No hay pagodas en Pinaya


PABLO CINGOLANI -.

Hugo es mi amigo de Pinaya. La errancia te lleva a conocer muchos lugares, pero hay algunos que los llevas con vos para siempre. Pinaya es uno de ellos. Pinaya es el sitio habitado más cercano a las cumbres del cerro que más se está de todos los cerros: el Illimani. 

No hay yetis ni leopardos de las nieves en Pinaya. No hay grutas donde moren anacoretas, ni templos llenos de pelados budistas. En Pinaya, casi no hay nada —son diez casas de adobe y techo de calamina, una canchita de fútbol, un mástil bien triste— pero sucede que en ámbitos como este puedes advertir precisamente eso: que en lo despojado, anida el todo y cada cosa ocurre, si sabes ver, si te abres. 

Además, tener un amigo en tales rumbos, ya es casi como el hallazgo del tesoro. Porque no habrá nada —nada teatral, nada canónico “culturosamente” hablando, no hay pagodas— en Pinaya, pero lo que sobra es el milagro de ver allí tan cerca al Illimani, tenerlo tan presente, poder acariciarlo con los ojos y oír su respiración. Eso, para mí, vale el camino, vale la vida, vale la gloria. Eso, a veces, hablamos con Hugo, cuando me aparezco por su casa. Por lo general, lo encuentro. Si no está él, no importa. Porque el Illimani siempre está.

Cuando voy hasta la comarca del Señor Que Resplandece, llevo comida para Hugo y su familia. Cargo un frasco de Nescafé, pan, galletas, frutas, chocolate y caramelos para los chicos, latas de sardinas y de carne, esas cosas. Me encanta llegar y que Hugo encienda su caldera y tomemos juntos algo caliente, mientras hablamos o mientras estamos en silencio, que es otra manera de decirse tanto. Cuando hablamos, casi siempre hablamos de él, de la montaña. 

Hugo sabe mucho del Illimani, tal vez sepa más que nadie, pero eso tampoco importa. El sabe lo que tiene que saber un morador de las verdaderas alturas, un hombre que convive a diario con el coloso, un montañés de cepa, aunque no haya perros San Bernardo con tonelitos de ron saltando a su alrededor ni su nieta se llame Heidi. Me fascina cuando me cuenta de “los ruidos” de la montaña. Siempre le pido que me vuelva a contar de ellos. Son las voces de las grietas que se mueven, los sonidos de los ventisqueros que se desgarran, la música de las piedras: los ruidos del Illimani, esa tremenda catedral de la naturaleza que se alza imponente desde la ventana de su cuarto o desde su patio, donde conversamos.

—Hay duendes, hay muchos duendes— me alerta mientras fumamos un Derby, y el viento que baja de las cumbres es ferozmente helado— y hay almas, muchas almas, por todas partes… ¿serán los achachis, no ve? Los antiguos creían en eso, ahora, ¿cómo será?

Y yo lo miro y pienso que Hugo –gracias a Dios y a los achachilas- no me vende nada, sólo me cuenta lo que siente desde su honestidad lacerada por tantos siglos de desprecio a todo eso que alguna vez era lo único auténtico, y era lo real.

Uno acude a estos lugares como Pinaya desde la ciudad, desde la cultura dominante, desde lo que lacera y desgarra, desde lo que acosa y destruye, desde lo que busca acabar, en suma, con lo que Pinaya es y representa: un extraño fin del mundo, una raya, un límite que invisiblemente separa el mundo de los hombres del mundo de los dioses. Porque allá arriba, ¿quién puede dudarlo? los dioses siguen latiendo, los dioses siguen estando.

—Será como fue siempre, hermano…— le digo por lo bajo, como si quisiese arrullarlo y librarlo no sé de qué fantasmas, los de la historia acaso.

Luego, nos quedamos viendo la montaña, como si recién hubiera nacido, como si recién hubiéramos nacido, y siento la levedad de todo lo que decimos desde arriba y hacia afuera: que el cambio climático, que no habrá glaciares tropicales en un cuarto de siglo, que los protocolos de Kioto o donde fuere que se decida o se desdigan papeles, convenios, leyes.

En Pinaya, lo único que tiene valor, lo único que tiene sentido, lo único que importa es la presencia de la montaña, es su estar monarca de su mundo (¿acaso es el nuestro? ¿Acaso es el tuyo?), en su omnipotencia que te domina y ninguna otra cuestión puede desviarte: no hay refugios donde sirvan vino caliente con canela, no hay kiosquitos donde te enchufen suvenires.

En Pinaya, vos te das cuenta lo que somos: un continente que busca el arraigo, el desde abajo y el hacia adentro, de la manera más simple pero a la vez la más profunda de todas: con el pueblo, con su saber y con su sentimiento. No hay otro camino posible, no puede haberlo.

Símbolo de fuerza, de victoria y de esperanza, el Illimani es una potencia expresiva, inspiradora en grado sumo. Los pueblos de las montañas tienen esa marca, y puede que se derrita toda la nieve, puede que no quede un gramo de ventisquero, puede que se esfume toda el agua del glacial, pero la piedra quedará, y los abismos y las grietas, y los cóndores y algún puma y los que verdaderamente sientan amor por las altas moradas, seguirán allí.

—¿Ya hay peleas por el agua?

—Sí—me asegura Hugo, y me relata la versión local, la versión dura, de la parafernalia global contra el irreversible y sin fasto calentamiento del clima. Las comunidades de abajo se pelean con las comunidades de arriba, las que atajan el líquido.

—¿Vos te irías de aquí si se acabase el agua?

—No me voy a ir nunca, Pablo. Ya encontré mi vertiente, agua pura de la roca, no agua del hielo. Ya tengo para mi papa y para mi haba…

Por eso, cada vez que puedo, me voy hasta Pinaya. Porque el Illimani siempre está. Y Hugo, yo sé, siempre estará también. El pueblo sabe. El pueblo existe. El pueblo, como las montañas, es eterno. Con nieve o sin nieve, el pueblo vive, el pueblo sigue, el pueblo no se rinde jamás.

Pablo Cingolani
Río Abajo

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