Deambulando entre otras vidas

ENCARNA MORÍN -.

Derrotada en mitad de la noche, optó por dormir. Quería dejar que el sueño se colara entre sus fantasmas, a ver si por fin lograba vencer la batalla. Derrumbada ante su propio cansancio, logró ausentarse por unas horas. “Mejor no haber dormido para esto” se dijo una de las veces en que se despertó a medias y se notó sudorosa y agitada. Más una mano, invisible y poderosa, la volvió a atrapar para retornarla a aquel abismo. Habrían de transcurrir varias horas hasta que la luz de la mañana la trajera de vuelta a la realidad con bocinas exteriores, portazos en el piso de arriba, motores que arrancan, gente que taconea calle abajo....

La pesadilla nocturna no dejaba de cogerla desprevenida. Lo mismo que todos los acontecimientos de esos días atrás. Se sorprendía desenterrando episodios fosilizados en su memoria. No con afán de torturarse, nada de eso. Más bien parecía pendiente de expiar una culpa, o varias culpas, de ésta y otras vidas. Sentía su corazón desgarrado en tantos fragmentos dolorosos, que pareciera incapaz de sanar ni aún disponiendo del mejor ungüento.


-Si al final somos simples moléculas de ADN y poco más.... qué sentido iba a tener actuar como un ser sensible -pensaba-. La sensibilidad no había dejado de acarrearle problemas a lo largo de toda su vida. A ella misma y a los que la rodeaban. No quería saber más. Ya tenía bastante. Si solo pudiera vaciar parte de los recuerdos de su memoria, se sentiría liberada. Pero ahí estaban todos. Para hacerle caer en la cuenta de su partida en tablas.

Él la llamaba Margarita de forma cariñosa mientras duró su amor. Conservó el apelativo mientras aquel amor fue evolucionando en cariño, tolerancia, simple afecto...Pero ahora la odiaba con todas sus fuerzas. Ya no era más Margarita. Era una indigna, a la que ni siquiera había que mirar para nada. Margarita estaba enterrada para siempre. Así empezó a caer en la cuenta de cuantas veces había sido Margarita para alguien, y después había pasado al más absoluto olvido.


Esta parte de la historia de su vida no le parecía muy justa. Un pedazo de su piel se quedó atrapado en aquellos recuerdos ahora emborronados por el tiempo. Allí, en medio de aquellos paisajes, espacios, olores, sabores. Entre todo aquello había una Margarita que jugaba en el cuento mientras se creía la historia. Una parte de ella estaba a la deriva entre estancias ahora inexistentes y abrazos antes amorosos. Entre mocos de niños y ratones Pérez. En medio de piñatas y sándwiches, de jamón y queso, había una Margarita extraviada, que ahora dudaba entre si todo aquello habría sido real y si la verdadera hecatombe vino cuando ella renunció a su personaje.

En mitad de la noche le asaltaron sus medias vidas anteriores. Todas vividas también a medias. Sin lograr un solo desenlace acorde con la trama. Desnuda en la oscuridad que recién se despedía, se sentía atormentada por sus otras historias y responsable de la infelicidad de cuantos apostaron con ella en ese teatro de comedia griega. Se salió del guión una y otra vez. Ahora quizá era más auténtica. Dejaba definitivamente de ser Margarita para retornarse en Amanda. Pero no sólo cargaba con sus propios temores, sino que también lo hacía con la historia acumulada por Margarita, grabada para siempre en su existencia. Leída cada día en los ojos, la cara o el color del pelo de sus hijos. También en sus tonos de voz y en sus gestos al andar. Ellos no dejaban de evocar su historia del pasado.

No hacía planes especulativos con el futuro, pero a menudo daba la impresión de que así era. Tomaba una o varias decisiones en su vida y no se guiaba demasiado por lo conveniente. Llena de una bien disfrazada inseguridad, que el resto de los mortales que la rodeaban consideraban fortaleza, nunca se aferró tanto a alguno de los hombres de su vida, como en sus momentos de mayor inestabilidad. Pero al hacerlo, al empeñarse en mantener a flote un madero podrido a la deriva, terminaba cansada y destruida, ausente por completo de ella misma. Más pendiente del madero y de la incierta futura playa donde debería arribar en algún momento, que del propio frío de su cuerpo y de sus miedos. Intentaba no pensar en ellos, pero obstinadamente se le aparecían en sueños.

Vino a su memoria de improviso la avispada terapeuta mejicana, a la que ambos acudieron a propuesta de él, que no tenía ni un solo título a la vista. Amanda, recelosa, sentía que aquella mujer no tenía respuestas porque esquivaba su mirada.

-¿Cuál es la razón por la que te embarcas a tener un hijo con un hombre del que sientes claramente que no quiere a tus otros hijos? Le espetó, sin ninguna duda. Y esperando, cómo no, una respuesta convincente.

Aquello era el colmo, ahora entendía lo de la ausencia de títulos visibles. 

-Señora, ese niño nacerá por un impulso de amor, no me pregunte por qué. Él quiere nacer y es todo un regalo que me haya elegido como madre -pensó-

No le dijo nada de eso a la señora mejicana presuntamente sin título. Acarició su vientre y dejó que una lágrima resbalara por su cara, hasta convertirse en un torrente. Solo gemidos, mocos, lágrimas y nada que decir... Leonor -la terapeuta- se removía incómoda sacando pañuelos de papel de una caja. Él la reprobaba con la mirada. Amanda solo deseaba en ese momento que alguno de los dos le diera un abrazo. A ellos no se les pasó por la cabeza, o quizá no se atrevieron por un falso pudor. 

La señora terapeuta llamó a la semana siguiente para comunicarles que no les vería a los dos. No podía ser imparcial y dado que el paciente era él, por derechos de antigüedad en el puesto, dejaría de ver a Amanda a partir de ahora, al tiempo que le sugería una profesional de su absoluta confianza.

Con eso, todo quedaba bastante claro. Pero nunca jamás olvidaría aquella pregunta inquisidora con la que se sintió juzgada y que la venía a tildar de inconsciente. Ni siquiera el día en que supo que la mejicana estaba embarazada de un también dudoso terapeuta inglés, de andares fláccidos, tremendamente huidizo y ególatra, que jamás ejerció de padre responsable pese que ella se empeñó en implicarle una y otra vez. Ni tampoco se alegró de lo que era más que evidente, cuando esa relación se rompió. Al fin y al cabo, Leonor posiblemente con su pregunta solo pretendía solventar sus propias dudas. Tampoco eso era profesional. El niñito rubio de Leonor llevaba los genes de Tom, sin duda. Amanda lo vio en su carrito un año más tarde y entonces pensó que con él la presunta terapeuta habría obtenido respuestas al fin. Es decir, habría concluido que la respuesta es precisamente no tenerla.

Había llovido bastante desde entonces. Ríos de acontecimientos. Años de repetir errores y de flagelarse en vano. Atrás, muy atrás quedaban aquellos domingos con amigos y barbacoa en el jardín, los paseos por la playa, las discusiones por los niños, los llantos a solas, la incomunicación, las vacaciones estresantes, el sentirse en medio, siempre en medio entre él y los niños, parando la tormenta antes de que descargara, sin tregua, sin descanso. Agotada, exhausta, rota, desalentada... Nada que ver con la imagen de las fotos donde todos mostraban su mejor sonrisa. Hasta los perros parecían sacados de un guión para la ocasión. Solo hubo momentos de tregua en aquella batalla campal. Al menos eso es lo que ahora ella sentía. 

Todo quedaba bien lejos en el tiempo. El espacio, aquel espacio, permanecería para siempre en su retina y en sus recuerdos. Ahora había salido a relucir sin previo aviso. Sin que Amanda hiciera nada para evocarle. El jardín y la casa tenían ahora otros dueños y otras risas. Pero el fantasma de la “Margarita” que había sido vagaba sin tregua en la memoria de Amanda, mientras recordaba momentos, instantes, secretos... 

Lo que no tenía ningún sentido era esa sensación de pérdida que se acababa de instalar por sorpresa. Cuando supo que él se iría para siempre y que jamás volvería a verle, sintió que por primera vez acudía al entierro en vida de alguien a quien había llegado una vez a querer sin límites. Ese viaje de él que retornaba a su país con más de ocho mil kilómetros de por medio, lo haría sin despedirse de Amanda, dejando claro que no pensaba perdonarla ni aún después de muerto. Esa despedida definitiva a ella le evocó un pasado que creía enterrado. Aquella noche insomne, mientras se debatía entre el cansancio y la confusión, sintió de nuevo la pregunta de Leonor golpeándole los oídos.

El hijo de los dos parecía un adulto, pero era apenas un adolescente que necesitaba cuidados. Amanda habría de vérselas de nuevo a solas. En realidad, tan sola como había estado siempre, pero ahora con toda esa tierra de por medio. Cargando con un muerto a sus espaldas, sintiéndose el verdugo. En realidad él seguía vivo. Pero ella le acababa de enterrar. Se acababa de dar cuenta ahora mismo. En medio de la noche sudorosa plagada de pesadillas. 

Fue en ese momento en que le dio por rememorar el pasado, sintiendo la punzada de los adioses a lo largo de su vida. Ninguna importancia tenía ahora de qué lado del muro estaban situados los buenos o los malos. Ninguna. Solo todo lo que había sido y ya no era. No eran las risas ni los llantos. Nada era. No eran los recovecos de aquella casa, ahora de otros dueños. Solo recuerdos en su memoria mientras no le fallara. Solo eso. Y el chico. Vital y en plena adolescencia. Tan desolado y a la vez tan aparentemente seguro. Amanda se preguntaba si estaba apesadumbrada por la despedida de padre e hijo o si en realidad lo estaba por la suya propia de su propio padre.

Él se iba, cerrando así de un portazo una etapa de su vida, más de media vida realmente. Dichoso él que era capaz de hacerlo. Amanda siempre se había ido a medias de las vidas y de la gente a la que alguna vez había querido. No podía empacar sus cosas y salir disparada. No por falta de ganas. Posiblemente era mucho más cobarde de lo que nadie podía pensar. Salir corriendo...impensable. Por más que quisiera desaparecer, iba a hacerlo con todos sus recuerdos a cuestas, con los perros, los niños, los amigos, los paisajes...

Fotografía: Krithóval Tacoronte

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2 Comentarios

  1. Si ya no más Margarita, puede también dejar de ser Leonor, para transformarse en Rosa, luminosa y vital. Me gusta :)

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  2. No se puede escapar, pues deambulamos con todas las vidas a cuestas.

    Bellamente narrado, querida Encarna.

    Un abrazo grande

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