Tomaba sol en un balcón del bulevar Chacabuco. Córdoba se movía con su peculiar ritmo entre europeo y latinoamericano, ágil y sin embargo simpático. En el café de la planta baja los clientes iban y venían con intervalos de minutos en su negro rito.
De pronto, bajando por Chacabuco a toda velocidad, aparece un Ford Torino crema que dobla violentamente a la izquierda, por Junín. En el momento de acomodar el carro para proseguir por la nueva avenida, el hombre del asiento derecho arroja por la ventanilla dos paquetes; uno explota en segundos y lanza al cielo y alrededor volantes del teóricamente popular grupo armado Montoneros; el otro queda tieso como un burdo regalo envuelto en papel madera y amarrado con cordel. El Torino avanza rápido por bulevar Junín; cuando llega a la intersección con la primera cuadra, gira a la izquierda y toma Junín pero por la vía opuesta. Retorna hasta el paquete que no explotó y el mismo hombre desciende apresurado, lo agarra y desaparecen. Reacciono y voy por las escaleras; codeo entre la multitud de transeúntes que intentan apoderarse de los volantes esparcidos. Los papeles mimeografiados llevan el sello de una V con una P adentro: Victoria y Perón. Los testarudos guerrilleros urbanos parecen olvidar la lección de Ezeiza, cuando el anciano líder regresó de España y las huestes del brujo López Rega, reunión amorfa de espiritistas, putillas fracasadas e impotentes, masacraron y ahorcaron de los árboles, con entera libertad, a una idealista juventud argentina que lo esperaba ansiosa.
Perón no bajó; desviaron su avión, y se ocultó, como antes con Evita, bajo las dudosamente fieles faldas de Isabel. A pesar de eso los Montoneros continuaron tratando de rescatar la imagen del general, de asirse a la quimera seudorrevolucionaria del viejo fascista. En 1975.
La guerra sucia fue siempre una tradición argentina, desde los inicios de la independencia, pasando por Rosas y la Mazorca, émula criolla de la Montagne francesa y del terror, hasta el siglo XX donde los intereses económicos de la clase pudiente, las ambiciones imperiales extranjeras se ocuparon de rastrear y eliminar a una naciente y protestante clase obrera. Irigoyen y el radicalismo borraron su tradición liberal y convirtieron la lucha de clases en una caza de brujas, línea que siguió con Uriburu, Perón, Onganía, Lanusse, Perón de nuevo -y quien lo reemplazó como patrón y como hombre -José López Rega-, y los generales de la Junta: el religioso Videla, Viola y el imbécil Galtieri.
Así y todo la Argentina fue un país luminoso. En Denver, Estados Unidos, Carlos Fuentes rememoró nostalgioso aquellos días cuando generaciones de intelectuales latinoamericanos se formaban bajo la febril sombra de la cultura argentina.
Otro día, mientras un Ford Falcon recolectaba desaparecidos en la parada del bus al lado de un cine, yo, adentro, me deleitaba con el filme "Las señoritas de Willco", de Andrzej Wajda.
¿2005?
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba)
Imagen: Portada del libro Gran Panorama Argentino, Primer Centenario de la República, 1910
3 Comentarios
Los que se acomodaron arriba nunca estuvieron a la altura de los sueños de los que quedaron abajo. Así fue y será esa porquería del poder.
ResponderEliminarUna confluencia precisa de literatura e historia crítica.
Por cierto, esa película de Wajda aún no la he visto, pero haré el intento.
Excelente como siempre, estimado amigo.
Este tu primer párrafo lapidario, Jorge. Preciso. Sucedió y ha de continuar. Inherente al hombre, será, a su imperfección que parodia lo "divino".
EliminarEn cine, con Wajda, no hay dónde perderse. Siempre bueno.
Abrazos.
Tiempos aquellos, tiempos sobre los que leí en clases de historia. Voy leyendo y reconstruyendo el rompecabezas hasta que me la vuela en mil pedazos. La Argentina es un país en el que hay que remarla bastante.
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