A José Raúl, por el reencuentro
Leer puede/suele provocar deslumbramiento. A leer buenos libros, me refiero. Deslumbra el hallazgo, el encuentro fértil entre el texto y el lector, esa corriente eléctrica que dispara la lectura. Releer procura algo más y algo más fuerte: un encantamiento. Cuando se relee, la escondida magia de las palabras conjugadas se desata y ya no es sólo una descarga, sino una imantación, un amarre potente, una marca indeleble. Si la lectura te agita y te conmueve, la relectura te marca, gesta huella, no te abandona más. De ahí que me considere más que un lector, un relector. He releído algunos libros no dos veces sino muchas veces y siempre, siempre he sentido, en la recurrencia, nuevas dimensiones de lo recorrido incesantemente y cómo ese encanto y esa magia del texto se profundiza y crece. Uno de esos libros, libros amados, como esos lugares donde uno siempre vuelve, una de esas joyas literarias que brillará a perpetuidad en mi espíritu es Mascaró, el cazador americano del compañero y escritor argentino Haroldo Conti.
Anoto compañero y lo subrayo porque Haroldo fue, además de un escritor nutriente, un militante, un militante de la vida y de la política insurgente de los años 70s.Mascaró fue su última novela publicada (y premiada, Casa de las Américas, Cuba, 1975) en vida ya que, tras el golpe de estado cívico-militar de Videla y sus secuaces del 24 de marzo de 1976, y la instalación en Argentina de un estado terrorista, Conti, lamentablemente, es uno de los 30.000 detenidos-desaparecidos que enlutaron al país del sur. Había nacido en Chacabuco, en esa pampa profunda que tan bien reflejó en su obra, el 25 de mayo de 1925. Fue secuestrado y no se supo más de él, la madrugada del 5 de mayo de 1976, Era militante del FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo), uno de los frentes de masas del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) cuyo brazo armado era el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). Esa madrugada infausta, sobre su escritorio, donde tecleaba sus ansias, dejó anotada una frase escrita en latín: "Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt". Traducida: Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán. Con ese mismo fervor, escribió Mascaró.
Hasta los censores destacaron el valor de la obra. En el Legajo N° 2516 L de “Apreciación de contenido de publicaciones realizadas por la asesoría literaria del Departamento de coordinación de antecedentes” de la Secretaría de Inteligencia del Estado (la aborrecible SIDE) puede leerse sobre la novela: “El presente libro, cuyo autor es Haroldo Conti, presenta un elevado nivel técnico y literario, donde el mencionado autor luce una imaginación compleja y sumamente simbólica”.[1] En una democracia agonizante, la luminosa obra de Haroldo fue censurada; un año después, en dictadura, trágica y sencillamente, lo desaparecieron. Lo asesinaron, pero no lo pudieron matar. Su legado está más vivo que nunca. Escribí años atrás: “Digo: no hay nada más poderoso y más profundo que embarcarse en la belleza del mundo para combatir a este mundo horroroso – eso lo sabía Haroldo Conti cuando escribía Mascaró, el triunfo de la belleza por sobre todas las cosas, y triunfó y por eso lo escribo”.[2]
¿Dónde anida/fecunda la belleza de Mascaró? Es fácil: hay una vocación y destreza narrativa, salvaje y tierna a la vez, y tan expuesta, tan en piel y sangre, que cautiva desde el primer capítulo. Estaba claro que Haroldo ya hacía tiempo que había domado a las palabras, pero, en este libro, tal vez anticipatorio de su propio final, escribía desde un lugar tan íntimo e insondable que sólo él conocía y que parió un monumento literario no sólo a la literatura bien escrita sino de eso también tan íntimo e insondable como es la condición humana. El mismo lo dicta a su manera en el prólogo de la obra: “Mascaró daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto, y yo era a medias el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces, que Mascaró realmente no me pertenece”.[3] El final de ese prólogo es tan emocionante que siempre me hace llorar (y por eso, me evito transcribirlo y los invito a leerlo por ustedes mismos). A la vez, en la cita, está encerrada otra clave del estar siendo escritor y su compromiso o no con la sociedad: la obra debe ser y es parte de una expresión/sentimientos colectivos sino, no es. Como Urondo, como Dalton, como Heraud, como Walsh, Haroldo Conti fue otro de “los poetas de la revolución”, esa revolución que queríamos tanto y que no pudo ser. [4]
Mi anclaje/devoción personal con/por el libro parten de un abordaje geográfico/existencial a sus páginas. Y es que el libro, de movida, se sitúa en Rocha, en las playas y el mar y los pueblos perdidos de ese departamento uruguayo y fronterizo de Rocha donde vagabundeé, como Oreste, uno de los protagonistas de Mascaró. Fueron los años del final del horror y del advenimiento democrático: fue uno de mis amigos del barrio, el Negro Marcos (con quien empezamos a escribir y publicar juntos, a los 16 años), quien me obsequió la edición original del libro en Argentina, esa que hizo la revista Crisis, esos mismos años de plomo (y que los libreros de viejo del Parque Rivadavia volvían a sacar a la luz), y fue entonces que Mascaró se volvió un faro, un faro personal, alumbrando, desde el lenguaje, mis pasos, allí donde también sucedían en la novela. El arte copiaba mi realidad y viceversa: mi realidad alzaba vuelo con el arte de Conti. Lo mismo me sucedería, años después, con Kusch y Bolivia, pero esa será otra historia. Entonces, no sólo lees y te deslumbras, no sólo relees y sabes eso de la magia y el encanto, sino que empiezas a encarnarte en eso que llaman destino y si, tal cual, doy fe: estaba escrito. Haroldo Conti, el compañero Haroldo Conti, lo había escrito.[5]
Pablo Cingolani
Antaqawa, 28 de mayo de 2025
[1] Ver Mascaró Censurado por la SIDE- CCM Haroldo Conti. Tomado de http://conti.derhuman.jus.gov.
[2] Extracto de La belleza (en este mundo de mierda). Tomado de https://bolpress.com/2018/04/
[3] Haroldo Conti: Mascaró, el cazador americano. Emecé, Buenos Aires, 2015, pág. 12.
[4] El poeta de la revolución lo parió Paco Urondo, montonero, muerto en combate. Roque Dalton sentenció algo imposible de eludir: “Yo llegue a la revolución por vía de la poesía/ tu podrás llegar/ si lo deseas, si sientes que es lo que necesitas/ a la poesía por vía de la revolución”. Gracias Tomás por recordármelo.
[5] Podría ejemplificar mil veces lo que afirmo, pero esto no es un ensayo, es, simplemente, un testimonio apasionado del valor que uno le asigna a los libros, a algunos libros. Si de algo sirve escribirlo es para transmitir ese mismo afán, esa misma energía vital que encontré entre las páginas de Mascaró. Si alguien se aventura en el mismo camino, ¡bienvenido!
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