Tía, prima: siempre Helena

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

La década de los sesenta avanzaba con resignación. Sin convencimiento. Una especie de compromiso moral me mantenía a flote en las zozobras de un horizonte incierto. La Lettera 22 que me regaló mi padre, silenciosa, se burlaba de mi aspiración pretenciosa a escribir novelas y cuentos.

El encierro del escritor cachorro en si mismo, su esforzado combate con las palabras que huyen, su desmedida ambición lo lleva a rechazar todo, lo hace desdichado. Masca el vacío.

De la constante insatisfacción tomé el folder, junto con el corrector, cuartillas de diversos colores, tarjetas de anotaciones, pretextos para hacer ruidoso el llamado a la escritura. De tantas aproximaciones que quedaban en el fondo del pozo de deseos sin monedas, tomé un cuento. Sin alharaca, lo sentía digno, próximo al impulso misterioso que obliga a escribir.

Las conmiseraciones de la memoria me dirán por qué lo mandé a concurso. Lo convocaba el periódico universitario Pizarrón. Las secretar desdichas solitarias de escribir sin encontrar, requieren de un guiño, palmada amable en la espalda.

Del concurso eran jurados, Helena Araújo de Albrecht, Policarpo Varón, Juan Gustavo Cobo Borda.

A la sorpresa alegre de recibir el premio se sumó conocer a Helena. En el alboroto usual de esas ceremonias, la escuché. Eran noches de 17º de aquella Bogotá en que la gente permanecía en las calles hasta el amanecer, cantando, enamorando primero a las compañeras de estudio, y después a las meseras del amanecer tiernas y ricas en sopas de papa y cilantro, y sin preocupaciones por la copa de más. Ella fue la encargada de entregarme el cheque del premio. Tenía algo particular Helena. La facha entera de una cachaca de alcurnia. Su vestido de paño de dos piezas le llegaba en discreta floración hasta los tobillos. No tenía el gusto de malabarista de tacones de punzón, le sobrarían a su porte. Lucía zapatos negros de tacón de abadesa. Y un detalle escondido: la ropa no guardaba ni deformaba algo que pertenecía a un cuerpo y una gestualidad que acaso no cabía en las sedas interiores ni en el paño.

Ella me recordó algunas salidas a cielo nocturno con Juan Gustavo Cobo por las pendientes suaves de los altos de Chapinero. Para ella constituían travesuras memorables. Helena era una dama con matrimonio vigente e hijos, profesora universitaria, crítica y ensayista, que no se disfrazaba para salir de noche, y debía estar escribiendo las novelas, Fiesta en Teusaquillo, y La M de las moscas.

De repente desapareció.

La vi otra vez en Colonia. Habló tendida en la mesa de conferencias por las torturas de la espalda adolorida. No soportaba viajes largos en avión.

Una noche alegre de principios de otoño, en Berna, recibí de manos de Fredy Téllez su amable esquela y el libro de cuentos, espléndido, que publicó Sílaba.

Querida Helena, la muerte expone el impudor de la querencia.


Imagen: Helena Araújo de Albrecht

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