ENCARNA MORÍN -.
Atrás quedaba una azarosa historia, desde que sus pacíficos habitantes lucharan con sus pobres fuerzas neolíticas ante el asedio de piratas, invasores, incursores, campañas de conquista y masacres. Víctimas indefensas por eso de que geográficamente hablando, le tocó ser la entrada del archipiélago, la primera isla en arribar y a la que conducía el viento a los navíos de forma casi natural.
Incluso los fenicios habían recalado en su momento en aquella islita, que estaba poblada desde el año 500 antes de JC. Lo hicieron en buscan de la orchilla, preciado liquen que crece en las rocas que dan a la vertiente norte. Con él se obtenían tintes.
De lo que nadie duda, es que los romanos conocieron y pasaron por las Islas Canarias. Incluso las llegaron a cartografiar.
Sería mucho más tarde, en 1312, cuando una expedición mercenaria a cambio de Lancelotto Malocello, volvería a redescubrirla, capturando una vez más a muchos habitantes que fueron vendidos como simples esclavos, ya que solo de botín de guerra se trataba.
Habían aprendido los lanzaroteños a pertrecharse tras las negras montañas de arena, aprovechando la peculiar orografía. Incluso supieron hacer la jugada al extranjero invasor, utilizando cuevas y túneles volcánicos de dobles entradas y salidas. Escondidos durante el día, y estando sitiada la entrada de la cueva, salían por la noche a buscar agua y vituallas, varios kilómetros más lejos, dónde ni sospechaban que hubiera otra salida.
Tras la colonización de las islas por parte de la corona de Castilla, los saqueos y ataques de piratas se siguieron sucediendo. La isla pasó a ser un gran feudo, pasando de amo en amo.
Una especie de tensa calma se había establecido en los últimos cien años. Solo condicionada por la extrema aridez de la tierra, las sequías permanentes, las plagas de langostas que arrasaban con lo poco verde que había y la vida dura, propia del agricultor casi siervo.
Pocos eran los que tenía tierra propia. Sobrevivir era ya entonces una tarea ardua.
La Capitanía General de entonces comenzó una amplia campaña prometiendo tierras y dinero para quienes quisieran embarcarse al Nuevo Mundo. Quinientas coronas, aperos de labranza, semillas y tierras para trabajar, para cada familia con cinco miembros al menos, que se embarcara hacia las tierras del Río de la Plata. Ya antes otros habían emigrado hacia Puerto Rico, Luisiana, Santo Domingo…
No es que a los Arráez les pusieran una pistola en el pecho. Al menos ellos pensaban que era una decisión tomada libremente. Dentro de los parámetros de libertad que dejaba la miseria. Tampoco la aventura de América les parecía una idea confiable. Era una tremenda inquietud pensar en los casi tres meses previstos para el viaje.
No tenían nada que perder, y sin embargo lo perdían casi todo. Sus familiares y parientes quedaban a la espera de las noticias que fueran llegando, lo mismo que habían hecho ellos durante varios años.
Los niños estaban acostumbrados al trabajo. Benito Arráez era un hombre duro. De sol a sol iba al campo cada día. Plantaba, arrancaba hierbas o cuidaba del ganado. Así era la vida, mirando al cielo a ver si barruntaba lluvias y si se salvaba la semilla.
Esperanza, su mujer, hacía esteras y cestos, además del queso. Cocinaba lo que buenamente podía a la lumbre de su cocina de piedras, alimentada con leña. Al menos había granos y papas. Algunos higos, tunos, dátiles, huevos…
La propuesta de ir a América no le pareció mala idea, siempre que fuera con la esperanza de volver más tarde o más temprano hasta su tierra.
Así que fueron a alistarse. Para ello Benito caminó casi un día entero, hasta la Villa de Teguise, donde estaba la Capitanía General. Allí recibió unos papeles y un salvoconducto para el viaje. Por adelantado no le daban el dinero, le dijeron. Eso sería una vez se confirmara el embarque.
Los lanzaroteños Arráez no recordaban muy bien como habían llegado hasta la isla sus antepasados. Sabían que descendían de inmigrantes, al parecer de origen español. Vascos, muy ligados antaño al mar y a la navegación. Aunque ellos serían agricultores toda su vida. Plantaban millo, cebada y garbanzos, que luego había que repartir con el amo.
Conocían el sonido del viento, el aviso de días calurosos que anunciaba el halo de la luna, las subidas y bajadas de las mareas, la importancia de la bruma, que bajaba por la noche para refrescar la tierra, y hasta como alternar la siembra de semillas para no agotar el suelo.
Guardaban la paja en un pajero, para que sus animales pudieran pasar el duro verano y tuvieran algo que comer. Y si alguno de ellos enfermaba, Esperanza tenía a buen recaudo pasote, manzanilla, ruda, tila, caña de limón, malva y otras muchas hierbas que curaban.
Salieron una mañana muy temprano. Aún el sol no había alumbrado. En un camello llegaron hasta el puerto, junto a otros tantos. Lo que llevaban les cabía en las manos. Pocas eran sus pertenencias. No miraron atrás. Pero grabaron a fuego su paisaje en la memoria, no se les fuera a olvidar, e iniciaron el viaje más incierto de sus vidas, en pos de una promesa.
Su casita de piedra seca, se fue difuminando a medida que ellos se alejaban, hasta quedar camuflada en el tono ocre del paisaje. Cuando iban camino del exilio, Benito miraba las olas romper en el arrecife, preguntándose si algunas vez volvería a pisar este suelo, ahora reseco y pobre, sobre el que habían caminado por primera vez sus hijos.
Les alojaron en aquella bodega sin aire, junto a la carga. Pensaron que la cosa sería provisional, pero sus temores se fueron convirtiendo en certezas cuando arribaron en el puerto de Las Palmas y la carga era mucha, en cambio el espacio que ellos ocupaban era cada vez más angosto.
En Las Palmas, recogieron a un canónigo y a un médico, ambos viajaban solos y no necesitaban dormir en la bodega.
Sabían, que hacía falta gente en las nuevas tierras de España. Lo que ellos realmente ignoraban era que la política poblacionista de La Corona necesitaba personas para consolidar las endebles fronteras, y que las élites mercantilistas de las islas acababan de abrirse nuevos mercados, desechados en principio por otros comerciantes españoles, a cambio de enviarles a habitantes canarios como tributo. Por cada cien toneladas de mercancía exportada, se enviaban en el flete cinco familias, la carga estaba exenta de tributos o gravámenes.
No se identificaban a sí mismos como el pago, a cambio del comercio libre de aranceles. Tampoco sus preocupaciones les iban a llevar tan lejos. Lo que realmente querían resolver Benito y Esperanza era el comer cada día y darle algo de comer a los chicos. Al trabajo no le tenían miedo, estaban muy acostumbrados a ello.
Los Arráez, con sus tres hijos emprendieron aquella incierta marcha. Ni manera de imaginar la travesía que les aguardaba.
Los días fueron largos y lentos. La comida se fue haciendo poca y escasa. Parecía que el final del viaje no llegaba. Esperanza entró en un sopor, con fiebres delirantes, y apenas llegaba el agua para darle un poco. Cambiaron una manta por un vaso de agua, quizá eso permitió que aguantara el último tirón.
Cuando por fin arribaron a Montevideo, dejaban a su espalda varias bajas, que el señor canónigo hubo de ayudar en su viaje al más allá, administrando los últimos sacramentos.
No todos fueron capaces de soportar la travesía por aquel desierto azul en que se convirtió el Atlántico. De los 157 pasajeros, faltaban 20, entre ellos la señora esposa del patrón.
Benito Arráez, su mujer y sus tres hijos estaban vivos. Mucho más delgados, enfermos, olían a suciedad y los piojos y pulgas andaban a sus anchas.
Se sostenían en pie. Sobrevivían, salvando así unos de los primeros y más difíciles obstáculos, de cuantos les tocaría salvar a lo largo de su vida venidera.
9 Comentarios
Un cuadro histórico de un enorme valor, mi querida Encarna. Un cuadro que habla de la conformación del carácter de los canarios, obligados a defenderse, a hacerse fuertes, a ocultarse, a sentir recelo del extranjero saqueador. Su condición geográfica influyó sin duda en el atemperamiento de la mirada, en la conciencia de que hay que disfrutar lo que se tiene, porque en cualquier momento todo se vuelve a acabar.
ResponderEliminarValiosísimo escrito.
Un abrazo grande.
Estudios antropológicos de gran solvencia demuestran que en nuestros genes, conformados por genoveses, españoles, portugueses, holandeses... y otros pueblos de Esuropa, están también muy presentes los genes de nuestros antepasados aborígenes, que de alguna manera se mezclaron con los que arribaron en las islas. Un hecho histórico irrefutable es que la ciudad de Montevideo fue fundada por familias canarias. Las islas fuimos el puerto de parada obligada en la ruta americana. Aún no se había terminado la "conquista" de Canarias en 1492. No se lo pusieron fácil, pese a todo.
ResponderEliminarLo del tributo de sangre fue real. Está recogido en las leyes de entonces.Un esclavitud encubierta.
Leer su escrito es como descubrir un nuevo mundo! Reconozco que ignoraba sobre el pasado de su tierra, a penas podía ubicarla mentalmente en el mapa pero ahora reconfiguro en mi mente desde dónde escribe y eso me reconforta.
ResponderEliminarGracias por este maravilloso post.
Saludos.
Instructiva lectura, ilustrativa lectura y placentero el paisaje de la foto que la ilustra. Un gustazo leerla.
ResponderEliminarHermoso escrito. Parece una superproducción cinematográfica.
ResponderEliminarSaludos.
Qué interesante, disfruté mucho leerla. Una maravillosa clase de historia, de esa que no querés abandonar porque el relato es como un cuento épico.
ResponderEliminarSaluditos
Hay algo que si que nos define al pueblo canario: España queda lejos. Geográficamente muy lejos, pero culturalmente es casi la metrópoli. No obstante, América del sur, estando aún más lejos, está más en nuestro corazón. Eso posiblemente tenga que ver con nuestros viajes migratorios, que se han sucedido a través de los tiempos y de toda nuestra historia.
ResponderEliminar"Conocían el sonido del viento, el aviso de días calurosos que anunciaba el halo de la luna, las subidas y bajadas de las mareas, la importancia de la bruma, que bajaba por la noche para refrescar la tierra, y hasta como alternar la siembra de semillas para no agotar el suelo..."
ResponderEliminarMaravillosamente bien escrita historia.
Emocionante. Felicitaciones.
Encarna Morin no te conocía pero al verte y escucharte me vinieron a la memoria los recuerdos de mi niñez,todas las historias que nos narraste hoy en el museo Saramago me emocionaron ya que tienen algo de la vida pasada por mis ancestros emigrantes que tuvieron que buscarse la vida al otro lado del charco ese charco que en sus entrañas se guardan muchos seres con ilusiones que no pudieron llegar al destino soñado por los motivos que fueran o porque las fuerzas les abandonaron,te agradezco tu tiempo y tus palabras llenas de vida aunque pasada sigue siendo vida que sigue viva en el recuerdo,las lagrimas que no llegaste a ver por estar escondidas entre las arrugas de la edad ya no recordaban el camino que tiene que recorrer te vuelvo a agradecer recordarles el camino mi corazon te lo agradece tambien un besote grandote
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