GONZALO LEÓN -.
Exilio, inmigración, adopción libre, enamoramiento, esnobismo han sido las causas por las cuales algunos escritores han escrito en un idioma distinto al que se hablaba en sus países. La cantidad de autores que lo han hecho resulta nada de despreciable. Algunos de ellos han vivido en Argentina, otros han sido argentinos. Los franceses Paul Groussac y Alfred Ebelot, y el polaco Witold Gombrowicz se cuentan entre el primer grupo, mientras que Copi, Wilcock y Héctor Bianciotti (quien fue miembro de la Academia Francesa de Letras) en el segundo.
Gombrowicz, polaco de nacimiento, se dedicó desde su llegada a Argentina, a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, a traducir su novela Ferdydurke en un cenáculo compuesto por escritores. Tal como cuenta en Diario argentino, el proceso consistía en traducir “como podía del polaco al español y después llevaba el texto al café Rex donde amigos argentinos repasaban conmigo frase por frase, en busca de las palabras apropiadas, luchando con las deformaciones”. Groussac es otro caso; admirado por Borges, quien como señala Alejandro Eujanian en el prólogo de la reedición de Los que pasaban, “lo consideraba uno de los principales renovadores, junto a Alfonso Reyes, de la prosa castellana”; algunos se animan a decir que el español que usó Borges para escribir hay una gran influencia de Paul Groussac [ver recuadro]. Quizá porque Argentina ha sido tierra de inmigrantes y porque el mismo Borges en su ensayo El escritor argentino y la tradición solucionó el problema afirmando que la tradición del escritor argentino era “toda la cultura occidental”. Pero escribir en otro idioma no ha sido patrimonio de inmigrantes que llegaron a Argentina ni de argentinos que vivieron en otra patria.
1. JOSEPH CONRAD: un escritor polaco que hizo del viaje una epifanía, recuerda en Crónica personal lo que pudieron haber sido sus últimas vacaciones cuando tenía dieciséis años (1873), y cómo cambiaría el derrotero de su vida y en especial del idioma que escogería para escribir. Conrad, que aparte de polaco sabía francés, estaba hospedado en un hostal, en apariencia, desolado en Suiza junto a su tutor; a la mañana siguiente todo cambió. Ésa fue la primera vez que Conrad escuchó el acento inglés de pueblo, el mismo que luego volvería a escuchar en un sinfín de viajes de boca de marinos ingleses, escoceses y galeses, y quedó fascinado por ese ruido. Esta anécdota resulta relevante para explicar por qué él se enamoró de este idioma: “En mi caso el inglés no fue producto de una elección ni de una adopción”. Conrad fue marino y se aventuró en eso que él llamó en Notas de vida y letras la segunda naturaleza del británico: “Es mi convicción más honda, o acaso debiera decir mi sentimiento más profundo, nacido de la experiencia personal, que no es la mar sino los buques que la surcan los que guían y determinan ese espíritu de aventura que, dicen algunos, es la segunda naturaleza del británico”. Para Conrad este idioma significaba la aventura y por tanto no podía escribir en otro idioma que no fuera éste.
2. KAFKA: para una literatura menor, se llama el ensayo que escribieron Gilles Deleuze y Félix Guattari para explicar la situación del escritor checo. En un capítulo en el que definen qué es una literatura menor hablan de la desterritorialización de la población alemana en la República Checa, “minoría opresora que habla un idioma ajeno a las masas, como un ‘lenguaje de papel’ o artificial”. Kafka escribió en alemán, pero optó por el alemán de Praga y lo mezcló con checo y yiddish, lo que lo hizo abandonar el sentido y recurrir al subentendido. La operación que hace Kafka tuvo sus particularidades: “El uso incorrecto de preposiciones, el abuso del pronominal, el empleo de verbos que sirven para todo (como Giben para la serie ‘poner, sentarse, colocar, quitar’), la multiplicación y la sucesión de adverbios, el empleo de connotaciones dolorosas”. El autor checo crea de este modo una lengua nueva, y eso se debió a, entre otras razones, que fue uno de los pocos escritores judíos de Praga que entendía y hablaba checo, y no sólo eso, porque además con el tiempo aprendió francés, italiano, hebreo y un poco de inglés. Este amplio conocimiento le dio a elegir entre la lengua vernacular que era el checo, el yiddish que era despreciado o temido y el alemán que era “la lengua vehicular de las ciudades, lengua burocrática del Estado, lengua comercial de intercambio”. Deleuze y Guattari señalan que los irlandeses Joyce y Beckett también desarrollaron una literatura menor; resaltan que hay un texto de Kafka que es muy “beckettiano” en donde escribe: “Es necesario que deje bien aclarado que yo estoy aquí en mi país y que, a pesar de todos mis esfuerzos, no entiendo una palabra del idioma que usted habla”.
3. SAMUEL BECKETT: narrador, dramaturgo, traductor, poeta, irlandés, en 1969 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Figura clave del teatro del absurdo, es parte de una pléyade de escritores irlandeses destacados, como Jonhathan Swift, Laurence Sterne y James Joyce, de quien fue su secretario, llegando a realizar la investigación para Finnegans Wake, la más rara novela de Joyce. Pese a esta pesada tradición se atreve a escribir en francés una de sus obras más célebres, Esperando a Godot, y a realizar un ensayo, aunque en inglés, sobre uno de los escritores franceses que más admiraba: Marcel Proust. Su trabajo sobre el mundo de todos los tomos de En busca del tiempo perdido y de lo que quiso hacer su autor es tan exhaustivo que parece escrito por un francés. Para Beckett, “todo el universo de Proust surge de una taza de té”, para referirse a los pequeños detalles que cobran importancia. Muchos, entre ellos Borges, señalaron que Proust en En busca del tiempo… lo que hizo fue contar la realidad en detalle, para el autor irlandés es todo lo contrario, ya que es evidente su desprecio “por la literatura que ‘describe’, por los realistas y naturalistas que rinden culto al detritus de la experiencia, postrados ante la epidermis y la epilepsia súbita, satisfechos de transcribir la superficie”. Beckett compara a Proust con Dostoievski en el sentido de que el ruso “expone a sus personajes sin explicarlos” y Proust “los explica para que así aparezcan tal como son: inexplicables”.
4. VLADIMIR NABOKOV: creció en el seno de una familia rusa anglófila: desde temprana edad, como cuenta Brian Boyd en su monumental biografía Vladimir Nabokov: los años americanos, su padre les leía a sus hermanos y a él Grandes esperanzas, de Charles Dickens. Con el tiempo y por su cuenta abordó a Chesterton, Stevenson, Shakespeare y Keats. Nabokov huye primero la Revolución Rusa y luego de la Alemania nazi, refugiándose por varias décadas junto a su esposa e hijo en Estados Unidos. Su experiencia fue similar a la de Kafka, ya que vivió diecisiete años en Alemania y sus hermanos hasta la Segunda Guerra Mundial vivían (aunque uno murió) en Praga. Mientras estuvo en Europa cobró notoriedad como escritor bajo el seudónimo de Vladimir Sirin, por lo que su llegada a Estados Unidos, o la de Sirin, fue anunciada por un periódico ruso de Nueva York. Pese a que sabía inglés y había escrito en francés, comienzan sus conflictos con la lengua. Por un lado le recomienda a un amigo ruso recién llegado “evitar a la emigración rusa local” y por el otro, cuando se da cuenta de que debía escribir en inglés para ser tomado en serio, le escribe a otro amigo que “añora Rusia y el ruso y que renunciar a su lengua se parecía a una agonía”. Sus primeros años en Estados Unidos fueron así, haciendo amigos como el famoso editor Edmund Wilson (que había editado a Hemingway y a Fitzgerald) y escribiendo su primera novela en inglés, La verdadera vida de Sebastian Knight, que el mismo Wilson no vaciló en manifestar su incredulidad por su “prosa inglesa tan magnífica”. El conflicto con su lengua materna lo llevaría en los siguientes años a dedicarse a traducciones, a ensayos sobre escritores rusos (el más sobresaliente es el sobre Nikolai Gogol) y a la docencia de ruso. De hecho antes que comenzara su segunda novela en inglés, Barra siniestra, tuvo “un terrible deseo de escribir, y de escribir en ruso…”. Como resume muy bien Brian Boyd, el gran consuelo que América le ofreció a Nabokov tras obligarle a renunciar a la lengua que había aprendido en la infancia fue “la posibilidad de hacer realidad el sueño infantil de explorar y de descubrir lepidópteros [mariposas y polillas, aunque su fuerte eran las mariposas]”, llegando a convertirse en el lepidopterólogo más famoso del mundo. Después las cosas cambiaron: no sólo deseó que lo trataran como ciudadano estadounidense, sino también como escritor de esa nacionalidad.
5. COPI: a partir de 1962, con veintitrés años, se radicó en París hasta su muerte en 1987. Dibujante, dramaturgo, narrador, escribió en francés casi toda su obra. En el comienzo del relato autobiográfico Río de la Plata, incluida como novedad en Obras (tomo I), Copi escribe: “Me expreso a veces en mi lengua materna, la argentina, y con frecuencia en mi lengua amante, la francesa. Para escribir este libro mi imaginación duda entre mi madre y mi amante”. Copi, en la fecha en que escribe este relato (1984), precisa que sólo entre 1955 y 1962 vivió en Buenos Aires y que duda en regresar. Se pregunta si su caso podría catalogarse de exilio: “¿Exiliado? Esa palabra salió sola de mi pluma, seguida de un signo de interrogación. Si alguna vez debiera decir algo sobre el exilio me cuidaría bien de hacerlo en primera persona”. Pero tal vez en una entrevista concedida unos años antes queda más clara su postura en relación a lo que Deleuze y Guattari llamaron desterritorialización: “Me he mimetizado con un francés, un italiano, pero en relación con la literatura, incluso si escribo en francés o italiano, soy un escritor argentino”. Aunque luego confiesa que cuando escribe en francés “yo traduzco literatura argentina” y termina adscribiendo al planteamiento que hizo Borges en El escritor argentino y la tradición: “Por lo demás, todos los escritores argentinos somos internacionales”.
6. JUNOT DÍAZ: vivió hasta los seis años en República Dominicana y de ahí emigró junto a su familia a Estados Unidos. Pero escribe en inglés. Su primera novela, La maravillosa vida breve de Óscar Wao, ganó el Premio Pulitzer y el National Books Critics Circle Award. Su tema es la inmigración dominicana en Estados Unidos y el personaje que mejor representa esto es Yunior de las Casas, que también aparece en su segundo libro de cuentos, Así es como la pierdes, recientemente editado. Yunior habla en jerga y resulta difícil imaginar la traducción que se hace del inglés a cualquier otro idioma, pero para su creador esto no tiene nada de raro porque “prefiero que mi libro esté en otro idioma a que no lo esté”, pese a la importancia que le asignan al español sus personajes. En el primer relato de Así es como la pierdes, por ejemplo, su suegro, camino a ser ex, le dice que “no mereces que te hable en español”; su novia en tanto “me arrastraba a la misa en español los domingos”. En otro relato el narrador califica la importancia del español por oposición, cuando otro personaje se empareja con “una cocoa-panyol de Trinidad, con un acento inglés falso”. Los personajes mujeres de Díaz parecen haber dejado siempre hijos en República Dominicana, una especie de semilla para que la historia se repita, es así como en Otra vida, otra vez la narradora (ya por fortuna no es Yunior) describe a una subalterna, ambas dominicanas: “Probablemente extraña a su hijo, o al padre del pequeño. O a nuestro país entero, en el que nunca piensas hasta que ya no está al alcance, y al que nunca quieres tanto hasta que estás lejos”.
Hay más casos: Elías Canetti, Vicente Huidobro, Paul Celan. El último y el más breve de éstos es el de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), quien como contaba el escritor Raúl Escari en Actos en palabras, se negaba hasta hace un tiempo a dar entrevistas a la prensa catalana “porque inevitablemente le preguntan (le reprochan) no escribir en catalán”. O como escribió Juan Villoro en un artículo para referirse a Vila-Matas, “el catalán que escribe en español para mentir con libertad”. Quizá en este punto radique una explicación más general para estos escritores que incursionaron en otro idioma: la búsqueda de libertad.
RECUADRO
PAUL GROUSSAC
Por Jorge Luis Borges*
He verificado en mi biblioteca diez tomos de Groussac. Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros –crasamente– en montón. Esa perseverada decena evidencia, pues, la continua legibilidad de Groussac, la condición que se llama readableness en inglés. En español es virtud rarísima: todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible porción de la molestia con que fue trabajado. Fuera de Groussac, sólo he comprobado en Alfonso Reyes una ocultación o invisibilidad igual del esfuerzo.
El solo elogio no es iluminativo; precisamos una definición de Groussac. La tolerada o recomendada por él –la de considerarlo un mero viajante de la discreción de París, un misionero de Voltaire entre el mulataje– es deprimente de la nación que lo afirma y del varón que se pretende realzar, subordinándolo a tan escolares empleos. Ni Groussac era un hombre clásico –esencialmente lo era mucho más José Hernández– ni esa pedagogía era necesaria. Por ejemplo: la novela argentina no es ilegible por faltarle mesura, sino por falta de imaginación, de fervor. Digo lo mismo de nuestro vivir general.
Es evidente que hubo en Paul Groussac otra cosa que las reprensiones del profesor, que la santa cólera de la inteligencia ante la ineptitud aclamada. Hubo un placer desinteresado en el desdén. Su estilo se acostumbró a despreciar, creo que sin mayor incomodidad para quien lo ejercía. El facit indignatio versum no nos dice la razón de su prosa: mortal y punitiva más de una vez como en cierta causa célebre de La Biblioteca, pero en general reservada, cómoda en la ironía, retráctil. Supo deprimir bien, hasta con cariño; fue impreciso o inconvincente para elogiar. Basta recorrer las pérfidas conferencias hermosas que tratan de Cervantes y después la apoteosis vaga de Shakespeare, basta cotejar esta buena ira: “Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero fuera un obstáculo serio para su difusión, y que ese sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar ‘impresión’ en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto dependa de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino”.
*Extracto del texto dedicado a Groussac e incluido en el libro Discusión, publicado originalmente en 1932.
Publicado en suplemento Cultura de diario Perfil y en el blog del autor el 12/09/2013.
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