Desperté cuando sentí
la brusca parada final
de los ochocientos kilómetros
que separan a un mundo de otro.
El chirrido de las enormes ruedas
hizo saltar a seis pájaros negros
que cruzaron alborotados
por la ventanilla del tren
gorjeando de modo ensordecedor
las más fúnebres melodías.
Guardé las notas en mi bolsillo
y cuando llegué a mi morada
dibujé en la mesa de noche
un órgano de catedral
en el que tocaría las fúnebres melodías.
Con toda calma hice mi trabajo
y empecé la solitaria ejecución
en mi sombría pieza de hombre viejo.
Escuché aplausos en el vecindario.
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