Los amores de la abuela

ENCARNA MORÍN -.

En 1919 tenía quince años. Aunque seguía siendo menuda y chiquita, poseía un encanto especial que atraía las miradas de algunos chicos.

Los contactos y salidas de la juventud de entonces eran en las fiestas del pueblo, las misas dominicales, algunos paseos por la polvorienta plazoleta de laureles, y poco más. Ellas, bajo la atenta mirada de sus vigilantes madres, podían acudir al baile, y bailar con los muchachos a veces llegados de pueblos vecinos. Más de dos piezas seguidas era signo de que había algún interés especial. Así que dos era el límite. La mayor parte de las ocasiones no se dirigían casi la palabra o bien las chicas apenas levantaban la mirada. Pero si tuvieran algún interés en hablar, había que hacerlo en los escuetos minutos que duraban las dos piezas. Tampoco se podía desairar a un conocido y decirle que no. Todo dentro de un orden, así debía ser, y así lo aprendió ella muy bien.

-Narciso, no sabía bailar, así que cada vez que me sacaba, dábamos un paseo alrededor de la pista de baile. No te imaginas el mal rato que pasaba, él tan grande y yo tan chica, caminando de ganchillo, hasta que paraba la música.


 -Pero abuela, ¿no podías decirle que no gracias y ya está?

A mis risas e incredulidad ella decía resignada:

-Ni pensarlo, decirle que no a uno del pueblo. Eso estaba muy mal visto. ¡Oh dios nos libre!, si dabas de qué hablar, caer en boca de la gente, eso era lo peor.

No sabían decir que no nuestras abuelas. Por eso no nos enseñaron a decir que no a nosotras. Aprender a decir "no" ha sido difícil y costoso.

En uno de aquellos bailes mi abuela tuvo un flechazo. Un chico guapo y galante le pidió relaciones formales. De otra forma no era posible.

Mi autoritaria bisabuela, se opuso. No sabemos muy bien el por qué. Pudo haber sido porque la consideraba muy niña, o bien porque no conocía a la familia del aspirante, o simplemente –y me inclino a creer esta teoría- porque le fastidiaba que su hija creciera y se fuera lejos de su alcance con cualquier pelagatos.

-Él me escribía cartas, que mi madre no me dejaba leer, me mandaba regalos que nunca llegaban a mis manos. Se puso terco, y cuanto más se negaba mi madre, más empeñados estábamos nosotros. Un día se presentó en mi casa para sentenciar que si no le dejaban hablar conmigo se iría de la isla para siempre. Y así fue. Se marchó a Cuba y jamás volvió.

-¿Y no hiciste nada, abuela?

-¿Y qué podía hacer mi hija? , aguantar y punto. No se podía hacer otra cosa.

Pero mi abuela, sumida en una profunda melancolía, se negó a volver a bailes y a fiestas. Miraba a su madre con cierto reproche, aun aceptando que era su deber de hija acatar sus deseos. Se limitó a cuidar sus rosales. Repetía injertos, hasta sacarles colores imposibles. Se refugió en sus labores. Confeccionaba un ajuar que no pensaba usar. No iba a olvidar a su amado, con el que ni siquiera pudo compartir un beso fugaz fuera de la vigilante mirada inquisidora de mi bisabuela. El chico, obstinado, le escribió desde Cuba instándola a casarse por poderes y a marcharse con él. Eso era verdaderamente tan impensable para ella, que ni lo llegó a considerar. Opuso una firme resistencia silenciosa que duró un tiempo, tanto que empezaron a preocuparse seriamente en la familia.

-Tanto se empeñaron, que terminé por buscarme un novio y casarme con él- admite resignada-

Una hija para cuidar de los padres cuando llegaran a ancianos estaba bien. Pero tampoco querían una solterona en la casa. Cuando se casó, mi abuela había alcanzado ya los veintitrés años, por aquel entonces, era una chica casadera que encontró un buen marido. Ocurrió tras un noviazgo vigilado, con visitas semanales, primero con la puerta de la calle de por medio, hablando a través del postigo. Posteriormente, dentro de la casa, con mi bisabuela al fondo, fingiendo no escuchar de lo que hablaban.

Ella dejó que sus padres, el destino, el entorno y sus costumbres programaran su vida. Sumisamente se dejó hacer. Sometida el resto de sus días por un gigantesco enemigo que llevaba dentro: su propio miedo.

Otra vez parece que veo su carita resignada:

-Pusimos una lonja, ¡maldita lonja!, y para sacarla adelante mi marido se fue a Buenos Aires. En mala hora. Después vino la guerra, mi madre se enfermó. No podía dejarla sola. De ninguna manera. Y así fue… cosas de la vida. No te olvides, nací un día trece.

El fatídico destino que ella pensaba que se cernía sobre su cabeza, le permitía encarar resignadamente su drama, como algo frente a lo que no había nada que hacer.

Un buen día, muy de mañana, cuando aún el sol no había asomado desde su abismo azul, ella se despidió de su marido. Un abultado vientre de siete meses les unía y les separaba a la vez. Apenas duró nueve meses aquel matrimonio. Ella ignoraba que esa sería la última ocasión que alcanzara a verle. Le vio partir, con un rosario de promesas en su boca. Promesas de las cuales, ella no dudó, ni por un instante. Se aferró a esas promesas como a un clavo ardiendo.

Nació el niño, y ella no dejó de hablarle de su maravilloso padre. Se hicieron fotos para el padre y esposo ausente. Guardó una copia de cada una de ellas con sus correspondientes dedicatorias. Qué curioso, yo pensaba que nunca las llegó a mandar, pero en realidad eran las réplicas. Vivió pendiente del cartero, de las noticias. De vez en cuando retornaba alguien y le traía nuevas. No le traía todas las nuevas, esa era la verdad. Ella tampoco quería escuchar esa parte de la realidad que venía a hablarle de promesas incumplidas y de abandono tácito sin una explicación. La figura del marido se fue difuminando con los años.

A menudo he pensado que en realidad mis abuelos nunca tuvieron tiempo para odiarse. Solo guardaban de su vida en común buenos recuerdos. O quizá ella en el fondo de su alma siempre supo, que a pesar de la distancia, de los años, y de su juventud perdida, que él pensó en ella hasta el último instante.

-Abuela… ¿Y nunca volviste a enamorarte?

-¿Pensar en otro hombre? ¿Pero tú estás loca? Yo tenía mi marido, era una mujer casada.

Podía refugiarse en el recuerdo del pretendiente que despechado se fue a Cuba. Otro gallo le hubiera cantado, pensaba ella.

- Pero tú no habrías nacido nunca -me dice con sus sabias palabras-

Cuando, por fin, supo un día -cuarenta años más tarde de aquella despedida -que el hasta entonces y para siempre, único hombre de su vida, había muerto, ella se vistió de riguroso luto. Encargó una misa de difuntos y se puso la mantilla negra para pisar la iglesia. Por fin ahora era una viuda.

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9 Comentarios

  1. Me divierte la palabra pelagatos. Los pelagatos han sido los inmigrantes pobres y soñadores que han poblado el mundo.

    Maravillosa historia.

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  2. Antonio Carreño8/10/12

    Se enfurruñó esperando. Buen relato.

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  3. Una abuela y dos historias truncadas.

    Es una narración triste, pero no poco común. Durante el siglo XX esas historias parecían hasta usuales. Familias rotas, separadas por mares, continentes. No había facebook, cómo volver a verse. Los hombres rearman su vida de inmediato y olvidan lo que queda atrás. Las mujeres, presas de las convenciones y la ilusión del reencuentro porfían hasta el final, o al menos así era antes.

    Qué decir, es otra de tus grandes historias mi querida Encarna.

    Un abrazo grande

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  4. Con el tiempo descubrimos que el abuelo no tuvo otra hija hasta veinte años más tarde. Cuando él murió, se rompió el pacto de silencio y la vida nos regaló a la tía Silvia. Murió joven, pero tuvo dos hermosas hijas, mis únicas primas a las que recién he conocido.
    Las circunstancias marcaron los destinos... no debemos juzgar.
    Pero este es el lado de la abuela, y así me tocó vivirlo con ella. Esta historia no tiene ni una coma de ficción.

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  5. Me encanto esta historia de Los amores de la abuela, me trae recuerdos de mis abuelos y un comenario que me hizo el: cuando pidio permiso para "hablar" con ella, su padre le dijo, aca se hace novio de dia... no se gasta luz electrica. Otros tiempos. Abrazo

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  6. Nunca pudo ser dueña de su propio destino. Doblemente triste porque se nota claramente que es una historia real.

    Excelente forma de narrar.

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  7. "Por fin ahora era una viuda." Como el cierre definitivo de un ciclo y a pesar de ello se sigue andando. Me gustó mucho la historia, para pensar en los amores, el amar y en las abuelas.

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