Todas las lluvias



Llueve en la montaña. Llueve sin cesar. Una noche, un amanecer, un día entero. Las nubes se han apoderado de todo. Flotas en medio de una infinitud blanca e inquietante, sin horizonte, sin amparo. Es una imagen de la nada misma o de un momento magnífico de la creación: todo está ahí en potencia y se expresa sin atenuantes. Llueve y no deja de llover. Bendita lluvia. Todas las lluvias.


El agua cae, se agita, se acumula en las quebradas. Luego, por un impulso sin frenos, invita a las piedras a bajar, a bajar hasta donde el deseo las conduzca. Nada puede atajarlas, ni frenarlas. Aguas fuertes, aguas liberadas. Corren cuesta abajo, buscan su destino: son libres.


Las piedras se despiertan mojadas. Ha llegado la hora de partir. Otra vez, el viaje, el viaje perpetuo. Danzaran en el torbellino, cantaran sus verdades, fluirán felices, rodaran sin otra preocupación que esa: sentir el abrazo del agua, el roce, roerse, rasparse, embellecerse, brillar.


Desde la soledad de una peña, alguien, un ser inmemorial, ve la lluvia caer incesante, escucha esos latidos de la tierra, el líquido fluir, el golpe mineral, su fragua. Siente que su corazón anhela y le dicta: yo quisiera ser esa lluvia, yo quisiera ser esas aguas, yo quisiera ser esas piedras.


Pablo Cingolani

Antaqawa, 11 de febrero de 2024

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