, al fondo, se veían otras montañas y la línea mágica del altiplano y el cielo era tan azul y bondadoso que, sorbo a sorbo, me empecé a acordar de esa composición musical inolvidable de Cesar Isella, esa llamada Canción de las simples cosas, esa canción tan bonita y tan sentida que te embellece el alma con eso de “Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso/ que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo” y fue entonces que me acordé de Jaime Bateman y el Néstor y todos mis muertos y luego le pedimos unos panes al Iván y nos despedimos hasta la próxima y volvimos a la casa, agradecidos con la vida, y con el perdón por este día a los muertos de mi felicidad,[2] me senté a escribirlo.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 30 de julio de 2022
Foto: La Carolina y Nuna en la quebrada de la Ciudad Escondida
[1] Francis Fukuyama: El fin de la historia y el último hombre.
[2] Silvio Rodríguez: Pequeña serenata diurna.
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