La bella literatura


Hoy he cosechado el membrillo de la huerta, de las dos plantas de naranjos unos frutos del color intenso, sangre de fruta empapada de perfume, los higos se han salvado de la lluvia así tan concentrada de estos últimos días. Dicen que el membrillo está lentamente desapareciendo de nuestro valle, nuevos sembradíos aparecen, frutos exóticos, frutos de un cambio de época. Los parrales y el higo, al fondo un árbol de granada - los más jóvenes - los manzanos, los duraznos y la pera mota, entramos de repente en el Juan de la Rosa.

En un viejo oficio, el molinero, el recuerdo de una rebelión y de una epopeya. En uno aparece Domenico Scardella, llamado Menocchio, antes de Giordano Bruno y de Galileo Galilei, un molinero se enfrenta a la iglesia. Y solamente poniendo en duda la virginidad de María; su cosmogonía es la de los cuatro elementos: el agua, el aire, la tierra y el fuego. “El caos entonces se condensa en una masa como el queso en la leche y dentro de ella, así como se crean los gusanos en el queso, nacen los ángeles y Dios, por voluntad de la Santísima Majestad”. En Il mulino del Po la gran narración épica de Riccardo Bacchelli logra atraparnos, es poesía que se hace prosa milimétrica, recorriendo cada centímetro de una tierra fría, fértil y luchadora. No hay página sin belleza, no hay belleza sin dolor, sin la poesía que necesita para sobrevivir.

Tirinea es algo extraño en la literatura boliviana. Es belleza ante todo. Uno abre su primera página y oye decir: “Tirinea es una llanura solitaria, con árboles fogosos y cálidas arenas expulsadas del fondo azul de la tierra. Perdida como está en la memoria de los ángeles, la vida allí no ejerce ningún control y soy yo el único sobreviviente”. Vuelve atrás preguntándose. “¿Cuándo ha sido escrita?” Antes de Cien años de soledad, después de Pedro Paramo. Novela del inmenso e infinito “imaginario clandestino”, del autor y, sin forzarlos, de sus lectores. Tan temprana para nuestros imaginarios aun coloniales, tan visionaria para nuestras desilusiones.

Russell Banks nos ha dejado al iniciar este año. Seguramente no era conocido como Don DeLillo y Cormac McCarthy. Pero su prosa atrapaba como el olor a guayaba en estos días de verano. Con su ritmo engatusador, las palabras iban diluyéndose con las imágenes que quiso hacernos ver. En un día podemos leer Deriva continental, el sueño americano y los vencidos. Pasajes que hubieran encantado a Henry Miller. La continua migración humana, esta huella que no deja de moverse - inquieta, histérica, inacabable - como las mareas, los vientos, siguiendo al parecer una trayectoria ya establecida.

A veces dejarnos llevar por el verso. Aquel puro y marcado por el lenguaje, contemplando el diseño de las palabras, aritméticas, geométricas, el ensueño y la conciencia. Las tres obras centenaria: Trilce, La tierra baldía y Ulises. “Versos que no son versos, poesía que no es poesía”, decía Jules Laforgue de Les amours jaunes de Tristan Corbiére. Solo el pathos del momento y del siempre. La infinita gloria de las palabras.

Los pasos felpados de Colette, entre perfumes y fragancias, gastronomía, desnudez y un paseo por Roma. Sin ruido y con mucha pasión. Una flâneur feminista “Avant la lettre”. ¿Qué habrán pensado de ella en el ’68? ¡Hubiera oído Sartre y Lacan! Ella, tan libre y firme, sólida en su poesía como en su vida. Como una gata, no necesitó inventarse a Claudine. “C’ést moi”, parafraseando a Flaubert. Y todos detrás, escandalizándose de la libertad.

Stardust de John Coltrane, lluvia y grappa. Se puede leer así a Patti Smith. Son versos hechos fragmentos de vidrios, invento fenicio pisoteado y roto: bebop. Sin puntuación, sax and William Burroughs. Sin frenos, Rimbaud dead y Babilonia: “donde la guerra se expresa/a través de los jeroglíficos violentos/del sonido y el movimiento/un grito es un hombro/el perfil de la vida”.

Maurizio Bagatin, febrero 2023
Imagen: Ramiro Lisotto, Lo scolaro (El alumno), 1965

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