Coraje

Pablo Cingolani

Si a la mula se le da rienda, la mula llega. Ella sigue siempre su camino, jamás se pierde. No se desatina nunca: ella va nomás. Conoce mejor que nosotros: es la única que no pierde la huella y resiste el viento blanco. La tropa puede morir, pero ella se aguanta la helada. El que arrea debe siempre saber eso: por más malo que se ponga todo, a ella se le da rienda y llega. La cosa es no dudar, no perder la calma. A ella le sobra eso: la calma, digo. Si no hubiera sido por la mula que yo más quiero –no diré su nombre porque esas son cosas mías- yo no hubiera vuelto nunca más hasta aquí, hasta mi pago, hasta Antofagasta de la Sierra, ¿sabe?

Esto queda lejos de todo pero si yo no voy a los valles a llevar la lana, a llevar los pullos que teje la Jacinta, a llevarles chalona y alumbre a los abajeños, nuestra vida bien triste sería. Por eso, yo voy a llevar charque, a llevar cuero, a llevar unas hierbas que solo crecen en estos lados y que curan, saben curar. A veces, llevo sal de Antofalla. La mula siempre me trae. Hay tormenta, ella sigue, rumbea y sigue. Hay un viento de la san putas, ella sigue. Hay zorro o puma merodeando, a ella no le importa, no les tiene miedo. Una vez he visto, le juro por San Isidro: una mula chúcara de cascos negros, negrísimos, se dejó –yo creía- encimar por un puma, uno grande. Cuando lo tuvo detrás, la mula se arrojó de espaldas a la arena y le partió los huesos al gato. Aullaba el pobre que daba lástima. Lo terminé desgraciando para que no sufra.

Una vez volvía de Belén con harta mercadería –vendí muchos tejidos y sogas y algo de oro que había rescatado en el río Colorado. Estaba contento: ese invierno no padeceríamos con la Jacinta y las criaturas. Estaba tan contento que había descorchado una damajuana de vino. Y de vino bueno: era de Cafayate. Me empecé a machar, le digo la verdad: no me daba cuenta. Pero la empinaba y la empinaba a la damajuana y yo feliz, chupaba y copleaba y no me daba cuenta. La verdad fue que me dormí. ¡Sí! Como le cuento, tal cual: me dormí encima de la mula. Al otro día, ¿ve aquella vega? Por ahí, por ese lado del cerro, me trajo hasta aquí, hasta la casa. Gracias a San Ponciano, ese día no heló, más bien soleado desperté, si no, vaya a saber si la contaba…

Sabias son las mulas. Ellas siempre saben dónde poner las patas. No como uno que a veces la embarra o no sabe qué o porqué. Sin mi mula, yo no voy a ninguna parte. Tengo a una enterrada detrás de la casa. Ya le dije: esa fue la que me salvó del viento blanco del Arizaro. Se murió mansa y vieja. Siempre le llevo toronjil y hierba buena a su tumba: eso le gustaba comer. Si no hubiera sido por ella, no la contaba y ahora Jacinta estaría penando sola con las criaturas. Por eso, hágame caso hombre, y dele rienda nomás. La mula siempre llega, la mula siempre va a llegar. Si algo le sobra a la mula, ¿sabe qué es? Coraje.

Pablo Cingolani


Río Abajo, 13 de febrero de 2018, martes de challa.

Imagen: Mulas. 1985. Óleo de Felix Cuadrado Lomas, en la exposición del Colegio Lourdes.105x120

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