GABRIEL PRACH -.
Fue un presagio. Esa manera rápida de pararse de la cama y caminar desnuda hacia la ducha instantes después de haber terminado de amarnos. Fue el primer indicio. No volteó la cabeza para ofrecerme un beso como otras veces y no me dejó la puerta del baño abierta para ducharnos juntos.
Debí saberlo.
Será que los hombres, envueltos en la parafernalia trabajólica diaria y sus insospechadas consecuencias, carecemos de la suspicacia suficiente para reconocer ciertos signos. Las señales de una tormenta formándose en el fondo de unas pupilas, de una pregunta que se queda en el aire esperando una respuesta que no llega, del suave y casi imperceptible rictus de su ceño que denota cierto pesar que hasta hace poco no estaba allí.
Debí saberlo.
Esos cafés demasiado largos antes de acostarse, con la mano sobre la frente y el pensamiento en otra parte cuando la pregunta de cómo estuvo el día se quedaba flotando en el aire. Y sobretodo su mirada. Su mirada que me decía todo y que ahora no me dice nada, distante, fría y opaca. Ésa que ya no es la que me seguía desde la puerta cuando me iba. La que me hablaba con cada uno de sus brillos que me deslumbraban. Ahora hay uno nuevo, desconocido y que sólo se enciende cuando corre el visillo del vidrio y mira por la ventana.
Debí saber.
¿Acaso no sabía todo acerca de ella?
¿No conocía acaso hasta el más leve cambio de ritmo de su pecho?
Sabía de sus triunfos y desastres. También de sus rencores no del todo reconocidos. De su disgusto por los compromisos obligados y lo apesadumbrada que se ponía cuando tenía que terminar algo que la molestaba. Sabía de de un sinfín de detalles que creo la conocía más que a mi mismo. Al menos eso es lo que creía. Hasta ésta mañana.
La veo llegar montada en sus zapatos de taco alto que moldean perfectamente sus piernas y la elevan tres centímetros por encima de mí. Deja en el suelo las bolsas de las compras y me da un beso en la mejilla mientras me pregunta cómo estuvo el trabajo. Luego se toma el pelo y lo aprisiona con una traba porque caía desordenado sobre su rostro, como si recién hubiera despertado y sé que la acalora y la ahoga. Miro entonces, que la línea habitualmente vertical de sus medias de nylon negras, está torcida y que las puntas de sus zapatos rojos lucen algo sucias y ligeramente húmedas.
Al no obtener respuesta inmediata, se da media vuelta y se dirige hacia la cocina. Mientras lo hace noto que el cierre de su falda ajustada no está cerrado por completo y mantiene atrapado entre sus dientes un trozo de la blusa que le regalé la última navidad. Inicio un ademán con mi mano izquierda e intento pronunciar alguna clase de advertencia. No obstante ella ya ha llegado a la cocina y cerrado la puerta por dentro. Ha encendido la radio que está sobre el mueble adosado a la pared. En el interior de él se guardan ordenadamente platos y vasos, acompañados de un sin número de envases de colores. Todos ellos empleados en las peripecias gastronómicas que me tenía acostumbrado. Porque ya no las hace. También está el pequeño espejo pegado a una de sus puertas en donde retoca antes de salir, las suaves líneas de su lápiz labial, totalmente inexistente en este momento. Abajo, a la izquierda, entre paquetes de fideos y bolsas de azúcar, se encuentra el cuaderno de recetas, manchado de gotas de aceite y restos de harina. El mismo que estuvo perdido desde hace un tiempo. Lo encontré mientras cambiaba el cilindro del gas de la cocina. Hoy día que estuve solo en casa. Estaba algo arrugado y sucio; Pero a salvo entre sus páginas, doblada en cuatro partes iguales, se encuentra aquella pequeña carta-nota en una pequeña esquela amarilla que resbaló de entre sus hojas para caer justo al centro de mis pies. Estaba dirigida con cariño hacia ella y contenía una serie de descripciones de una tarde salvaje y apasionada firmada al pie de la página por un hombre que le juraba amor eterno y que no era yo.
7 Comentarios
Los hombres no carecen de tal suspicacia. Existen signos y advertencias que en realidad no nos gusta ver, ni a hombres ni a mujeres; por muy claras que sean. Siento como mio este claro relato de la cotidianeidad desgastada en las hojas de un libro de recetas manchado con aceite y harina.
ResponderEliminarPor que ya me ha tocado estar del otro lado de la puerta cerrada de la cocina.
Llega un momento en el que no es posible evadir por mas tiempo la realidad.
Y aquellos signos, aquellas monotonias quebradas son como una alarma de incendio.
Abres los ojos y las llamas te rodean.
¿Que haras entonces?
¿Quebrar la ventana con el codo, o dejar que el fuego te consuma?
Muy bueno, gracias.
No me ha tocado padecer a ningún novio, soy una chica sin suerte... pero sí he tenido que socorrer a hombres cercanos a mí perdidos dentro de sus relaciones y a punto de caerse al precicipio por ir tan distraidamente. Para mí no se dan cuenta, o al menos fue mi experiencia directa con parte de la familia y algún que otro amigo.
ResponderEliminarDe lejitos se ve que algo medianamente armónico se desgasta hasta empezar a quebarse, tal como nos narrás acá, hasta que finalmente no queda nada. Seré ingenua pero creo que les pasa.. pasa por encima. Me da penita cuando veo eso y si puedo le chisto para tirarle línea.
Me encantó. Saludos Gabriel!
Los hombres son muy despistados. A veces es pura excusa pero otras no tanto, no sienten ni ven como nosotras. Son una desgracia pero cuando le ponen ganas nos hacen felices.
ResponderEliminarMuy buen relato.
Admirado amigo, ¡qué relato tan complejo y completo, tan lleno de giros y matices, tan previsible y a pesar de intuirse el final, qué doloroso resulta sin embargo!
ResponderEliminarNo es que no veamos, que seamos despistados o que estemos ciegos a conciencia -que también es la suma de todo ello- sino que somos tan poco complicados que mientras nosotros seamos felices, ni se nos ocurre pensar si la otra persona está también satisfecha.
¡Así nos luce, amigo Gabriel!
Siempre creí que esos matices, tantos matices, sólo eran captados por la estereoscópica mirada femenina. Ahora descubro que también hay hombres que saben leer entre líneas, que saben descubrir "los hechos" por las punteras de unos zapatos húmedas, por la falta de carmín en los labios, por una falda no abrochada del todo, por una mirada ausente, etc....en fin, amigo Gabriel.
ResponderEliminarMucho cuidado contigo.
Un abrazo.
Sin duda Concha se piensa que los hombres somos muy despistados en ese sentido, como el comentario de Aleja por ejemplo. Creo que las acciones masculinas van a la baja hace tiempo. Culpa de nosotros mismos.
ResponderEliminarAlgo habrá que hacer, al menos yo estoy abriendo bien los ojos.
Saludos y gracias por sus comentarios.
El problema amigo Gabriel, ya se ha tratado más veces, es que el hombre, una vez conquista a la mujer y ésta cae rendida a sus pies, el hombre comienza a poner los ojos en otra pues la suya ya no le atrae tanto. Entonces, ella, despechada, desatendida, muchas veces ignorada, pues puede dar con otro hombre que la requiebre, conquiste, ame, en fin, que la haga sentirse, otra vez, hembra deseable y objeto de atención. Es así de simple.
ResponderEliminarNo obstante, es muy sugerente que el hombre capte todas esas cosas que describes. Y, a mí, me ha llamado la atención.
Un abrazo amigo.