Primero fue el agua. Sin agua, se sabe, no hay nada. Su cautivante música me embelesó un buen tiempo. Escuchándola -tan sutil- veía las tremendas moles de los cerros pre cordilleranos y divagaba: pensar que esa corriente escueta, ese hilo líquido, es capaz de demolerlos, de trasladarlos -la gota que horada la piedra, la fe que mueve montañas-, caer en cuenta que algo tan simple y tan sencillo, tan transparente, lo logra, hace lo suyo, es su virtud y su victoria.
Belleza factual en medio de la demolición, del derrumbe permanente: allí ves como la Tierra sigue latiendo y forjándose a si misma todo el tiempo; allí ves la tenaz labor del agua, su audacia y su recompensa.
Le pedí, por ello, que se lleve lejos todas mis penas, que limpie mi corazón del desgarro de adentro y el que veía afuera: la geología descarnada me mostraba las heridas del mundo, la montaña podía caerse encima de mi en cualquier momento, por eso el amparo del agua, su fresca caricia en mi rostro, su bendición en toda mi piel, en mi ser, en mi alma.
Me embarqué en el regocijo de escuchar, de sentir la música del agua. Comprobé lo siguiente: su acústica depende de muchas cosas, a saber: la disposición del terreno por donde fluye, su desnivel, el abigarramiento o no de piedras que encuentra a su paso, la mayor o menor cantidad de arena, etc. Es obvio, sobre lo antedicho, que fue entonces que me hallé frente a muchas músicas del agua, unas más sincopadas que otras, unas más metálicas, otras más sedosas, podías elegir: huayno o blues y hasta un buen rock and roll de piedras que ruedan. Me sentí feliz -cicatricé un poco más- y me dispuse a volver desde el fondo de la quebrada hasta la carretera que me devolvería a casa.
Pero antes sucedió esto: ya había advertido la presencia de un musgo, unas barbas verdes, flotando en las aguas. Me dije: la primavera. Cuando no terminaba de hilar mis pensamientos, entendí todo: primero siempre el agua y después la vida. Allí estaban: unos maravillosos renacuajos, futuros sapos, bailando en un pequeño pozo que las piedras -sabias las piedras- habían creado para ellos. Era el mensaje evidente de la Diosa Madre: yo que venía a curarme de la muerte, asistía a eso sin contrastes que es el renacimiento/ la regeneración de la vida. Allí estaban los diminutos anfibios diciéndome: no llores más, la vida sigue, aquí estamos nosotros para que lo entiendas, hermano.
Y si las músicas del agua me habían halagado, la presencia de los futuros sapos me colmó de dicha, de una dicha tan bienhechora que la escribo con toda la sacralidad que merece tamaño acontecimiento como es la continuidad de la vida, su evidencia, el horizonte que prodiga.
El sapo es todo en los Andes. El sapo es el protector, el guardián, el custodio de la vida. El sapo es padre y madre, el sapo, con su fina y decidida estampa anfibia, es eso mismo: está más allá del bien y del mal, es el amor por la vida encarnado en su tremenda capacidad de siempre sobrevivir, siempre resistir, siempre estarse.
Porque, amigo, hay una cosa que el sapo sabe hacer y lo hace con voluntad suprema: el sapo siempre vuelve.
El sapo, en los Andes, el hampatu, es la metáfora perfecta, es el poema que nunca se termina de escribir pero que se escribe a cada momento, el sapo es la comprobación sin atajos y sin ambages de que los dioses existen y no sólo eso: caminan con nosotros porque, se sabe, si hay fe, los dioses que son dueños de las piedras y los arroyos, los dioses de los Andes, nunca nos abandonan, están siempre al lado nuestro, con nosotros, para ayudarnos a sanar -si es el caso, es el mío- o para guiarnos en esta aventura que siempre es la vida.
El medio es el mensaje, dicen, no mi amor: los renacuajos, los futuros sapos, son el medio y son también el mensaje.
Cuando ves cómo la vida se demuestra, se despliega, se exhibe victoriosa; cuando sientes que no hay nada que impida que esa vida, la vida de estos seres de larga cola e inquietud constante, es también parte de tu vida y no sólo eso: te procuran vida, más vida, a vos mismo, porque la vida llama a la vida, porque la vida te llama, es cuando te das cuenta que el drama puede cesar, que lo puedes aceptar y sanar, que no hay porque querer enseñarle a la vida porque, mi dios anfibio, es la vida, la pura vida, la que te enseña.
* * *
No sé cómo devolver tanta alegría que me han brindado, me han concedido, futuros sapos, así que les escribo una carta que alguien leerá y sentirá lo mismo que yo siento y así cerraremos un círculo bondadoso a la espera que fructifique. No diré más. He aquí la misiva que les envío desde mi corazón al de ustedes:
Señores
Futuros sapos
Poza de la quebrada de Huacallani donde los encontré
Su destino
Queridos renacuajos:
Ustedes no me conocen, es más la mayoría huyó cuando mi sombra o mi olor o lo que fuera se acercó con una cámara de fotos a donde ustedes estaban creciendo y fortaleciéndose para ser unos señores y señoras sapos.
Ante todo, pido disculpas por tamaña intromisión que desató, sabiamente, vuestra huida. Yo tampoco confiaría en cualquier ser humano, así como así. Así que con esa comprensión que reclamo e, insisto, las debidas disculpas, me presento: mi nombre es Pablo Cingolani, estoy viviendo mis 60 años de vida y, ¿saben?, lo que más valoro de ella son estos encuentros inesperados y, a la vez, inolvidables, que son las que la fortalecen, le dan sentido, la vuelven poesía.
¿Saben? Antes vivíamos más cerca de ustedes y, para que sepan que les hablo con total sinceridad, no olvidaré jamás cuando con la Carolina, por las noches, caminábamos por las afueras de la casa, allá en un lugar que los humanos conocemos como Jupapina, y los ancestros de ustedes, los parientes de ustedes, croaban y croaban y nosotros estábamos ensimismados con ese croar y felices, muy felices, de escucharlo.
¿Saben por qué? Porque nos concedía la certeza de que estábamos vivos, como queríamos estar vivos, y eso era así por el simple, contundente y decidido hecho de estar escuchándolos a ustedes, a lo que ustedes serán, queridos renacuajos.
Por eso, ahora que vivimos en un lugar donde no hay por las noches sapos que croen, que croen con el entusiasmo que sólo los sapos conocen y que ustedes, pequeños anfibios del alma mía, ya conocerán, quiero decirles dos cosas que laten tan adentro mío que nunca jamás dejaré de sentirlas:
1. Extraño a esos sapos que croaban allá en la noche más noche y tan noche de todas en Jupapina. Ya lo dije: nos daban vida, la vida que queríamos.
2. Por eso, como aquí desde donde les escribo no hay sapos -los motivos aquí no importan, un abuelo sapo se los contará, nosotros, los humanos, los vamos sufriendo a cada rato y lo peor: casi nadie se da cuenta- yo iré siempre a buscarlos, a ver cómo crecen, a ver cómo aprenden a ser unos formidables y siempre bien aventurados sapos.
Ofrendé al agua donde se están volviendo sapos con todo mi fervor para que eso suceda. Lo hice de corazón porque los quiero mucho y con toda mi alma y en la convicción de que un mundo sin sapos no valdría la pena de ser vivido.
Es más, les confieso algo: yo quisiera ser como ustedes, que nunca se rinden, que siempre vuelven, ¡son tan tenaces! ¡son tan inspiradores!
Así que sigan adelante, queridos renacuajos, crezcan y vuélvanse fuertes y vuélvanse sapos: en verano, ya nos volveremos a ver.
Fraternal y sinceramente,
Pablo Cingolani
Antaqawa, 1 de octubre de 2022
Nota de la foto. es el único que se dejó fotografiar.
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