Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La pared me protege del viento. Un celular a un lado, a la derecha el otro. La tarde no está tensa; tiesa. Leo noticias de Myanmar, de Argentina, Ucrania, Gaza; de Eritrea y Sudán. Tiesa tarde, ¿de qué viento he de protegerme si ni brisa corre? Me falta paciencia hoy, el mundo es tan asquerosamente repetitivo que ya sé las respuestas del futuro. Mareo de billetes. El Génesis se equivocó, no corría el Verbo sobre las aguas sino el Oro. Y el oro no flota sobre líquido, se hunde; Cristo caminando encima del mar de Galilea es un sarcasmo, a lo sumo una metáfora. “Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza ¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?”. ¿He de leer, también yo, a André Breton?
Empujo la tarde y no se mueve. Un sobrino ha comenzado a trabajar en un restaurante de lujo en el Lower Downtown de Denver. Precioso lugar, el barrio. Antiguas fábricas que refugian modernos comideros. Del tesón obrero a la nueva élite. Cuenta que cada día una empresa a cargo llega y remueve todos los hermosos cuchillos estrenados el día anterior. Mañana tras mañana, chefs cortan carísimas carnes con acero nuevo. Reciclan lo removido, lo venden, lo vuelven a empacar, lo exportan al otro mundo o va a la basura. Historia de siempre. Estados Unidos marcha ahora hacia el Mein Kampf. Ya no susurrarán los árboles de hoja caduca de la calle Clarkson, ese sonido de lluvia que amodorraba aparecidos. Gruesas paredes de piedra, argamasa con sangre de esclavos. Miro luces, autos con no sé quién dentro ni a dónde van. Doblan a la avenida 9, chocarán con el parque Cheesman luego de unas cuadras.
Imagino, que en mí significa recuerdo, un camión de Amazon, gris, la tormenta arrecia, la vagoneta se inclina al resbalar y quedo en medio de la nada blanca con miedo hasta de activar la calefacción porque cualquier temblor me arrojará al abismo. No hay tiempo de quejas, aunque quiera, reproches nadie alrededor. Descargué un paquete en una granja echando humo de chimenea, a más de una milla adentro, ni chance de que alguien se percate que estoy allí. A dos metros ya no se ve. Por la radio comunico a la central mi situación. Sugieren que ayuda llegará en tres horas al menos, que somos varios al arbitrio de la intemperie. Llamo a las hijas, no las agito. No deseo que se preocupen, que aguardo por una grúa y nada más. El hielo tamborilea en el parabrisas, me he envuelto en chamarra azul.
De la ventisca asoma una camioneta, alguien del rancho que llega. Mudo, el cowboy extrae unas cadenas y las amarra a la parte trasera de mi vehículo. Salgo al tiro, agradezco y me marcho, siguiendo el camino a través del satélite porque a simple vista no hay nada. Orden urgente, regreso colectivo, gran riesgo continuar. Estoy a unos cincuenta kilómetros de la estación, a campo abierto y, como no se ve, casi campo traviesa. Lentamente retorno mientras anochece. En casa abriré una lata de corned beef hash, pondré huevo encima y dormiré apenas hasta salir al otro trabajo a medianoche. La odisea con el hielo no cesará por varias horas. Qué lindo el invierno, olor a café francés prensado. Qué linda tú cubierta por frazadas y cubrecama roja. Me alimento directamente desde la lata un poco, frío; vacío el resto sobre la sartén. Tengo una punta de pan francés seco, no importa. Miro por la ventana que da a la terraza. Veo al vecino irse y deja olor a cigarrillo. Ceno con luz apagada, me acuesto con botas y chaqueta, igual me levantaré pronto; cubro parte de la espalda con la sábana y ni sueño. La alarma del teléfono pita hasta que caiga en cuenta de que es hora.
Carga de coraceros en Eylau. Rumores fatídicos del silencio, tambores de marcha fúnebre. Cae nieve, escuda el tropezar de los caballos.
Reviso papelitos y pequeñas chucherías que guardó la hermana. Hace calor aquí. No extraño el invierno. Fue poético alguna vez, hasta romántico; luego enemigo, una situación que obstaculizaba el trabajo, la caminata, hacía caerse y golpear la nuca contra el hielo. Suena como fruta hueca, sí, y a veces tuve que someterme a tomografía para ver si no había rajado hueso. Cabeza dura, testarudo. Ni me creo a mí mismo cómo soporté. No lo haría de nuevo. Llegaba a casa antes del amanecer, similar a un monstruo de Dostoievski, al mismo Rasputín. Altas botas y cabello enmarañado. Sentado en el comedor hervía un café y leía el New York Times. Mi mujer tenía la cama tibia y otra era la sensación. Cuando no hubo mujer, cama helada, cama de piedra sin la tenebrosa lírica mexicana. Cuco Sánchez, de piedra ha de ser la cama… Cuánto tiempo pasó.
Mezclo melón Honey Dew con manga rosa para el jugo. Amarelo manga, Recife…
Árboles de cristal. Once de la noche parece mediodía. Han echado diamantes sobre las ramas. Belleza que se esfuma cuando el automóvil escapa al control y resbala hasta topar algún objeto. Llantas chuecas, dobladas, gomas reventadas. Otra vez la nada y la intemperie. A ratos pasa un carro policía pero no se detiene. Cada cual cree en su propio refugio, supongo que a eso se refieren con el calor de hogar.
Estabas de cabello rojo suelto arrastrándome al borde de la infidelidad. Tus blancas piernas sobre el sofá multicolor de Scandinavian Designs. Decides acostarte en el piso, dejas la cama para mí. Vestido celeste oscuro y medias negras. Tus pies en mis rodillas. Afuera, en el gran jardín de la Peoria, el pasto va llenándose de sábana. Hay en este deseo cierta tristeza, lo efímero del sexo como eclipse. Al menos esta noche no trabajo y hay placer en cubrir los hombros, acomodar almohadas para sentirse protegido. “Esta noche no, no te vayas de mí”.
Continúo en el rastro de la hermana ida. Cartas y fotografías, notas de enseñanza de español e inglés. Recibo de pago de un coche por seis mil novecientos dólares. Año 2011, volvía yo de Cuba e imaginaba cómo Cortés había contemplado Tulum. Nos aproximábamos a Yucatán y fumigaban el avión. Stefano Varese viajaba conmigo. El gobierno peruano había publicado una lujosa edición conmemorativa de La sal de los cerros, tremendo libro. Él volvía a Oaxaca y yo camino, a escondidas, de Denver. Tal vez una botella de ron de Santiago descubriría en Houston, Texas, que no estuve en Cancún sino en La Habana. Stefano se retrasa en el aeropuerto, lo pierdo de vista, aguardo unos minutos y me voy, tengo que tomar el vuelo al DF. No escribí a Varese, no me gusta explicar cosas accidentales. Atesoro aquel libro dedicado.
Hallo un mazo de cartas con retratos de generales de la Confederación. El tres de corazones tiene a Robert E. Lee. Entre Virginia y Maryland recorrí la guerra, ciento veinte años después. En el Shenandoah observaba a los diminutos chipmunks pero la sombra de Stonewall Jackson oscilaba en el vacío.
Cuando llegué a Ciudad de México desde La Habana vía Cancún tropecé en la terminal del aeropuerto con una gigantesca y maciza Coatlicue, una enorme serpiente y un jaguar. Sentí la muerte, secuestro y martirio al mismo tiempo. En México mi vida no valía nada. Coatlicue sonreía y tenía caninos de vampiro.
Me hice llevar a un hotelucho en donde me acosté con zapatos puestos y las maletas amarradas a mis piernas. Al día siguiente a Denver. Si me esperaban, no recuerdo. Leía Zoia Andréevna, de Berbérova, en edición cubana. Más nieve. En el Malecón, el agua negra del Caribe mojaba los cascos del caballo de Maceo. Habíamos conversado con duchos habladores acerca de Carpentier y Lezama Lima. Ambrosio Fornet comentó un texto mío. El Vedado estaba en ruinas. Abajo, en la carcasa de un edificio soviético vendían ron a granel, de piratas y soldados.
Qué bien sabe el pan duro con corned beef hash, pocas cosas más ricas. Dicen que es malsano. También lo es el amor.
13/12/2023
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Fotografía: Claudio FC, Denver, enero 2023
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