Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Recorriendo el mundo virtual tropiezo con una fiesta en Sicaya, Huancayo, PerĂș, un extraordinario, hermoso y lento baile que dicen la “tunantada”. Averiguo: el nombre puede que venga de dos vocablos quechuas que significan venido del cerro, o serrano, pero quizĂĄ de “tunante” lo que, dado que es una parodia del patrĂłn colonial, tendrĂa sentido.
MĂĄscaras, elegancia, bastones; las mujeres, de anchas y coloridas polleras, llevan guantes blancos y bordados caseros. Ambos, machos y hembras, se mueven cadenciosos, sobrios, soberbios, seguros de sĂ mismos y su poder. Hay otros personajes de la danza que incluyen un “Tucumano”, arriero que conectaba el PerĂș con el RĂo de la Plata y un “Boliviano”, curandero, tal vez referido a los kallahuayas. Iniciado como burla del opresor resultĂł con el tiempo una magnĂfica obra de arte. Triste y bello, el huayño peruano. Hace poco, en esta descubierta de tesoros en cajas que tengo en casa, hallĂ© un disco que grabĂ© hace mucho, de los EngreĂdos OlĂmpicos de Huancayo, un ĂĄlbum denominado Mama Catash, mama Cata, mama Catalina, con esa “sh” que pienso no existe en el quechua boliviano y sĂ en el peruano: Ancash, Huaylash, Catash, etc. Una joya popular, de fiesta bailable, en el Ande donde la tristeza tambiĂ©n mueve los pies con alegrĂa. La fiesta… instituciĂłn nacional de Bolivia, muy arraigada en la zona andina hasta el norte argentino; allĂ el carnaval es el tiempo central de la existencia. RecuĂ©rdese lo que cuenta JosĂ© MarĂa Arguedas en Dioses y hombres de HuarochirĂ, los festines de semanas del inca Pachacutec. Eso no cambiĂł, se acentuĂł, mucho en un paĂs indio como el nuestro y en donde el blanco se ha aindiado para formar parte Ăntima de la procesiĂłn bailante y alcohĂłlica.
Huancayo… vuelvo al Ășnico JosĂ© MarĂa Arguedas y su apologĂa de los nativos del Mantaro, nunca vencidos. TrabajĂ© en Denver, por un par de dĂ©cadas, con mi amigo Juan CĂĄntaro, nacido allĂ. Pequeño, de no mĂĄs de metro sesenta, y el hombre mĂĄs belicoso que he conocido, audaz, rebelde, sin miedo a enfrentar a tipos que le doblaban en tamaño. Siempre me hizo pensar en Arguedas, en Los rĂos profundos. TodavĂa resuenan en mĂ, y lo harĂĄn para siempre, las campanadas de la MarĂa Angola, con la porciĂłn de oro que en su fundiciĂłn le dio voz tan especial. Al escuchar a los engreĂdos, olĂmpicos mĂșsicos de aquella regiĂłn, la sangre mĂa, jamĂĄs escondida, de los guerreros lampiños, eriza los carentes vellos y dan ganas de bailar, de beber y de caerse, de ver la procesiĂłn de cerveza en cajas guindas de a doce para construir muros ebrios mĂĄs sĂłlidos que Ollantaytambo.
Juan CĂĄntaro… sigue aquĂ. Hizo fortuna, es dueño de tres casas. ¿A quĂ© voy a volver?, pregunta. No tengo nada allĂĄ, mis hermanos se deshacen entre ellos por tierras de mi padre. AceptarĂ© mi destino de asilo, la eventual visita de los hijos, de alguna ex que trae a mano a su juvenil verraco mexicano que le alegra el esperpento. La Ășltima lo dejĂł porque Ă©l trabajaba siete noches por semana, como yo. Ella querĂa baile, quebradita y banda. ¿QuĂ© hizo CĂĄntaro? Le comprĂł una casa al “muchacho” traidor, le dio una tarjeta de ilimitado crĂ©dito a la traidora y se refugiĂł en el sĂłtano del hogar comunal con o sin recuerdos no lo sĂ©, a oĂr el catre que ya no es para Ă©l, las piernas que abandonĂł por responsabilidad y dinero. Karma, sin embargo.
Digo karma porque Juan le volĂł la esposa a un guatemalteco que hizo de coyote durante años, pasando gente por Las Cruces, Nuevo MĂ©xico, a varios miles de dĂłlares el pase. Este separaba del grupo inmigrante a mujeres que le caĂan bien y cobraba cuota extra. ¿QuĂ© puede hacer una mujer que desea futuro sino ceder? Igual a las gitanas en Kusturica, camino de Italia, a las ucranianas que huyen con hijos y nada en mano para ser explotadas por los mastines de siempre, los que viven del trabajo y sufrimiento ajenos. Otra vez, ¿quĂ© hacer? Ser mujer es el peor destino, no hay otro que se le equipare, pies y espalda de la sociedad sobre los que se construyen ciudades y culturas.
No tiene importancia el nombre del individuo aquel. Me tiento a llamar a mi amigo Israel para preguntarle pero no lo hago. Vicente, si recuerdo bien. Su esposa, mientras Ă©l andaba en andadas de mucho dinero en la frontera sur, repartĂa periĂłdicos. ConociĂł a Juan, nunca preguntĂ© las circunstancias. Lo cierto es que el hermano de Vicente, apodado El Guacamole los encontrĂł en acto infame y delicioso, “en la cama de mi hermano, el muy hijo de puta peruano, ni eso respetĂł”. Vicente divorciĂł a MarĂa, MarĂa matrimoniĂł a Juan y la retahĂla de cuernos pulidos de venado larga se hizo. Ornamentos sobre las frentes de los pendejos. “Tristeza nĂŁo tem fim”, aseguran Vinicius y Tom Jobim.
No verĂĄs ya Juan correr el pedregoso Mantaro. Ni JunĂn ni Ayacucho.
El PerĂș… cajas de PerĂș negro, CĂ©sar Vallejo y Nicomedes Santa Cruz. OĂ©, oĂ©, susurran los guineanos. Lo corrĂ de sol a fondo en las pĂĄginas de papel biblia, ediciĂłn Aguilar, de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, en el frĂo pasillo de la biblioteca familiar. Los incas ajedrecistas, Hernando de Soto enseñando al cautivo Atahualpa los rudimentos del juego. El enroque le saliĂł mal al fin y le dieron garrote a pesar de los metales. Contaba don JesĂșs Lara de los hatos de llamas cargando bolsas de oro y plata, preciosidades de orfebrerĂa para el rescate que demandĂł Pizarro, que al enterarse de la muerte del Inca desaparecieron por los cerros de Cochabamba, TapacarĂ, Ayopaya, Arque… tesoros que buscĂł mi abuelo y pobreza encontrĂł. De mi abuelo y sus hermanos dirĂ© que trabajaron en el acopio de la coca en Santa Rosa, en medio del Machu Yunga, en Vandiola. Coca aquella desde la Ă©poca de Tupac Yupanqui que se convirtiĂł en gruesos ĂĄrboles y bosque antiguo. Los adlĂĄteres de la cocaĂna los destrozaron para reemplazarla por la amarga hoja chapareña, no buena para masticar. Lo cuento en El señor don RĂłmulo que son los recuerdos de mi padre JoaquĂn Ferrufino Murillo, mucha sangre y mĂĄs historia. En los yungas hermanos, los de Totora y de Arepucho… en donde se refugiĂł el feroz Aguilera, matador de Warnes y Padilla.
Contaba don JesĂșs Lara de Inkawakana, la piedra que llora al Inca, ahicito, arribita, subiendo el cerro. La buscarĂ©. El llanto ya lo he encontrado.
Tanto de Ricardo Palma en mi formaciĂłn histĂłrico-literaria. Siglos sumados a siglos, la Perricholi (perra chola), mujer encantadora…
He saltado como saltimbanqui por las Ă©pocas. Maromero a ciencia incierta, vaya paradoja.
Huayna CĂĄpac dicen que tenĂa alrededor de un treinta por ciento de su ejĂ©rcito formado por cañaris, hijos de la serpiente y el guacamayo. Enemigos de los incas, finalmente accedieron a compartir los señorĂos bajo el mando de este prĂncipe. Luego, en la guerra civil de los hermanos, los cañaris se asociaron con el bando perdedor. Cuenta Cieza de LeĂłn (¿?), que visitĂł enclaves cañaris en sus viajes, cĂłmo se sorprendiĂł de que hubiese en algunos solo un hombre para quince mujeres. Atahualpa Inca, vencedor de HuĂĄscar, decidiĂł que se eliminase a todo masculino capaz de portar armas en acto de venganza. Srebenica revisitada en el pretĂ©rito de viejas montañas. El hombre es lo que es y no mĂĄs. Esta etnia cobrĂł revancha cuando España asomĂł. Al igual que chachapoyas y otros grupos combatiĂł a los incas hasta su fin aliĂĄndose al conquistador. Lo mismo que tlaxcalas, por miles asediando TenochtitlĂĄn. Dolor y traiciĂłn, dinero y poder mimetizados de supuesta gloria, siempre, padre nuestro que estĂĄs en los cielos…
Anoche, mientras manejaba por cinco horas en el silencio, tanto pensĂ© en lo que querĂa contar aquĂ. Pero de cuentero tengo para mucho y no hay necesidad de mortificar el intelecto. Ya saldrĂĄ, que aquella sangre, y la otra, corren todavĂa por mĂ y no tienen escapatoria, resquicio para salir. Las cargo en mĂ, miles de pĂĄginas e innĂșmeros detalles, mi SĂsifo personal y mi alegrĂa, paradojas de mi vida, de nuevo, como aromas de mujer que se revuelcan conmigo, se alejan, se desvanecen, y vienen renovados vestidos de jazmĂn y cedrĂłn, de pachulĂ o del mĂĄs prosaico y terrenal olor de sobacos de una mujer francesa mientras amanecĂa en El Mirador y los pĂĄjaros cantaban el buenos dĂas consabido incluso si habrĂan de ser malos.
Tributo una piedra en la apacheta de El Negro, subida a la cumbre con destino Morochata. Botas y mochila, atĂșn en lata, pan tortilla y pan marraqueta, hacia el fin de mis ancestros, la urgencia de rebeliĂłn, el azar. Hundo los pies en los humedales de arisco musgo, volarĂĄn las monedas hacia la rayuela de la chicha, y la mujer asesinada en la quebrada de Chinchiri continuarĂĄ llorando, como HĂ©cuba, la madre perra de Troya.
16/07/2023
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Imagen obtenida de un video de Milito V en la fiesta de Sicaya
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