1963. Ese año, a él lo matan, lo ejecutan, lo destrozan a balazos. Ese año, nazco, vengo al mundo, aparezco. Será por ese motivo esencial —cuando uno se va, es porque otro llega, otro está viniendo, susurraban Cazuza y su guitarra — que siento con Javier Heraud una conexión singular, una comunión especial, trascendente.
Esa sincronía entre la vida y la muerte —matan a Javier 106 días antes que mi madre me dé a luz—, a aquellos que creemos en el destino y las circunstancias que lo cortejan, te marca.
Pero hay también otros motivos, y tan profundos como el anterior: errando por la América Profunda, tras un pasado militante en mi país natal, la Argentina, llego a Bolivia, a fines de los ochenta, y en un periódico que ya no existe –Presencia- leo ese poema de Heraud, su poema inmortal, su poema-epitafio, su poema epifánico: Yo no me río de la muerte.
Corto el papel, guardo el recorte, todavía lo conservo, amarillado y añejo, a pesar de mi nomadismo, a pesar de las veces que el poema me acompañó en la travesía. Uno que quería vivir y quería vida nueva para todos, había escrito: "simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros y árboles", y un año después, lo asesinan en el medio de la selva, en la Amazonía, entre pájaros y árboles como él mismo había profetizado.
Cada vez que voy a la selva, cada vez que me encuentro en la Amazonía —y ya son más de veinte años de trabajar allí con la selva y con sus pueblos indígenas—, me acuerdo de Javier y de esa su sensibilidad, despojada y exquisita.
Nadie como él retrató con tanta precisión pero a la vez con tanta belleza el sentimiento que ya estaba signando, que ya estaba labrándose –desde la Sierra Maestra, Cuba, en 1957- en el corazón de miles de jóvenes latinoamericanos y que no era otra que la voluntad y la decisión de pelear hasta el final, hasta la muerte y hasta más allá de la muerte, por la liberación de nuestro continente y por la construcción de sociedades diferentes, más libres, más justas, más plenas, más sensibles.
Cuatro años después de que Camilo Cienfuegos partiera en un avión hacia el infinito, cuatro años antes de que ejecutaran al Che Guevara en una higuera que hasta hoy nos interpela, Javier Heraud deja su sangre en las aguas y arenas del río Amarumayu, y nos lega uno de los testimonios más puros —pienso también y de manera inevitable en Néstor Paz Zamora— en torno a una actitud y un valor humanos que el tiempo y las circunstancias han ido erosionando y gastando en el resto de los seres humanos.
Ellos eran los Hombres Nuevos.
Ellos eran esos hombres nuevos, novísimos, aquellos que el fervor guevarista, el fervor por la tierra de uno, el fervor por la sal de esa tierra que son los pobres, el fervor por aquello –como la tierra, los pobres y los que sufren- que lo merecen todo, hizo nacer en todo nuestro continente.
Cincuenta años después de la muerte de Javier, su luz sigue intacta, su palabra perdura, su compromiso está vivo. Sin Javier, ¡presente! Con Javier, hasta más allá de la vida y de sus motivos. Cincuenta años ya, ¡cincuenta años aunque para algunos nos parezca ayer!
Esa sincronía entre la vida y la muerte —matan a Javier 106 días antes que mi madre me dé a luz—, a aquellos que creemos en el destino y las circunstancias que lo cortejan, te marca.
Pero hay también otros motivos, y tan profundos como el anterior: errando por la América Profunda, tras un pasado militante en mi país natal, la Argentina, llego a Bolivia, a fines de los ochenta, y en un periódico que ya no existe –Presencia- leo ese poema de Heraud, su poema inmortal, su poema-epitafio, su poema epifánico: Yo no me río de la muerte.
Corto el papel, guardo el recorte, todavía lo conservo, amarillado y añejo, a pesar de mi nomadismo, a pesar de las veces que el poema me acompañó en la travesía. Uno que quería vivir y quería vida nueva para todos, había escrito: "simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros y árboles", y un año después, lo asesinan en el medio de la selva, en la Amazonía, entre pájaros y árboles como él mismo había profetizado.
Cada vez que voy a la selva, cada vez que me encuentro en la Amazonía —y ya son más de veinte años de trabajar allí con la selva y con sus pueblos indígenas—, me acuerdo de Javier y de esa su sensibilidad, despojada y exquisita.
Nadie como él retrató con tanta precisión pero a la vez con tanta belleza el sentimiento que ya estaba signando, que ya estaba labrándose –desde la Sierra Maestra, Cuba, en 1957- en el corazón de miles de jóvenes latinoamericanos y que no era otra que la voluntad y la decisión de pelear hasta el final, hasta la muerte y hasta más allá de la muerte, por la liberación de nuestro continente y por la construcción de sociedades diferentes, más libres, más justas, más plenas, más sensibles.
Cuatro años después de que Camilo Cienfuegos partiera en un avión hacia el infinito, cuatro años antes de que ejecutaran al Che Guevara en una higuera que hasta hoy nos interpela, Javier Heraud deja su sangre en las aguas y arenas del río Amarumayu, y nos lega uno de los testimonios más puros —pienso también y de manera inevitable en Néstor Paz Zamora— en torno a una actitud y un valor humanos que el tiempo y las circunstancias han ido erosionando y gastando en el resto de los seres humanos.
Ellos eran los Hombres Nuevos.
Ellos eran esos hombres nuevos, novísimos, aquellos que el fervor guevarista, el fervor por la tierra de uno, el fervor por la sal de esa tierra que son los pobres, el fervor por aquello –como la tierra, los pobres y los que sufren- que lo merecen todo, hizo nacer en todo nuestro continente.
Cincuenta años después de la muerte de Javier, su luz sigue intacta, su palabra perdura, su compromiso está vivo. Sin Javier, ¡presente! Con Javier, hasta más allá de la vida y de sus motivos. Cincuenta años ya, ¡cincuenta años aunque para algunos nos parezca ayer!
* * *
Los antiguos japoneses creían que navegar hacia la fuente de un río era subir hacia la morada de los dioses. Ellos no llegarían a ninguna parte: otras embarcaciones repletas de hombres de atuendo verde y negro y armas de guerra rodearon a la balsa y exterminaron a tiros a sus ocupantes. Alguna gente desde las orillas se sumó a la fatal faena utilizando carabinas para caza mayor.
Cuando recuperaron el bote, militares y vecinos de Puerto Maldonado observaron los cadáveres de los tres hombres destrozados por la balacera. Uno de los cuerpos era el de un joven cuyo rostro seguía siendo el de un muchacho a pesar de las marcas que le dejó la abstinencia de comida y no comer, a pesar de las cicatrices de la selva, a pesar de la muerte que ya lo había abrazado como él mismo soñó: entre pájaros y árboles.
Los victimarios se vanagloriaron con la carnicería y proclamaron que los guerrilleros apátridas, los delincuentes comunistas, los criminales marxistas-leninistas, terminaban así. Cocidos en odio y balazos.
No sabían que habían matado a un poeta. No sabían que Guillén y Neruda llorarían por él. No sabían quién era Guillén ni tampoco quien era Neruda y menos que el muerto era Javier Heraud, el poeta.
* * *
Una vida, un poema, un río: Javier había nacido en el barrio limeño de Miraflores en 1942. Estudió con los curas y se destacó, desde niño, en su oficio de escritor y también en los deportes. A los 16 años, ya era el mejor alumno de la Facultad de Letras de la Universidad Católica peruana y profesor de castellano de hijos de proletarios de las barriadas pobres. A los 18, publica su primer libro, El río, donde incluyó ese su poema emblemático. El mismo año, con otro libro, El viaje, gana el premio "El poeta joven del Perú".
Antes de cumplir 19, como miles de jóvenes de ese tiempo que parece distar una era, se inscribe a un partido político, el Movimiento Social Progresista (MSP) de tendencia socialdemócrata. Participa en la marcha de repudio a la visita del entonces vicepresidente norteamericano Richard Nixon. Adhiere a la revolución cubana. Viaja a Moscú en representación del MSP. Visita la tumba de Lenin. Escribe:
He dicho Paz en rojo, en calles
en plazas y jardines.
Y digo paz en Moscú, en Tashkent
o en el corazón herido de mi pueblo.
A su retorno, hace escala en París y visita la tumba de otro ser que amaba: César Vallejo. A los 20 años, renuncia al MSP por "falta de una ideología coherente" y porque "no creo que sea suficiente llamarse revolucionario para serlo".
Recibe una beca para estudiar cine en Cuba. Llega a La Habana el 4 de abril de 1962. Conoce a Fidel –al Caballo en persona- y recorre con otros camaradas Camagüey, Santiago y Santa Clara, la ciudad del combate crucial del Che y de la Revolución Cubana. Escribe:
Un día conocí a Cuba
conocí su relámpago de furia.
En la referida Sierra Maestra, y como parte de su entrenamiento militar, escala el Turquino, el cerro más alto de la isla. El 18 de julio, el general Pérez Godoy derroca en Lima al oligarca Prado. Los hechos se precipitan. Vuela a La Paz-Bolivia. Ya es Rodrigo Machado, su nombre de guerra como militante del Ejército de Liberación Nacional del Perú. El 15 de mayo de 1963, a los 21 años, es acribillado a tiros por miembros del ejército del país que lo vio nacer y que lo aniquila, cobarde y miserablemente.
* * *
¿Tenía que morir así? Le había escrito a su madre, desde la capital cubana, en noviembre de 1962: "Voy a la guerra por la alegría, por mi patria, por el amor que te tengo, por todo en fin. No me guardes rencor si algo me pasa. Yo hubiese querido vivir para agradecerte lo que has hecho por mí, pero no podría vivir sin servir a mi pueblo y a mi patria. Eso tú bien lo sabes, y tú me criaste honrado y justo, amante de la verdad, de la justicia". Sus razones también las había escrito en un poema que tituló, sencillamente, Explicación:
Y recordé mi triste patria,
mi pueblo amordazado,
sus tristes niños, sus calles
despobladas de alegría.
Recordé, pensé, entreví sus
plazas vacías, su hambre,
su miseria en cada puerta.
Todos recordamos lo mismo.
Triste Perú, dijimos, aún es tiempo
de recuperar la primavera (...).
Aún es tiempo: "'Es fácil manejar un fusil, disparar/ esperanzas (...)".
* * *
Vidas ejemplares. En 1963, el socialismo —la patria para todos— en Nuestra América parecía estar a la vuelta de la esquina. Un desembarco, un foco, una revolución.
Heraud inaugura una lista interminable de mártires en el cono sur sudamericano: Javier como Néstor; Javier como Ernesto; Javier como Norma, como Ana María, como la Vicky; Javier como el Roby; como miles de jóvenes que un día recordaron, pensaron, entrevieron, sintieron a sus tristes patrias latirles adentro y latirles tan fuerte y decidieron que sus vidas estaban más allá o más acá de la muerte, más allá o más acá de la victoria. Sus vidas, su pulsión de vida, fue la lucha. No quiero que sean olvidados porque ningún destino es peor que eso.
Javier 2013, 50 años después: ¿Cuantos-cuantas darían-daríamos la vida como la dieron ellos en 1963, 1967, 1970, 1976? Muertes ejemplares que nos cuestionan en medio de tanto malestar democrático que nos involucra a todos (a ellos y a nosotros) y en medio de esas interferencias éticas en el camino de reencontrarnos (nosotros y ellos) en la huella del destino para enterrar el reino de la necesidad y dejar que florezca el reino de la libertad.
Dijo Fucik antes de ser ahorcado por los nazis: Que la tristeza nunca vaya unida a mi nombre. Cuesta repetir las palabras del checo cuando recordamos al poeta asesinado. Cuesta no emborracharse con tanta traición.
En su poema Epílogo, Heraud escribió:
Sólo soy
un hombre triste
que agota sus palabras
y puede ser un reflejo o todo lo contrario: un tajo por donde se cuele la luz. Javier Heraud tenía todo el derecho a seguir viviendo, creando, soñando —rebelarse contra lo injusto es el derecho más plenamente humano de todos; rebelarse contra la injusticia jamás podrá justificar una muerte, menos la muerte de Javier.
La memoria debería ser invencible. Siempre habrá alguien que dé un paso al frente. No se puede matar a todo el mundo. La historia no ha terminado. Medio siglo sin vos, Javier. Medio siglo con vos, Heraud. Que la tristeza nunca vaya unida a su nombre, que la tristeza nunca vaya unida a tu nombre, camarada, compañero, hermano Javier Heraud.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 16 de febrero de 2013
[1] Este texto será leído por el autor en la Mesa-Foro sobre Poesía, Literatura y Política en el marco del primer Encuentro de Hermanamiento Regional de Creadores, Intelectuales y Gestores Culturales de Bolivia y Noroeste Argentino, el próximo día 22 de febrero, en la ciudad de Salta, República Argentina.
3 Comentarios
Había oído de este joven poeta asesinado. Cuesta leer sin que no nos enceguezca el coraje.
ResponderEliminarEmotivo homenaje
Saludos
He leído varias veces este texto, amigo Pablo. No puedo evitar emocionarme cada vez que lo hago. Ya ni siquiera intento comprender por qué suceden estas cosas, o sea, comprendo el contexto histórico, pero no comprendo el grado de servilismo humano al que pueden llegar los milicos y la gente común, algunos pobladores, comerciantes a veces, pequeños y grandes propietarios, prestos a asesinar a hermanos por una idea burda que le meten en la cabeza.
ResponderEliminarHeraud dejó una huella poderosa, de esas que no se borran nunca. Todos los demás, sus perseguidores, sus detractores, sus asesinos, se perdieron en el olvido como nubes negras expulsadas por la brisa. Pero Heraud sigue perfectamente vivo, y joven, muy joven y presente, y cada vez más fuerte.
Un abrazo fuerte, amigo mío.
Muy buenas tardes les saludamos desde el GREMIO DE ESCRITORES del PERÚ, el texto es hermoso, nos gustaria conocer mas a los autores de este blog y al autor de este articulo, puedan escribirnos a nuestro correo o facebook gremio_de_escritores@yahoo.es para poder estar en contacto, haremos para mayo todo un mes en homenaje al poeta JAVIER HERAUD
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