Carta a María Jesús


Por Concha Pelayo

Querida amiga:

En mi última carta me quedé con ganas de recordarte aquella tarde, cuando fui a visitarte a tu casa de Segovia.

Había ido de excursión con el colegio de mi hija, todavía pequeña. Creo que tendría unos ocho años. No te había vuelto a ver desde que acabamos nuestros estudios en aquella Escuela Superior del Secretariado de Madrid. Te había perdido la pista. Sabía que te habías casado con Titi. Así se llamaba tu marido. Me contabas que eran nueve hermanos, vosotros erais ocho. Los hermanos de tu marido tenían, todos ellos, nombres de perros: Titi, Chuchi, Peti, Siqui, Leri... y así hasta completar nueve motes, porque aquello no eran nombres sino bromas. Curiosamente, al perro lo llamaban Pepe.

Titi te había fascinado desde el primer momento. Los años que había pasado en Suecia lo habían convertido en un "pedandy" (mezcla de pedante y dandy), un poco insoportable, pero a ti te gustaban aquellos chicos con aires de grandeza y de mirar a los demás por encima del hombro. Pagaste las consecuencias muy pronto. Y sufriste, claro.


Iba yo con mi hija de la mano hacia tu casa. Me detuve ante la puerta y toqué el timbre. Se abrió la puerta y tu figura quedó enmarcada en ella. Casi me da un síncope. No habías cambiado nada. Eras la misma Maria Jesús de hacía...¿cuantos años? Diociocho tal vez.

Pero de pronto me di cuenta de que no eras tú, sino tu hija. Era un calco de ti misma. Reaccioné inmediatamente. Apareciste tú detrás de ella y, sorpresa, eras prácticamente la misma. Habían pasado unos años pero te casaste muy joven. Estabas en plena juventud, como yo misma. Nos abrazamos y nos piropeamos. Las dos estábamos fenomenal.

Salimos a la calle y comenzamos a hablar sin parar. Después de tu separación habías vuelto a Segovia. Vivías en la misma casa de tus padres. Ellos había muerto ya, muy jóvenes. El cáncer había esquilmado sus vidas apenas con cuarenta y pocos años. Reíamos sin parar. Yo adivinaba en tus preciosos ojos un poso de amargura, un sufrimiento prematuro que había empañado bruscamente el fulgurante brillo de tu mirada. La vida, tu vida vivida muy aprisa había hecho mella en tu semblante de niña arrogante, displicente y altiva.

Llegamos al Acueducto, ese imponente monumento romano único en el mundo. Allí mismo, teniendo yo, unos trece años, cuando era estudiante de bachillerato, habíamos ido todo el curso a conocer Segovia, el Escorial y La Granja. Me habían dado un cigarrillo (o lo habría comprado) y lo encendí debajo de las milenarias piedras. La profesora de Historia, doña Adela, que me vio, se acercó y me propinó tal bofetón que, al recordarlo, todavía siento el calor en mi mejilla. Precisamente, tampoco he podido olvidar otro bofetón que me dio una odiosa maestra en la escuela de mi pueblo porque llevaba manchado mi vestido de tinta. Aquél fue un castigo con odio, con rencor, porque a mi padre no le gustaba aquella maestra y un día escribió en mi pizarra que yo debía mostrarle para que lo leyera, algo que no le gustó. Desde entonces, ni a mi hermana ni a mí volvió a mirarnos, ni a preguntarnos, ni a indicarnos nada. Aquellos días en la escuela los recuerdo como algo muy triste e injusto. Ni mi hermana ni yo teníamos culpa de nada, si acaso, mi padre que se atrevió a recriminar a la maestra. Aquella maestra era odiosa, discriminaba a los niños con descaro, impúdicamente. A las hijas de los que ella consideraba de mayor categoría les daba caramelos y las sentaba en sus rodillas, a la pobre hija del jardinero le propinaba golpes con la regla en los dedos o en la espalda. Aquella maestra me enseñó el sentimiento del odio. Pude vengarme de ella muchos años después, en uno de mis artículos periodísticos cuando quise glosar la figura de un fantástico maestro que habíamos tenido al que todos los niños queríamos y aproveché para vejarla y dejarla en mal lugar. Cuando nos cruzábamos por las calle pasaba a mi lado sin atreverse a mirarme a la cara.

El tortazo de doña Adela no me dejó secuela alguna pues comprendí que me lo merecía. Si es feo fumar, lo es mucho más hacerlo a tan temprana edad. En fin.

Caminábamos por las calles de Segovia, mi querida amiga, mientras recordábamos nuestras aventuras de estudiantes y a aquellas compañeras tan pijas y tontas -nos parecían- como la mujer de Luís Eduardo Aute, Maritchu Rosado. Ya ves, todavía siguen casados lo que nos viene a demostrar que ni era tan tonta ni tan superficial, ni tan promiscua como nos parecía. También recordamos aquellas dos hermanas, las dos que figuran en el centro de la fotografía que ilustra el post ante el Museo del Prado, que por cierto, sólo visitamos, el último día del curso del último año que permanecimos de estudiantes en Madrid. Qué inconscientes éramos y que poquito nos interesaba el arte entonces. Aquellas dos hermanas, madrileñas, eran muy divertidas y osadas. Se colaban en las bodas de postìn sin ser invitadas. A veces nos decían: "Mañana poneos vuestros mejores vestidos que vamos a comer a tal o cual boda". Y nosotras nos periponíamos y al salir de la escuela nos íbamos al lugar donde se celebraba el banquete y comíamos lo que queríamos sin que nadie nos dijera nada. A nosotras, chicas provincianas, nos parecía todo aquello de lo màs divertido e inaudito.

Recuerdo que hablábamos mucho de sexo. Por supuesto, yo era vírgen, supervírgen. Entonces las chicas, no todas, teníamos un gran respeto hacia nosotras mismas. Aunque el noviazgo durara años, al matrimonio se iba vírgen. Faltaría más. Qué estúpidas y cretinas. Un día conseguiste enfadarme muchísimo pues nos habían lavado tanto el cerebro con todo aquello que me dijiste que tu madre jamás había hecho nada con tu padre, que vosotros, todos los ocho hermanos, habíais venido al mundo por obra y gracia del Espíritu Santo. Te hubiera matado pues querías burlarte de mí, querías demostrarme que tu familia era tan casta que nunca hubiera hecho nada para perder su castidad. Mientras conversábamos salió a relucir aquello y te reías a carcajadas y reconocías tu estupidez y la broma tan pesada y de tan poco gusto.

Ahora mismo, no sé nada de ti, he vuelto a perderte la pista. Ni tú me has llamado nunca màs y yo tampoco te he llamado a ti.

Una vez nos despedimos, mi hija, que había permanecido en silencio mientras escuchaba atenta, me preguntó que si te quería mucho. Mucho tiempo después me seguía preguntando por ti. Yo le decía que fuiste una amiga excelente, de una gran madurez, un poco perversa, pero una excelente amiga. Y te quería mucho.

Hasta siempre amiga.

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7 Comentarios

  1. Anónimo21/2/11

    Qué bellas historias con tan distintos rumbos. Las profesoras y profesores de hasta hace muy poco tiempo, digamos la mayoría de ellos, solían ensañarse por cualquier razón con los chicos más desprotegidos. Al parecer eso ocurría en todos lados. Locos y psicópatas hay en todos los oficios. Lamento lo de tus bofetones, pero me alegro de que hayas podido poner las cosas en su lugar a través de las letras.

    Felicitaciones y gracias por compartir estas historias con nosotros, Concha.

    Mónica Villagrán

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  2. Excelente relato Concha. Es bastante difícil dominar el estilo epistolar de manera que mantengas la atención del lector. He de decir que tú lo consigues sin duda.
    Un abrazo.

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  3. Qué bonita carta, me hizo extrañar mucho a mi amiga que hace rato que no veo por estar casada y las obligaciones de tener un hijo pequeño.
    Precioso. Besos.

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  4. Esos reencuentros con amigas después de mucho tiempo suelen ser inolvidables por partida doble, por un lado marcan un momento único que emociona y por el otro vuelven a nosotros aquellos años plagados de aventuras e inocencia.
    A mi también me hizo recordar a mi amiga, una gran amiga que tal vez no vuelva a ver, con ella cada encuentro traia devuelta los mejores momentos de mi infancia.

    Una hermosa carta. Gracias. Un gran abrazo!!

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  5. Tanta vida ha pasado ante nuestros ojos, que a veces sólo basta mirarse de frente para entenderse.

    Profundo y necesario escrito, mi querida Concha. Tu carta nos envuelve de emociones y nos abre muchas ventanas dolorosas y alegres hacia nuestros propios pretéritos.

    Un fuerte abrazo.

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  6. Me pareció divertido el remarque entre vírgen y supervírgen. ¿Existe alguna diferencia entre ambos conceptos?

    Ese resabio machista de desear sólo a una vírgen para matrimoniarse sigue persistiendo con fuerza en nuestros días. Lo bueno es que casi ninguna probable matrimoniada está dispuesta a dar en el gusto a sus futuros maridos.

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  7. Anónimo22/2/11

    Muchas gracias a todos por vuestros comentarios. Se agradecen de verdad. El género epistolar tuvo su vigencia y cuando yo era joven se escribían muchas cartas. A mí me gustaba mucho hacerlo y escribía cartas con frecuencia, a mis padres cuando estaba fuera, a mis primas, hermanas, amigas, tíos, etc...era muy bonito. Todavía conservo algunas cartas que me escribía un veterinario ciego al que conocí a través del periódico. Me leía y admiraba y un día nos conocimos. Era muy mayor y nuestra relación era solamente de respeto y admiración. Era un cientìfico, un investigador que había descubierto muchas cosas como la procedencia del orígen de la enfermedad de las vacas locas, un problema que fue candente en España. Este señor escribió un día a Felipe González, siendo presidente de Gobierno para proponerme como candidata a las elecciones. Figuraos que corte el mío. Nunca hubiera aceptado algo así, menos mal que el presidente nunca le contestó. Él consideraba que yo era una persona con ideas muy claras y patatin y patatán. Conservo esas cartas y son un tesoro para mí porque entre los dos hubo una grandísima amistad. Murió hace muchos años pues yo entonces estaba en los treinta y él en los noventa.

    Sobre lo que preguntas, Jorge, vírgen y supervírgen, es muy fácil. Se puede ser virgen porque no se ha tenido oportunidad de dejar de serlo, y supervírgen porque, aún habiendo tenido todas las oportunidades habidas y por haber, habiéndose sentido muy deseada, una se mantiene en sus trece, una aguanta porque hay que aguantar. (Porque había que aguantar) O sea, que era muy difícil luchar con tanto requiebro, pretendiente, con tantos chicos que te deseaban y decir siempre que no. Creo que esa sería la explicación.
    Un beso a todos.

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