Hace cuatro años mi madre fallecía en el Hospital Gustavo Fricke de Viña del Mar producto de una insuficiencia renal grave, diagnosticada en un principio como insuficiencia renal crónica. Recuerdo que un 31 de marzo de 2008 mi madre convulsionaba en su cama de su departamento en Miraflores Alto, un sector modesto de la Ciudad Jardín. La insuficiencia renal había sido detectada a tiempo, pero fue tanto lo que demoraron en su primera diálisis que después sería tarde. Ese último día de marzo de hecho fue tarde, y yo llegaba con mi madre y mi novia de ese tiempo en una ambulancia a Urgencias del hospital con una esperanza moderada de que se salvara. Como dije había convulsionado y antes, tal como dijo la persona que la cuidaba al telefonearme a Santiago, había “soltado esfínteres”.
Recuerdo esto porque he terminado de leer Diario de invierno, de Paul Auster. En este libro, que en verdad es una novela con formato de diario en el que repasa episodios tristes y algunos muy alegres, hallé un relato muy similar sobre la muerte de su madre. Dato curioso: la madre de Auster falleció a los setenta y tantos, la mía a los setenta y uno y medio. Sé que es una edad en la que la gente comienza a morir; quiero decir que no es extraño que a esa edad las personas fallezcan, pero el tono del relato de Auster me hizo pensar en las semejanzas. Tal vez en las muertes de todas las madres pase lo mismo: los hijos que hemos “usufructuado” de su cariño y de su devoción no queremos o no toleramos la idea de que ya no estén. Otro dato curioso: la madre del escritor estadounidense murió un sábado de mayo del 2002, la mía un lunes cuando abril terminaba.
Esta última novela de Auster bien puso haber concluido en la mitad de las doscientas cuarenta páginas pero es precisamente la muerte de su madre la que la sostiene hasta el final: “… es Debbie, la joven que limpia el apartamento de tu madre una vez a la semana y la lleva de compras en coche de vez en cuando, y lo que te está diciendo Debbie es que acaba de entrar con su llave y ha encontrado a tu madre en la cama, el cuerpo de tu madre en la cama, su cadáver en la cama, a tu madre muerta en la cama”. Cuando la persona que cuidaba a mi madre me dijo que había “soltado esfínteres” sentí algo similar a lo que el escritor estadounidense cuenta inmediatamente después: “Mientras asimilas la noticia tienes la impresión de que se te vacían las entrañas. Te sientes aturdido y hueco, incapaz de pensar”.
A diferencia del autor de Diario de invierno, cuando me avisaron de la muerte de mi madre, yo estaba preparado. Ella había agonizado durante casi un mes en ese hospital, y pese a que en esa época vivía en Santiago, me las arreglaba para visitarla al menos tres veces a la semana. Le llevaba tonteras como orejeras lilas, compradas al ingreso del recinto hospitalario, o helados para todas las mujeres de la sala. Recuerdo que las orejeras se las puse y ella esbozó una sonrisa. Por lo general hablábamos de mi hermano, o más bien de mi relación con él. Parecía como si quisiera dejar todo listo. Otras veces hablaba de mi viejo y me decía que no tenía que ser rencoroso. De todas sus charlas no recuerdo que haya hablado mal de nadie. A la distancia creo que eso es una muerte digna. Pero pasaban los días, y yo estaba estresado y cansado. Se me estaba volviendo insoportable estar al lado de una madre enferma, agonizante, cuando ella siempre había sido la que había estado a mi lado cuando en mi infancia no paraba de enfermarme: bronconeumonía, gripe, resfríos, la rotura de mi muñeca izquierda, en fin.
Tal vez por eso inventé el viaje a Buenos Aires con las personas con las que hacíamos una revista de narrativa. Alojamos en Once, a pasos de la famosa plaza, a otros tantos metros de Cromañón, donde en 2004 sucedió la tragedia y donde a comienzos de este año sucedería otra, esta vez en la estación de trenes. Precisamente con estos amigos recorríamos las afueras de aquella estación, cuando alguien nos contó que en ese lugar se había fundado Buenos Aires. Creímos la historia porque estábamos ahí. Si hubiésemos estado en otro lugar y nos hubieran dicho que Santa María del Buen Ayre, su verdadero nombre, se había fundado ahí, también lo hubiésemos creído. Lo pasamos bien, salvo por la crisis de pánico de uno de nosotros. Crisis que también registra Paul Auster en su libro y que siguió después de la noticia de la muerte de su madre. Pero al sujeto en cuestión no se le había muerto nadie, salvo su tarjeta de crédito que no estaba activada.
Cuando regresamos a Chile, el sujeto en crisis no paró de vomitar en el avión. Aunque lo que más me molestaba no eran sus vómitos detrás de mí, sino la preocupación que todos manifestaban. Por fortuna el avión tocó suelo; ya estaba harto del “acompañante”. Activé mi celular y entró una llamada. Era mi tía: “Lo siento, Gonzalo. Sucedió lo que temíamos”.
Publicado en Revista Punto Final y en el blog del autor el 10/05/2012
2 Comentarios
Emotivo relato, muy dinámico y sincero. La partida de los cercanos duele mucho, de la madre es una desconexión con el origen del propio ser.
ResponderEliminarAuster y León confluyen narrativamente en un mismo ritmo cardíaco.
ResponderEliminarEmotivo y muy bien escrito.