Aguas invernales de Saguenay


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El reflujo desnudaba brillantes pedruscos. La que fuera isla se hacía tierra firme. Me levanté y de la orilla caminé hacia ella como Cristo sobre las aguas idas.

Desembocadura del río Ha!Ha!, Québec del norte, en la gran región del Saguenay, la misma en la que Jacques Cartier buscó en el siglo XVI el mítico Royaume du Saguenay. Y después de él otros. Tierras del sueño, la ambición, lujuria de metales, en donde, según relato de indios cautivos, habitaban hombres de piel blanca y que también fuera territorio de los seres de una sola pierna. Existe una narración iroquesa sobre gente que posiblemente fueran vikingos. Apasionante, claro; misterioso. Los ríos se envuelven en niebla y desaparecen, el mismo Saguenay, el portentoso San Lorenzo; corrientes de historia, recuerdo de uno de los libros más lindos que he leído, el del último de los mohicanos de James Fenimore Cooper. Nostalgia. Luego las olas retornaban y lo seco se convertía en mojado de nuevo. La inmensa bahía iba ennegreciéndose, casi una tristeza, mi tristeza. Volver a casa de la hermana que huele a café.

De plaza en plaza los días en que no trabajaba. Hervé me había contactado con argelinos que repartían propaganda en los alucinantes pueblos de la Île-de-France alrededor de París. Eso fue en el primer viaje. Arrastraba una pena medieval y un hambre esclava. Comía en el comedor estudiantil de la Sorbona, usando el carnet de mi amigo. Pero no era siempre, muchas veces, no todas. Había un barril de mostaza en medio del recinto y puse un cucharón sobre la carne-arroz. Casi me asfixio, fue mi despertar a la mostaza Dijon, que desconocía. Tenía veintiséis años. Mi proyecto alemán se esfumaba, así como las orillas allá en el Canadá. Ella se me iba de los ojos, demasiado lavados ya por agua propia, hasta el momento de la frustración definitiva, cuando dijo en voz alta que de sueños no se vivía. Me pregunto hoy, a mis sesenta y tres, el por qué sigo presente ante tal lógica. No es que fuera maldita ni pérfida; era mujer. Muchos años adelante, piel contra piel los dos, la magia estaba no. Adiós, le dije, y adiós fue de un gran amor sólido como neblina.

Entonces acezaba, can del insomnio, aullando y ya no había lobos.

Tomo una taza de café y lloro. Cuando volví a París me consideraba viudo, había aireado mis lutos entre un frío inmemorial. El humo de la fábrica de papel del pueblo de La Baie reflejaba con fidelidad el rumbo de mis pensamientos. Pero, eso no me impedía ver una iglesia y asociarla a Le Corbusier, o tratar de averiguar qué tribus antiguas se afincaron aquí. Y leer una biografía entera de Suzanne Valadon, madre de Utrillo, pintora, bella, modelo.

Aguas primaverales, de Turgueniev, me acuerdo de la belleza de sus páginas. O del Demetrio Rudín, basado en Miguel Bakunin, leí. Eran de la misma generación. Amigos quizá. Yo en mis aguas invernales. Entre Montréal y La Baie cruzamos con Metin en auto un bosque impresionante en medio de tormenta. Alces gigantes cruzaban el camino y gritaban como si de dragones se tratara echando humo. En una tasca nos reforzamos con sopa francesa de cebolla, con dura corteza de queso encima. Luego a la tormenta. No era un viaje sino una expedición al espacio. Los hermanos me rescataban de la muerte por tristeza. El reporte médico hubiera dicho: murió de melancolía, el hambre es adyacente. Me dieron café y calcetines calientes, y pasta frola para acompañar. Distinto. Igual volví a París, a dormir en un sofá del departamento de un viejecillo que cuidaba una anarquista chilena. Me refugiaron los ácratas, me dieron la Internacional, música y España. El año de amor perdido no terminaba mal. Perdido no es último; ni primero. Luego Cuenca, Madrid, Asunción y Cochabamba. Cargado de libros. El rey de la máscara de oro ¡mi Dios! Las mujeres del Armagnac con gatos cosidos en sus vientres.

Ain't No Cure for Love. No, no.

Viernes veinte y algo de marzo. Aire de invierno. Desde las diez de la noche bajo cero, cada día. Invierno de octubre a mayo. Miro la bahía de Ha! Ha!, me gusta imaginar historias. Fuera de la lástima soy imaginista. Lorca y Cohen bailan vals. Me abrigo y expongo al frío. Pueblo, villorrio, pocas casas, el fin del mundo. Amenazantes los bosques se inclinan hacia mí, con horrores antediluvianos. Gritos que parecen de pájaros en la ventisca y sin embargo son llamados del otro lado. Agudos, roncos. ¿Si pienso en ella? ¿Ella quién? Claro que lo hago pero presto atención a los pasos sutiles de los grupos indios que rápido corren sobre la nieve en polvo escondiéndose de la historia. Que vienen, ya vienen, y traen la muerte consigo. Lorca hace girar a Cohen y Leonard lo besa apasionado. Beso mi sombra en mis propios idus de marzo. Federico se desmaya.

Nunca más he de pisar las piedras aquellas del reflujo. Ya no tengo tiempo para caminar por Chicoutimi. Tanto deseé mirar la Bahía de Hudson, el país de las pieles de Verne. Ya no tengo tiempo, los rusos bombardean con fósforo blanco, parece Navidad si no fuera por el lamento de los quemados. Quise ver Vancouver, las tallas inuits. Le pido a Emily que me cuente sobre los mil lagos de Manitoba. Dejé aquel libro sobre la Valadon en la diminuta biblioteca del pueblo. Me entregué al alcohol ¿o fue al amor? Vivé a Durruti en París y canté La varsoviana con énfasis y sin destreza. Entre Defoe y Catulo observé que la vida era el completo desasosiego de la alegría. Quise leer mis cartas a mujeres. Me puse entonces a danzar. Hasta el fin del amor.

24/03/2023
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Imagen: Zinaida Serebriakova, 1914

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