Instantes a veces

Roberto Burgos Cantor

En el despelote fenomenal que ensordece al mundo una especie de conformidad, impuesta por la impotencia, parece acoquinar al mundo y sus seres. Casi paralizados, apenas si podemos mover la sensibilidad, el espíritu, los pensamientos, para entender, rechazar, explicar. Los actos de destrucción y delirio están por fuera de lo que creímos alguna vez que podía ser regulado por las leyes, la justicia, encauzado por la educación. Contemplamos entre la incredulidad y la indiferencia, surgidas de la absurda crueldad que rebasa el dolor, el desmoronamiento de lo que consideramos humano.
Aquella conquista de la civilización que consistió en trasladar la venganza de la orbita personal a un aparato acordado de castigos, reparaciones y rehabilitación, cada vez semeja más un escenario de actores cansados, de gestos y parlamentos nada convincentes y unos espectadores incrédulos, adormilados, insatisfechos. La obra, o el drama, o la comedia, de escenas decrépitas, acumula allí los montones de palabras, gestos, que al amanecer siguiente serán barridas.
Así, los seres invadidos por un horror que agotó nuestros gestos, empezamos o a lo mejor estamos ya vacíos. Expropiada la ternura, burlado el amor, despreciados los esfuerzos por merecer un lugar en la tierra, inmóviles esperamos el turno para el pudridero.
Es probable que nunca intuimos un vacío de vida de la magnitud del que nos excava.
Entonces, como anuncio de redención, compasiva gota de reservas, aparecen los guiños de aquellas lecturas a las cuales visitamos, sin aviso, con la sabida confianza de que no han abandonado la posibilidad de otro encuentro.
Me ocurrió ayer cuando insistía en una larga visita a Marcel Proust. Quedé en silencio después de páginas y páginas de una larga conversación. De esos diálogos donde uno pone la escucha atenta y a veces una tímida meditación sobre algunas líneas que salen con fuerza del papel.
Dice el narrador: De repente recordé a la joven rubia de expresión triste a la que había visto en Riverbelle y que me había mirado un instante. (…) pero aquella era lo único que ahora se elevaba desde el fondo de mi recuerdo.
Entre tantas desgracias que agobian la vida por estos tiempos, me pregunté si acaso esos breves, instantáneos destellos que surgen de uno por la secreta presencia de otro, no serán bienvenidas ocasiones para preservar lo que nos queda.
Son presencias libres porque uno no las invoca, ni las busca. Apenas surgen para dejar la posibilidad de un misterio. Solo estarán allí, en los caprichos del recuerdo involuntario o algunas veces removido por una circunstancia fortuita. Libres.
Una vez pasé frente a un grupo que sentado en la acera oía explicar el grafiti del muro de enfrente. Desde la ventanilla del taxi sentí el imán de unos ojos castaños. Ojos de una mujer de cabellos melaza clara. Mirado y mirada. Nada más.

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