La extraña belleza de la devastación


PABLO CINGOLANI -.
Pilatos le dijo: -¿Y qué es la verdad?
Juan 18: 38.

Hay libros extraños. Son extraños porque, como dice el diccionario, “es muy distinto de lo habitual, natural o normal y tiene algo de extraordinario o inexplicable que excita la curiosidad, sorpresa o admiración”. El libro de Raúl Rossetti, El misterioso amor de la brújula, cumple con méritos y abundancia todos estos requisitos y lo logra de una forma extrema.

El libro es tan salvaje que no es apto para bien pensantes, para moralistas y beatos de salón o de tribuna, para los hipócritas de siempre y de lejos que pueblan las tierras de Dios o de Alá o cómo quieran llamarlo.

El libro es tan abrupto como las montañas que me rodean y por eso mismo y por momentos uno teme desbarrancarse y caer en el vacío con el mismo vértigo que transitan las palabras de la obra, por la misma extrañeza que exudan, y porque están ahí, impresas en el libro, y como el mismo autor anota: son un espejo, un espejo feroz, pero espejo al fin.

Un espejo donde la sociedad no quiere mirarse, donde la mayoría prefiere escaparse, donde los progres dudan, porque a la duda hay que aguantársela (o rendirse o combatirla) porque la duda –la duda o la contradicción que propone el autor- se puede llamar también desgarro, un desgarro definitivo y colosal, un desgarro sobre el cual Rossetti cabalga desnudo, sin ataduras de ningún tipo, como si el mundo fuera, simplemente, eso.

El mismo mundo: absoluto, inquietante desgarro sobre el cual también navegaron tipos como Artaud, como Rimbaud (Rossetti lo ama sin medida ni clemencia), o como Jean Genet, Burroughs, Ginsberg. El mismo aullido. El mismo dolor. El mismo poner el cuero. El mismo querer morirse, sólo para vivir, intentar vivir, con más plenitud, más intensa y gloriosamente.

* * *

La historia que cuenta el libro de Rossetti es su propia historia, la historia de un hombre vicioso y decadente, como el mismo se define a cada rato, la historia de un maricón drogadicto, un homosexual adicto a las drogas, un hombre que se prostituye o mendiga o roba para comer o para drogarse o para dormir o para viajar por el mundo.

El libro de Rossetti cuenta esa historia: son memorias de su vida o bitácoras de sus viajes y es igual porque el hombre verdadero también es un vagabundo, un ser errante, un nómade impenitente, sin remedio, imposible de atar y/o de clasificar que no para, que no cesa, que no se detiene nunca, no se arraiga sino en la desolación del destino, no se fija otra meta que la devastación, la devastación como programa y anhelo, insurgencia y tumba, no quiere otra cosa que no quedarse quieto nunca y vivir, vivir en el camino, vivir en el exceso, vivir en ese templo que como sentenciaba Blake, es el más duro pero a la vez es el más sensible y el más sabio.

Y el libro, al recorrerlo, al internarte en sus laberintos de dolor, de humillación, de esa tristeza tan honda que sí, parece no tener fin, el libro, lo escrito, no se rinde, no se entrega, no decae nunca y así sucede, va sucediendo cuando lo lees, una especie de intrépida redención y el libro te va alumbrando, te va convenciendo, te va enterneciendo. El libro comienza a tener vida propia. Eso, hay que decirlo: eso, pocos libros lo logran.

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El libro ilumina la desolación, la desolación del desgarro más genuino, pero que se cura y curan los amigos, los amigos de la travesía, ese amparo inusual pero amparo cierto. De eso trata, entre tantas vicisitudes, este libro. De la amistad como patria.

El libro ilumina la devastación, la ilumina con la sinceridad de una sensibilidad, la sensibilidad de Rossetti, y es esa sinceridad la que lo colma de belleza, la vuelve bella a la devastación, por momentos exquisita, encantadora, sublime. De esto también, trata este libro. De las heridas como poesía.

En estas tareas tan vitales, encuentro una correspondencia entre Rossetti y otro maldito, otro ángel caído, y otro libro extraño, extraordinario: Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence, más conocido (si es que alguien se acuerda de él) como “Lawrence de Arabia”. Dos parias, dos libros: un solo clamor.

Encuentro también ecos de Rossetti en un álbum de Lou Reed, ese que parió del hastío y de no querer ser más la estrellita pop de un mundo infame, ese que escribió y cantó sólo para sí y para una ciudad, para su ciudad, para Nueva York.

Hay algo de Lawrence y algo de Lou Reed –algo de Marguerite Duras- en la narrativa rossetiana: ese querer zambullirse porque sí y de la manera más desesperada en el otro para buscarse así mismo, para bancarse uno mismo, sólo para saber que la odisea termina siempre en la ciudad del parto primero, en la ciudad negada, en la ciudad que nos negó por ser madre hostil, madre angustiada, barbitúrica, suicida.

De Buenos Aires a Buenos Aires, ese es el viaje de Rossetti –que rebota décadas de sexo, drogas y su propio rock and roll entre Ámsterdam y Marruecos, entre Barcelona y Nepal y Brasil, Perú o Bolivia- pero que en su dolor, en su caída existencial (Rossetti sufre, se transfigura y sigue sufriendo), en su calvario personal, nos abre y nos conduce a esos mundos insospechados que sólo la creación, que sólo el arte (Rossetti era un artista, sin dudas), que sólo el sufrimiento y el arte pueden brindarnos. Habría que agradecerle al artista una cosa: la bondad, suprema, de haberlo escrito. También a los editores por haberlo publicado.

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1 Comentarios

  1. Sólo nos queda leerlo. Poderoso escrito, querido Pablo. Un fuerte abrazo.

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