ROBERTO BURGOS CANTOR -.
No es preciso el cálculo sobre cuántas modificaciones de la realidad caben en una vida. Y tampoco se sabe si esas transformaciones, cuando son sutiles, son perceptibles.
Las transformaciones, en contra de la aspiración del deseo ilustrado, no siempre son dirigidas por la voluntad humana, por un ideal virtuoso, sino que por el contrario se imponen, muchas de manera escandalosa y sin aceptaciones convenidas por quienes las sufren o gozan.
Quizá los siglos durante los cuales la confrontación entre los habitantes originarios deformó, o destruyó, una forma de vida no acabada de conocer; o los pocos años de la República y su ilusión inacabada de autonomía, han terminado por volvernos errantes, sin refugios estables, y desplazados a perpetuidad.
No en vano el maestro Alejo Carpentier anotaba que la dificultad de los novelistas de nuestra América en escribir sus ciudades estaba dada por sus cambios incesantes, la poca duración de sus referencias. Entonces, pienso ahora, la inclinación memoriosa de los escritores tenga que ver con el restablecimiento, mediante la ficción, de los vacíos o desapariciones que dejan sin anclas, borran las huellas de lo que estuvo y fueron sustancia de la vida.
En realidad habría que preguntarse si la gente prefiere el vértigo de lo reciente, la posibilidad de agotar la experiencia en un santiamén y carga el temor del desencanto que puede agazaparse en las repeticiones. La desconfianza en que tras la apariencia de volver, repetir, se esconde un guiño del infinito.
¿Cuántas boyas en el oleaje de los años quedan en la Cartagena de Indias que vivimos quienes hoy estamos separados de la infancia por un buen número de días?
En el centro histórico había unas tiendas de esquina. Comenzaron como proveedoras de víveres indispensables. Huevos, pan, bollo limpio y leche, para el desayuno. Sal y azúcar. Pequeños envueltos con un compuesto de especias para un buen caldo. Algunos dulces exhibidos en frascos. Queso fresco. La vieja balanza o pesa como la llamaban.
Allí con el beneplácito de los vecinos no se le negaba una cerveza helada a quienes tenían la costumbre de beberla de aperitivo antes del almuerzo. Siempre a pico de botella. Excepto los sábados en que se reunían varios tomadores y la charla sobre lo humano y divino se animaba y el tendero perspicaz ofrecía pasteles para el almuerzo. Así inició la cortesía de poner unos bancos que terminaban encima de la acera cuando el sol se iba a lamer la pared del otro costado.
En el silencio que parecía la forma de la soledad los domingos, la playa todavía espaciosa y despoblada era un lugar de meditación, encuentro con el mar, ejercicios perezosos. Surgían conversaciones de confidencia con los amigos. Se aceptaba el azar inescrutable con la enamorada. Se reconocía el agua como un espejo y la arena como una caricia olvidada.
Así los días.
2 Comentarios
Hoy se vive bajo la realidad camuflada de los medios de comunicación y parece que nos tiene que gustar a todos ese travestismo inmoral del ser humano.
ResponderEliminarTodos tenemos un camaleón dentro, algunos lo usan para hacer mil forradas como los políticos corruptos y empresarios hiper-ambiciosos. Ud lo refleja tal cual, muy bueno.
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