Por Pablo Cingolani
Tizón ha muerto.
La puna, esa puna
que el reinventó con sus palabras, esa puna qué será siempre inmortal en sus
obras, esa puna lo está llorando.
Fue una voz de la
tierra, Tizón.
Fuego
en Casabindo y El cantar del bandido y el profeta, de
manera especial, pero también Sota de
bastos, caballo de espadas, son la médula de esa expresión nacida de su
querer y su fervor por su tierra, por Jujuy, por los Andes, que es lo mismo que
decir por media Sudamérica. Tal vez, habría que decir que acaba de partir el
más sudamericano de todos los escritores argentinos.
Aunque su obra es
mucho más vasta, la épica de una historia signada por el olvido y la derrota
anclada en esas páginas y narrada con maestría, la profundidad de mirada y
sentimiento que irradia esa escritura, la búsqueda que subyace de un horizonte
y un destino compartido que tuviera que ver con esas montañas y esas gentes que
las poblaron siempre, todo ese legado –único, insisto, al sur del Trópico de
Capricornio-, es el mejor Tizón.
De ahí que, cada
vez que me referí a él, por estos motivos que anoto, siempre lo hice
vinculándolo a otro grande de Sudamérica toda: José María Arguedas. Siempre
creí que con él, y con el malogrado Manuel Scorza, formaban una trilogía
invencible de escritores que habían universalizado los Andes.
Tizón tuvo el
mérito doble de hacerlo desde un país que le da la espalda a la puna, a las
cordilleras, que no se reconoce también como lo que es: un país andino. Se ha
muerto un escritor andino y universal, se ha muerto Tizón.
Una vez, hace unos
años, fue Sylvia Iparraguirre, la que tras una visita a La Paz, me dio el
número de fax de su casa de Yala e intercambiamos con don Héctor un par de
ellos, de ida y vuelta. Yo quería conocerlo a los ojos y preguntarle por la
hechura íntima de esas sus obras mencionadas, quería preguntarle por los
lugares, la geografía literaria que el construyó con tanta devoción. Conocía,
conozco bien la puna y quería hacer un mapa con él, en base a sus libros, en
base a sus recuerdos. Un mapa, tal cual, un mapa como el que él mismo había
hecho y que estaba incluido en una de las ediciones de Fuego en Casabindo. El me dijo que viniera a Yala, que me esperaba
en Yala, me dio un teléfono para que lo llamara, pero yo nunca fui, nunca pude
ir. ¿Qué puedo decir ahora?
Diré algo más,
nada más: queda la memoria de la puna (Don Héctor, al fin, conocerá a los
masacrados de Quera), y queda la puna, la puna pura y dura y la puna de Tizón.
Esa puna no morirá jamás, porque está atesorada en sus libros. Es un hallazgo y
una herencia. Ojalá que esa obra, que su lectura, sirva para reconocernos como
lo que somos, ojalá sirva para que recuperemos esencias y desde nuestro
presente, volvamos a escuchar a esas voces de la tierra, a voces como la de
Tizón, ahora que ha partido, y ya andará por los lados de Vilama, de Jama, de
Cusi, por donde andaba Jesús
apareciéndose, como el mismo nos advirtió en El cantar del bandido y el profeta…su libro más entrañable.
Bajo la luna
llena, desde las montañas de Río Abajo, de La Paz-Bolivia, un redoble
emocionado y agradecido en homenaje a él.
Pablo Cingolani
30 de julio de
2012
3 Comentarios
Suele suceder, y no sé bien de qué oscuras fuerzas depende, que a los mejores escritores se les olvida o se les invisibiliza mientras viven.
ResponderEliminarSe siente mucho la partida de Tizón, amigo Cingolani.
Ocurre que la mediocridad se ha instalado en nuestras vidas y el triunfo es privativo de los mediocres.
ResponderEliminarEsa fotografía es magnífica. Sugiere tantas cosas. Dan ganas de continuar por esa calle y traspasar las montañas para llegar a la Eternidad.
Un abrazo.
Un pena su partida, pero queda para siempre su obra.
ResponderEliminarBuen articulo.