El río bramaba como sólo sucede en los Andes o en los relatos del Tayta Arguedas.
El bramido fluvial andino es un sonido tan penetrante y potente que te envuelve y te ensordece y, si no estás prevenido, puede aterrarte. Es la naturaleza desatada, cantan las piedras: es una sensación invencible, incomparable.
Vale cada vez. Más si ayer se manifestaron una granizada tumultuosa y una lluvia persistente, que llegó hasta hoy: las aguas estarían bailando por todos lados, me dije.
Acude. Ve. Te están llamando. Mi primera recompensa fue ese bramido espantable y tan fuerte que nada podía desmentirte. Estaba vivo. El río. La piedra. El cerro. Yo.
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Umaland, Umalandia, Umasuyu, Umamarka: elige tú el que quieras para nombrar el País del Agua.
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Decidí entrar a una quebrada. Se aconseja no hacerlo en estos días de lluvias que arrecian. Es peligroso, te aclaran. Sería más riesgoso -para mi espíritu, para mi salud mental- si no lo hiciera.
El anterior verano, volví al lugar donde nací: allí no hay montañas ni quebradas. Debía volver, a la vez, por un mandato interior que me dictaba: busca el agua, síguela, venérala. Mi corazón me lo reclamaba y cuando me introduje en el huayco, sentía que estaba haciendo lo correcto y que no me equivocaba: toda la belleza del agua deslizándose, toda la música del agua llenando el espacio, todos los mensajes que atesora el agua, estaban ahí, dentro de la quebrada, y no había que hacer otra cosa que dejarlos entrar dentro tuyo.
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Tras el primer angosto de la quebrada, señorea la Diosa Madre Serpiente. El fluir de las aguas agasajaba su majestad inmóvil por aquí y por allá. Debías ver la serenidad divina. Una verdadera y venerable Reina. Allí empezaron mis challas, mis ofrendas. En medio de la soledad inquietante del tajo terrestre, la imponente presencia del Santo Ofidio de la Virtud y de la Memoria colmaba el ámbito de gracia: nada era imposible, debía adentrarme, debía seguir el llamado, debía honrar y honrarme en la travesía por el santuario.
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La cultura andina es devota ferviente del agua. Aquí, en los Andes, nada es porque sí -la escasez domina- y, como diría Tizón, uno depende de muchos dioses, los propios y de los demás también.
Hay toda una ingeniería del agua -algo poco conocido, soluciones efectivas en el manejo del líquido elemental para la producción de vida, algo admirable visto desde este presente donde las respuestas se oxidan- y hay toda una poética del agua en la cultura andina que devela no sólo el respeto fundante a lo natural, a lo que debe ser porque así es, sino un vuelo existencial que sólo se explica por el amor, amor constitutivo, amor relacionar, amor que se expresa siempre. La challa -derramar el primer líquido sobre la tierra- es una de las expresiones más vitales, sensibles y contundentes de esa poética.
El otro día se lo contaba a un amigo: para atravesar los eriales y las moles andinas, existía (¿existe?) todo un complejo ritual de challas que el viajero, el caminante -aquí no había ruedas que valgan-, el peregrino, celebraba antes de partir. Era un “taki”, un camino, de challas, de ofrendas líquidas, antes de iniciar la travesía. Cada challa correspondía a un lugar, un accidente del camino, una apacheta, un río, una montaña.
La costumbre montañesa recuerda lo anotado por Chatwin en uno de sus libros[1]: los aborígenes australianos, en sus desiertos, hacían lo mismo, pero con canciones. Era su manera de no perderse. Y, a la vez, para tal efecto, de honrar a sus dioses y a esa memoria genética que te incita a pertenecer, a ser uno en comunidad y en comunión con lo tuyo, tu país de montañas, tu país de arenas, tu tierra.
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Eran tiempos felices: de ahí deviene toda la geografía sagrada -la humanización del entorno, lo cotidiano como una cuestión de fe, de arraigo, el prerrequisito de la fe- y de ahí surge, nace, se eleva toda nuestra poética -no sólo la originaria, sino la que deberíamos compartir todos los que moramos de este lado del mundo. No hay fe, sin arraigo. No hay arraigo desconociendo lo esencial: todo nuestro ser en el espacio-tiempo cobra sentido en ese estar raigal, sanador, benefactor. Lo que nos nutre y nos libera. No hay más. Es el tesoro de América. Es el secreto de América.
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Sigo subiendo, la quebrada se angosta, las aguas bajan: buscas la matriz, el origen, el principio de lo bello y de lo bueno, el antídoto contra toda la maldad que está allá afuera. Adentro, en la quebrada, no hay nada que pruebe que no podemos regresar a ese comienzo, cuando los seres humanos dialogaban con la Diosa Madre y convivían con ella, poéticamente.
Veneración: eso sientes. No hay nada que te impida volver a comulgar con lo verdaderamente sagrado. Está dentro tuyo. Somos parte, Venimos de ahí. Volveremos siempre allí. No hay dolor, no hay tristeza, si lo asumes. No hay desgarro, no hay deriva, si lo sientes.
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¡Jamuy!, ¡ven!: bienvenido a Umaland, Umalandia, Umasuyu, Umamarka: elige tú el que quieras para nombrar el País del Agua. Eso sí: venéralo. Ya te dije: esto tiene que ver con el amor y el arraigo, esto tiene que ver con sentirlo, esto no es más que fe, fe que ilumina, fe que está escrita hasta aquí que la escribo. Y que así sea, ukamau, este AD 2023 y siempre.
Pablo Cingolani
[1] En Los trazos de la canción.
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