Rescaté del olvido, en un desarreglado depósito de ciudad dormida, el tercer libro de memorias de Ilia Ehrenburg, letra fundamental de mi conocimiento de autores y obras. A Ehrenburg le debo Velemir Jlébnikov, Julian Tuwim, Robert Desnos, Panaït Istrati, Perets Markish, Viteszlav Nezval, Ernst Töller y Joseph Roth...
Roth está de moda hoy en los Estados Unidos. Hay nuevos traductores que lo han rescatado al inglés; los artículos sobre él son constantes, de interés porque Roth es la imagen de la entreguerra europea, rico testigo de la caída de los imperios, y perspicaz escritor que vio como nadie, el drama por venir. En la edición de enero del New Yorker, una crítica (Joan Acocella) habla de su novel descubrimiento de este autor judío-austriaco.
Como todos los textos actuales sobre él, no hay un sólo comentarista que mencione como referencia las monumentales memorias del escritor soviético y el capítulo dedicado en ellas a Roth. Quizá se deba a que aquí el conocimiento es específico y las referencias se limitan, o las delimita la academia, sin gusto por la amplitud. Acocella menciona que Roth fue el primer escritor que incluyó en su obra el fatídico nombre de Adolf Hitler. Sin embargo, y no lo sugiere Acocella, no es este olfato político, o espíritu de supervivencia, lo suyo más importante. Joseph Roth representa un mundo que moría y es, literariamente, un hermoso remanente del siglo XIX. Dice Ehrenburg: "El crepúsculo del Imperio de los Habsburgo formó e inspiró a muchos escritores en distintos idiomas. Cuando el imperio se desplomó, Italo Svevo tenía cincuenta y siete años, Franz Kafka treinta y cinco y Roth tan sólo veinticuatro. A pesar de todo, escribiera lo que escribiera, Roth volvía siempre no sólo al género de vida, sino, además, al clima espiritual de los últimos años de Austria-Hungría". En París, pobre, alcoholizado y con su bella mujer recluida en un manicomio, Roth acercaba en sus páginas la nostalgia por aquella sociedad que a pesar de su desgaste y sus errores venía a ser una ilusión, la del estado supranacional donde las etnias convivían pacíficamente en medio de cierta elegancia y variedad cultural, donde los judíos galicianos, de donde era originario Roth, juraban lealtad a Francisco José mientras bosnios y moldavos marchaban ufanos en los esplendorosos desfiles imperiales.
Su novela "La marcha de Radetzki", pieza compuesta por Johann Strauss padre en honor a las victorias del mariscal Joseph Radetzki en el norte de Italia, comienza en la batalla de Solferino (1859) y retrata una saga familiar de tres generaciones cuyas acciones y desventuras reflejan las huellas del imperio. Muchos acusaron a Roth de conservadurismo, de hacer elegías a un régimen monárquico autoritario y desacreditado. Ehrenburg, póstumamente, sale en su defensa. No significaba que el escritor extrañara los detalles políticos del tiempo que le tocó vivir, sino que su letra era de melancolía por la niñez, por las cosas muertas o que habrían de morir, sino trágico que persiguió a muchos de sus amigos, tal vez a toda una generación austriaca que representaba lo más sutil y garboso de occidente y se hallaba de pronto en un mundo fétido y prosaico. Stefan Zweig se suicidó en Brasil; lo hizo Töller; Ernst Weiss también, en 1940, el día que los alemanes entraban en París.
Yo, emocionado ante el encuentro de "La marcha de Radetzki", en 1986, en Valencia, escribía: "Sus amigos lo describieron magro y extraño, con un bastón que golpeaba el piso del cambiante mundo".
Acocella termina su artículo: "Ernst Töller escapó a Nueva York, donde, en 1939, se ahorcó en su cuarto de hotel. Cuando Roth lo supo, se encontraba, como siempre, en el bar. Cayó de la silla; llamaron una ambulancia que lo llevó al hospital donde murió cuatro días después, de neumonía y delirium tremens. Tenía cuarenta y cuatro años. Al año siguiente, como parte del programa de eugenesia del Tercer Reich, Friedl (su esposa) fue exterminada".
Ehrenburg: "Ernst Toller se suicidó. Por las calles de Praga desfilaban las divisiones alemanas. A Joseph Roth, gravemente enfermo, le trasladaron de su café a un hospital. Había cumplido cuarenta y cinco años pero no pudo vivir más. Entregaron a los amigos unos manuscritos y el viejo bastón".
14/9/04
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), septiembre, 2004
Imagen: Joseph Roth
Roth está de moda hoy en los Estados Unidos. Hay nuevos traductores que lo han rescatado al inglés; los artículos sobre él son constantes, de interés porque Roth es la imagen de la entreguerra europea, rico testigo de la caída de los imperios, y perspicaz escritor que vio como nadie, el drama por venir. En la edición de enero del New Yorker, una crítica (Joan Acocella) habla de su novel descubrimiento de este autor judío-austriaco.
Como todos los textos actuales sobre él, no hay un sólo comentarista que mencione como referencia las monumentales memorias del escritor soviético y el capítulo dedicado en ellas a Roth. Quizá se deba a que aquí el conocimiento es específico y las referencias se limitan, o las delimita la academia, sin gusto por la amplitud. Acocella menciona que Roth fue el primer escritor que incluyó en su obra el fatídico nombre de Adolf Hitler. Sin embargo, y no lo sugiere Acocella, no es este olfato político, o espíritu de supervivencia, lo suyo más importante. Joseph Roth representa un mundo que moría y es, literariamente, un hermoso remanente del siglo XIX. Dice Ehrenburg: "El crepúsculo del Imperio de los Habsburgo formó e inspiró a muchos escritores en distintos idiomas. Cuando el imperio se desplomó, Italo Svevo tenía cincuenta y siete años, Franz Kafka treinta y cinco y Roth tan sólo veinticuatro. A pesar de todo, escribiera lo que escribiera, Roth volvía siempre no sólo al género de vida, sino, además, al clima espiritual de los últimos años de Austria-Hungría". En París, pobre, alcoholizado y con su bella mujer recluida en un manicomio, Roth acercaba en sus páginas la nostalgia por aquella sociedad que a pesar de su desgaste y sus errores venía a ser una ilusión, la del estado supranacional donde las etnias convivían pacíficamente en medio de cierta elegancia y variedad cultural, donde los judíos galicianos, de donde era originario Roth, juraban lealtad a Francisco José mientras bosnios y moldavos marchaban ufanos en los esplendorosos desfiles imperiales.
Su novela "La marcha de Radetzki", pieza compuesta por Johann Strauss padre en honor a las victorias del mariscal Joseph Radetzki en el norte de Italia, comienza en la batalla de Solferino (1859) y retrata una saga familiar de tres generaciones cuyas acciones y desventuras reflejan las huellas del imperio. Muchos acusaron a Roth de conservadurismo, de hacer elegías a un régimen monárquico autoritario y desacreditado. Ehrenburg, póstumamente, sale en su defensa. No significaba que el escritor extrañara los detalles políticos del tiempo que le tocó vivir, sino que su letra era de melancolía por la niñez, por las cosas muertas o que habrían de morir, sino trágico que persiguió a muchos de sus amigos, tal vez a toda una generación austriaca que representaba lo más sutil y garboso de occidente y se hallaba de pronto en un mundo fétido y prosaico. Stefan Zweig se suicidó en Brasil; lo hizo Töller; Ernst Weiss también, en 1940, el día que los alemanes entraban en París.
Yo, emocionado ante el encuentro de "La marcha de Radetzki", en 1986, en Valencia, escribía: "Sus amigos lo describieron magro y extraño, con un bastón que golpeaba el piso del cambiante mundo".
Acocella termina su artículo: "Ernst Töller escapó a Nueva York, donde, en 1939, se ahorcó en su cuarto de hotel. Cuando Roth lo supo, se encontraba, como siempre, en el bar. Cayó de la silla; llamaron una ambulancia que lo llevó al hospital donde murió cuatro días después, de neumonía y delirium tremens. Tenía cuarenta y cuatro años. Al año siguiente, como parte del programa de eugenesia del Tercer Reich, Friedl (su esposa) fue exterminada".
Ehrenburg: "Ernst Toller se suicidó. Por las calles de Praga desfilaban las divisiones alemanas. A Joseph Roth, gravemente enfermo, le trasladaron de su café a un hospital. Había cumplido cuarenta y cinco años pero no pudo vivir más. Entregaron a los amigos unos manuscritos y el viejo bastón".
14/9/04
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), septiembre, 2004
Imagen: Joseph Roth
4 Comentarios
Hablábamos, a propósito de este escrito, de la idealización de nuestros períodos de niñez y juventud. La memoria los adorna y los vuelve hasta entrañables. Sucede casi siempre. Es nuestro apego a la semilla, a su cercanía, a los primeros soles. Esto nos lleva a pensar que todo lo descrito como luminoso es a la vez ilusorio. Ahí nos entrampamos. Vamos por un mate y luego seguimos.
ResponderEliminarExcelente, amigo Claudio.
Idealización que en Roth se hizo obsesiva, por encima de cualquier consideración político-social. Nostalgia de un mundo tan diverso que era casi mágico cómo podía seguir fusionado, sobrevivir tan largo. Merece un café. O un mate para seguir con nuestros propios recuerdos, más escuetos en mi caso.
ResponderEliminarAgradezco tanta información. Desconocía los casos de Töller y Weiss. Jóvenes, todos murieron jóvenes.
ResponderEliminarGracias
Huía hacia su ser niño. Triste, emotivo. Buscaré sus obras.
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