PABLO CINGOLANI -.
Thoreau merecería ser recordado como su inventor. En los hechos, si bien jamás filosofó sobre el asunto, con sus eternas caminatas por su condado, por los alrededores de Concord-Massachusetts, estaba demostrando la existencia de una geografía de los márgenes, algo así como poner en el centro, en el centro del espacio y de la existencia, de tu espacio y de tu estar en la tierra, lo que la mayoría desecha si hablamos no sólo de coordenadas sino de eso valioso y absoluto que vale la pena vivirlo, allí donde te encuentres, allí donde lo encuentres. En esa dirección, si uno lo asume a plenitud, puede llegar a advertir que el mundo es infinito y propio, y no como lo popularizó Ciro Alegría sin proponérselo.
Digo: vivimos en un planeta híper, súper, mega urbanizado, de forma aceleradísima, de forma inexorable y, a menos que suceda algo –algo extremo, sin dudas, cataclísmico-, vivimos de una manera de la que nadie parece querer o poder escapar a sus tenazas de acero, a sus alfombras de cemento, a su lógica de hormigón armado aprisionador, como ya las sentía Artaud a las urbes, a mitad de camino entre Thoreau y nosotros.
Pero no voy a escribir sobre el desprecio y la condena a lo urbano (si quieren leer algo bueno, algo muy bueno sobre el tema, pueden leer Los Trazos de la Canción, de Bruce Chatwin, un estudio-elogio al nomadismo), de lo que quiero escribir es sobre esos espacios marginales, esa geografía de la marginalidad que en el lugar donde vivimos algunos –La Paz-, espero se convierta en ámbitos a preservar, santuarios a ofrendar, lugares amables, que sobrevivan a esa tendencia mundial a urbanizarlo todo.
Doy fe: si existe una ventaja indudable en vivir y convivir con y entre las montañas es el potenciamiento mayor de esa cultura de recuperación y revalorización del espacio marginal, del espacio no oficial, del espacio no turístico, del espacio cuyo sentido y significación esencial se la otorgamos también nosotros, cada uno, ya que es donde la geografía se vuelve intimidad, y uno puede escaparse de toda regla, convención, condena, por el simple efecto de volver a sentir el lazo, el ritmo, la respiración de eso que nutre, inspira, rumbea. La geografía de márgenes es también una geografía de símbolos.
Anoto una historia que pasó hace ya un cuarto de siglo. Un amigo mío, muy querido, se iba a vivir a Europa, a Dinamarca para ser más precisos. Un hecho tan radical, un cambio tan contundente, merecía y bien por él, una especie de despedida del continente donde había nacido. Por ello, y por si las moscas (su avión podía venirse abajo sobrevolando las islas Azores), quería ver Macchu Picchu y luego partir. Pasó por aquí, por La Paz, donde ya vivíamos nosotros, para arribar a destino. De ida, le advertí a mi amigo que sitio tocado por la ponzoña del turismo, pierde encanto, pierde fuerza, pierde alma, así se llame Macchu Picchu. Igual fue, y retornó a nuestro cuarto. Era obvio que no había logrado el efecto despedida que ansiaba. En busca de subsanar eso, le propuse que camináramos a sólo tres cuadras de donde morábamos. Le dije algo así: vas a ver un espectáculo único, maravilloso, cargado de esplendor y de energía. Mi amigo dudaba. ¿Cómo es posible semejante milagro en medio de algo que indudablemente era lo que llamamos una ciudad?
Esa época vivíamos en la calle Vincenti esquina Muñoz Cornejo. A tres cuadras, estaba y sigue estando la Plaza España y el monumento a Cervantes. Hacia allí acudimos para avituallarnos. Esta experiencia que vas a vivir, le aseguré, es mejor hacerla con la garganta en llamas. Nos aprovisionamos de dos petacas de whisky y volvimos a la base: a la puerta de la casa. Esos años, si uno caminaba tres cuadras desde la encrucijada citada en dirección oeste, simplemente sucedía esto: la ciudad se acababa, terminaba, no había más. En la mítica “final Muñoz Cornejo” había unas pocas casas y un motel, fiel indicador moral de la marginalidad del espacio de la época. De día, allí se ubicaban unas cuantas ladrilleras, que le daban al paisaje, un toque africano. De noche, como esa noche que fuimos a contemplarlo, lo que veías era inusual, te dejaba sin aliento, por lo bello, por lo sublime.
Resulta que la ciudad, por debajo, se convertía en un gran faro que iluminaba los farallones y las formaciones geológicas de arcilla y piedra de Llojeta, farallones que de noche, y bajo esa luz, se convertían en algo paralizante: verlos por primera vez te producía un shock eléctrico ya que no sabías nunca bien que veías: podía ser la obra de un dios juguetón o demente o el trabajo paciente y sabio de la naturaleza –lo que en el fondo, es lo mismo-, pero estuvo claro que eso sí fue impactante para mi amigo, y no tan así las ruinas de los Incas fugados.
Si todavía hacía falta conmoción estética, era sólo cuestión de darte la vuelta y mirar hacia el sur. Esos días no había avenida Kantunani ni nada que se le parezca, entonces lo que veías hacia abajo era una serpiente de luces que empezaba en Obrajes y se perdía por Cota Cota. La línea azul oscura de los cerros –y la mole espectral del Illimani- coronaban la escena.
Hoy, Llojeta ha dejado de ser refugio de prodigios (incluyendo a la memoria omnipresente del poeta Guillermo Bedregal) para convertirse en un barrio más de la ciudad; la mancha urbana se ha devorado a la serpiente, y lo que ahora observas es un cachalote con extrañas patas, aunque si uno quiere verlo con ojos ensoñados, puede seguir haciéndolo.
Digo que a pesar de todo, quebradas y huaycos adentro, una manera además de regressus ad uterum; más arriba por los valles laterales, la Serranía Murillo incluida; más abajo, en Río Abajo precisamente, la geografía marginal paceña sigue viva. Poderosa Margilandia: sólo es cuestión de ir a encontrarla. Palabras tan complejas o distantes de la realidad tal cual parece ser como explorar o descubrir, se acercan, se tocan, se sienten si sólo logramos hacer una sola cosa: abrir los ojos al territorio y como quería el señor Baudelaire embriagarse, de geografía al menos.
1 Comentarios
Sólo había que caminar un poco para ver que el paraíso estaba de este lado.
ResponderEliminarExcelente escrito, querido amigo