Márcia Batista Ramos
El sol caribeño, no cocina los sesos como el sol altiplánico lo hace. Pero ciertas capacidades se pierden o se atrofian no por el sol, sino por el consumo de polvos voladores, que están prohibidos para todos los seres alados o no.
Todos los negocios tienen sus reglas, algunas escritas en piedra, otras implícitas. Porque sin normas las cosas no marchan bien.
Lógicamente, que no es una regla moral. Tampoco una recomendación sanitaria, ni un consejo de abuela lúcida. Es, apenas, una ley no escrita del poder: quien consume lo que administra termina creyéndose elegido, ungido, eterno.
Creo, tal vez, me equivoque, que fue en la película The Godfather, que escuche la célebre frase: Regla núm. 1: nunca consumir el producto. Porque el producto no amplía la conciencia: la deforma. No da claridad: otorga una fe errática. No fortalece el mando: lo vuelve espectáculo circense.
En América Latina el realismo mágico ya no necesita novelistas, porque los reyes chiquitos gobiernan con la nariz blanca y la conciencia empañada. Como monarcas de utilería, se encuentran sentados en tronos de polvo, convencidos de que la sustancia también protege, que la química tiene pacto con los dioses y que el milagro bien invocado, anula cualquier expediente judicial, aun cuando su cabeza tiene precio.
Entre pompas y sonajas aparece primero el Orador Infinito, con su mirada perdida y sus palabras fatuas. Habla como quien lanza una red al vacío esperando atrapar la historia. Sus discursos no comienzan ni terminan: apenas se evaporan. Cada frase promete una revelación, pero al llegar al punto se disuelve en metáforas mal rumiadas que no logra expulsar. Cree que el verbo es acción, que la palabra sustituye la ética, que hablar sin pausa equivale a regir. Consume ideas ajenas, consignas recicladas, y algo más —eso que vuelve el pensamiento circular y la soberbia pedagógica.
La tarde iluminada por un sol radiante, bajo un cielo de esmalte fundido, parece adornada por millones de banderines multicolores, se escucha una banda y uno puede distinguir en medio de la romería, al Ungido por los Espíritus, rodeado de un séquito que mezcla generales, brujos de aeropuerto y santos con cuentas offshore. Lleva amuletos en los bolsillos y gallinas sacrificadas fuera de escena. Cree, con una fe conmovedora, — casi creíble —que la santería detiene órdenes de captura, que los espíritus confunden satélites o mísiles y que el polvo, bien aspirado, hace invisible al culpable. En fin, se cree protegido por fuerzas ancestrales que jamás le pedirán cuentas.
Más allá, uno puede ver la Negadora Técnica. Quizás tiene el perfil más cínico. Jamás grita, no invoca dioses, no promete epopeyas, no hace nada… Apenas bebe un té de nopal y hace algo más eficaz: normaliza la renuncia. Dice que no es opción luchar, que no se puede, que el problema es demasiado complejo y que tomar acciones está fuera de la ley. Convierte la omisión en discurso y la pasividad en método. No consume en exceso, pero tolera el consumo ajeno; administra la anestesia social con lenguaje aséptico, como si la sangre fuera una variable estadística.
Todos son distintos, pero obedecen al mismo rito: vender y gobernar, gobernar y consumir, hasta que el poder pierde gravedad y se vuelve farsa. Porque cuando el rey consume, deja de temer al ridículo. Cuando el poder deja de temer al ridículo, el mundo asiste al circo.
Ahí están, desfilando, los pequeños monarcas soberbios que se olvidaron que son servidores públicos. Con sus coronas torcidas, tronos inestables, miradas febriles. Se mueven como bufones solemnes, convencidos de su grandeza, mientras el planeta los observa con una mezcla de horror y carcajada amarga. No son villanos de tragedia clásica: son personajes de una comedia oscura, donde la risa no alivia, sino que incomoda.
El realismo mágico, en esta versión degradada, ya no eleva lo cotidiano: lo delata. Porque los milagros no curan, encubren. Las palabras no fundan, distraen. La fe no salva, posterga.
En medio al derroche de la cosa pública, hay que recordarles la Regla núm. 1: nunca consumir el producto. Porque el producto no sólo destruye el cuerpo: destruye el sentido del límite. Y el poder sin límite, drogado de sí mismo, no necesita enemigos: se devora solo.
En este continente de prestes religiosos y carnavales, donde la historia insiste, aunque la nieguen, los bufones seguirán bailando hasta que la música se corte. Cuando eso ocurra, no habrá santo, discurso ni excusa técnica que alcance.
La regla seguirá escrita en ninguna parte, como todas las leyes verdaderas.
Y, como siempre, llegará tarde para quienes creyeron que estaban por encima de ella.


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