Sin miedo a los estragos del sol, me sumé a la marcha cuando mis colegas pasaban por la esquina de la Plaza Cienfuegos con 4 Oriente. Me saludaron con gritos, silbidos y aplausos que se mezclaban con el bullicio de funcionarios de otros servicios, todos en pugna por superarse en decibeles, a ver quién reventaba primero los tímpanos de las autoridades.
Atrás dejé el resquemor de las horas de oficinas. La ocasión ameritaba sumar, no restar. Olvidarse de las zancadillas y las traiciones, recordar los abrazos, los gestos y las convivencias. Miguelito caminaba junto a Sarita, ambos unidos por la bandera de nuestra asociación y por haber sido despedidos hacía unas horas del servicio. “No los vamos a necesitar el próximo año, pero sabemos que les irá muy bien donde se vayan”, fue la explicación que recibieron ambos dela Directora , con tan sólo unos meses en el cargo, pero con el poder de no renovarles sus contratos. Se veían animados, inclusive más que el resto, dispuestos a enrostrarle al gobierno su falta a la palabra empeñada. “No habrá despidos injustificados de funcionarios públicos”, se escuchaban las palabras del Presidente, repetidas una y otra vez desde un parlante, rescatada de los tiempos en que era sólo un candidato que buscaba congraciarse con los votantes.
“Cuidadito con que los pille mirando las piernas de las chiquillas de los otros servicios”, nos advertía Sarita, con sus dientes de ratón, aún con ganas de bromear a pesar de la tragedia. “A mí no me diga nada –protesté-. Miguelito es el que me lleva por mal camino”. Mi amigo movía la cabeza, como en los viejos tiempos, cuando ambos recibíamos sueldo a fin de mes para pagar las cuentas y dejar unas monedas para el ponche de frutillas y las tablas de arrollado.
El sol pegaba fuerte desde lo alto. Divisé a las tías de los jardines infantiles públicos saltando con sus plumeros y delantales verdes, sin miedo a la insolación ni a las cámaras fotográficas de los delatores. A los funcionarios del Servicio de Impuestos Internos marchando con sus pantalones arrugados y sus carpetas. A las encargadas de las Oficinas de Reclamos con un cigarro en las manos y sus faldas plisadas que las volvían idénticas. Escuché a mi espalda los gritos belicosos del Servicio de Salud y desde lo alto los aplausos provenientes de terrazas de algunos edificios acompañadas de papel picado. Más allá el apoyo temeroso de los actuarios desde los pasillos de los Tribunales. “Vayan a trabajar, flojos de mierda”, nos conminó una voz dentro de un automóvil estacionado, rezongo acallado desde el edificio de Correos: “¡Cállate, huevón, amargado!”
Todos los servicios públicos fueron tomando ubicación debajo de las marquesinas para aprovechar los restos de sombra, en espera de los oradores. “Miguelito, mira, ese del megáfono es tu papá”, le dije. “Sí –contestó-. Con la llegada de los fachos al gobierno, dijo que no pensaba quedarse en la casa para que se robaran el país”. El viejo profesor comunista avivaba las gargantas con un megáfono con cánticos en contra del Presidente y su Ministro de Hacienda. Apenas nos divisó vino hacia nosotros, nos saludó con entusiasmo. “Acá estamos todos –repetía-. No falta nadie”. Miguelito puso su mano en el hombro y le habló al oído. “¡Pero cómo, mijo, si usted es muy bueno en lo que hace! –comentó el viejo profesor-. ¿Le van a pagar por todos los años que sea?”. Me di cuenta de qué se trataba. Miguelito se quedó en silencio y los ojos de su padre buscaron en mí una explicación. Recordé las veces en que me recibió en su casa, en que comí y bebí en su mesa, en que compartió conmigo sus historias de amanecida. “Nada, don Miguel, no le pagarán nada –le confieso-. Al finalizar el año, ellos tienen el sartén por el mango y pueden despedir a quien se les ocurra, sin pagar ni un peso”. El viejo profesor giró hacia su hijo, lo abrazó con fuerzas y le dijo: “Aquí está su papá para apoyarlo, mijo, usted no está solo, usted nunca va a estar solo, ¿me oyó?”. Miguelito guardó silencio y su padre se despidió de nosotros con el rostro perturbado, haciendo esfuerzos por no demostrarlo. Regresó caminando por donde vino con el megáfono apuntando hacia el suelo, cabizbajo, hasta cruzar a la otra orilla. Evité mirar a Miguelito para no quebrarme delante de él ni del resto de la gente. Sarita lloraba por nosotros sin preocuparse de la molestia de su marido.
Atrás dejé el resquemor de las horas de oficinas. La ocasión ameritaba sumar, no restar. Olvidarse de las zancadillas y las traiciones, recordar los abrazos, los gestos y las convivencias. Miguelito caminaba junto a Sarita, ambos unidos por la bandera de nuestra asociación y por haber sido despedidos hacía unas horas del servicio. “No los vamos a necesitar el próximo año, pero sabemos que les irá muy bien donde se vayan”, fue la explicación que recibieron ambos de
“Cuidadito con que los pille mirando las piernas de las chiquillas de los otros servicios”, nos advertía Sarita, con sus dientes de ratón, aún con ganas de bromear a pesar de la tragedia. “A mí no me diga nada –protesté-. Miguelito es el que me lleva por mal camino”. Mi amigo movía la cabeza, como en los viejos tiempos, cuando ambos recibíamos sueldo a fin de mes para pagar las cuentas y dejar unas monedas para el ponche de frutillas y las tablas de arrollado.
El sol pegaba fuerte desde lo alto. Divisé a las tías de los jardines infantiles públicos saltando con sus plumeros y delantales verdes, sin miedo a la insolación ni a las cámaras fotográficas de los delatores. A los funcionarios del Servicio de Impuestos Internos marchando con sus pantalones arrugados y sus carpetas. A las encargadas de las Oficinas de Reclamos con un cigarro en las manos y sus faldas plisadas que las volvían idénticas. Escuché a mi espalda los gritos belicosos del Servicio de Salud y desde lo alto los aplausos provenientes de terrazas de algunos edificios acompañadas de papel picado. Más allá el apoyo temeroso de los actuarios desde los pasillos de los Tribunales. “Vayan a trabajar, flojos de mierda”, nos conminó una voz dentro de un automóvil estacionado, rezongo acallado desde el edificio de Correos: “¡Cállate, huevón, amargado!”
Todos los servicios públicos fueron tomando ubicación debajo de las marquesinas para aprovechar los restos de sombra, en espera de los oradores. “Miguelito, mira, ese del megáfono es tu papá”, le dije. “Sí –contestó-. Con la llegada de los fachos al gobierno, dijo que no pensaba quedarse en la casa para que se robaran el país”. El viejo profesor comunista avivaba las gargantas con un megáfono con cánticos en contra del Presidente y su Ministro de Hacienda. Apenas nos divisó vino hacia nosotros, nos saludó con entusiasmo. “Acá estamos todos –repetía-. No falta nadie”. Miguelito puso su mano en el hombro y le habló al oído. “¡Pero cómo, mijo, si usted es muy bueno en lo que hace! –comentó el viejo profesor-. ¿Le van a pagar por todos los años que sea?”. Me di cuenta de qué se trataba. Miguelito se quedó en silencio y los ojos de su padre buscaron en mí una explicación. Recordé las veces en que me recibió en su casa, en que comí y bebí en su mesa, en que compartió conmigo sus historias de amanecida. “Nada, don Miguel, no le pagarán nada –le confieso-. Al finalizar el año, ellos tienen el sartén por el mango y pueden despedir a quien se les ocurra, sin pagar ni un peso”. El viejo profesor giró hacia su hijo, lo abrazó con fuerzas y le dijo: “Aquí está su papá para apoyarlo, mijo, usted no está solo, usted nunca va a estar solo, ¿me oyó?”. Miguelito guardó silencio y su padre se despidió de nosotros con el rostro perturbado, haciendo esfuerzos por no demostrarlo. Regresó caminando por donde vino con el megáfono apuntando hacia el suelo, cabizbajo, hasta cruzar a la otra orilla. Evité mirar a Miguelito para no quebrarme delante de él ni del resto de la gente. Sarita lloraba por nosotros sin preocuparse de la molestia de su marido.
5 Comentarios
Miguelito se suma a esa entrañable galería de personajes maulinos que con justicia y talento has inmortalizado en las letras, amigo Rodríguez.
ResponderEliminarMientras avanzamos degustando la perfección de la forma también se nos va triturando el corazón porque intuimos que es la historia de nuevas personas que van quedando a la deriva.
Un final que impulsa a agarrar la piedra revolucionaria. Las lágrimas de impotencia del papá comunista son bencina para nuestro ardoroso ánimo.
Muy bueno amigo. Como en toda zaga realista, debes contarnos próximamente lo que ha sucedido con estos personajes.
A mí me echaron hace rato de la pedagogía y de las dos municipalidades en las que he trabajado. Los alcaldes de la concertación son tan hijos de perra como los fachos. No pienso volver a hacer clases, al menos no para el Estado ni para los sostenedores. Hoy sobrevivo envasando zapatos y haciendo panes de pascua para vender en mi barrio. Soy parte de ese Chile de Miguelito y de la portera.
ResponderEliminarPienso tal como Jorge, que Miguelito es otro de tus personajes entrañables, Claudio.
Hacía mucha falta escritores como tú, que no escriban sólo pendejadas romanticonas y egocéntricas.
Me gustó mucho. Saludos.
Comparto tu decepción, María Paz. Es una paradoja de estos tiempos que mientras se habla tanto de la necesidad de mejorar la educación oficial, a los mejores pedagogos se nos hostilice y expulse del sistema. Como siempre sucede, son los mediocres y rastreros los que terminan escalando hasta tener poder de decisión, para desde ahí (y con la chequera personal asegurada) dejar las cosas tal como están.
ResponderEliminarMiguelito y Sarita escriben en estos momentos su propia historia. Tanto como a ustedes,María Paz y Muzam, me preocupa lo que les suceda. Un poco de justicia no les vendría nada de mal. Pero esa no se consigue con tarjetas de crédito.
ResponderEliminarMe he encariñado con todos tus personajes Claudio, los describes en tus relatos mejor de lo que podría hacelo una pintura o una fotografía, se les siente de una manera tan cercana y posible que a uno le parece que los conoce.
ResponderEliminarPersonalmente jamás me disgusto porque una manifestación me corte el paso, me siento solidaria con esas causas por más que no me involucren directamente. Los periodista tienen la costumbre de entrevistar a los enojados peatones y conductores ante estas situaciones a la espera del mejor de los reproches o el mejor de los insultos; si me preguntaran a mí les daría una cuota importante de valor por reclamar por sus derechos.
Con respecto a la explusión de los educadores que valen la pena, es algo que cada vez se ve más seguido en Argentina. Las reformas que se van implementando tienden al desampraro y demerecimiento de la profesión. Muchos se vuelven locos y dejan definitivamente, otros se aletargan y dan lo peor de sí, algunos se autoengañan y reparten caritas felices en los niveles inferiores o dieces en los avanzados.
Una pena, pero tengamos una mínima confianza que algo de justicia les tocará o el placer de haber hecho lo que sintieron, firmes hasta el final.