ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Por azar mi infancia transcurrió entre el mar del malecón de El Cabrero y el patio enorme de árboles cubierto de hojas y del tejido del sol que se colaba por el follaje en el Jardín Montessori. Quedaba en el Pie de la Popa, calle Real, cubierta siempre de nieve vegetal de flores de bonga.
En el caleidoscopio de fragmentos que arma el recuerdo cuando la vida lo sacude, veo la casa como un castillo, las rejas de hierro forjado, terrazas, escaleras interminables, ventanales, y pisos de un ajedrez infinito. En ella estaban los salones para los niños y las maestras. El teatrino. El cuarto de música. Los espacios vedados de la segunda planta con escalas angostas que conducían a mansardas oscuras.
Cada recreo salíamos en desbandada al patio. Su portón, cerrado, daba a otra calle que los años convertirían en la avenida Heredia. Parecía el bosque de los cuentos que oíamos. Primero a las mujeres de la cocina de las casas. Acompañaban la comida de los niños en la hora de lubricán y contaban en medio de montoncitos de arroz de coco con granos dorados. Después, las maestras del Montessori , quienes leían de libros con imágenes y cantaban.
No es el momento de lamentar la pérdida del recodo que iba desde el parque de los leones y su fuente, la casa de los Villalba y la de los Peinados, la de Vicentico Martínez, hasta la memorable sala de cine de Víctor Nieto y adelante la de los Avena ( y su futbolista) y la de los Castro.
El Montessori lo fundó una cartagenera ilustrada, de pensamiento libre y ternura activa, liberal sin arrepentimientos, Ana Elvira Román. Usaba su apellido de casada, García, y daba la sensación que el amor de su hombre, discreto y pulcro, consistía en estar a su lado para que esplendiera más.
Por algún misterio de los amores avenidos, las convicciones franciscanas de mi madre y el libre pensador de mi padre, acordaron en una ciudad de templos, Arzobispos excomulgadores, conventos en ruina, matricular a sus hijos en ese experimento de formación de la sensibilidad, curiosidad por la ciencia, y solidaridad humana que fue el Jardín de Ana Elvira.
La vuelvo a ver, inmersa en la luz donde el sol del Caribe se estrena cada vez. Sus faldas amplias de colores cálidos, el perfil lozano dispuesto a las exigencias de las decisiones, el maquillaje sin deformaciones, y una voz de timbre parejo, sin estridencias, que convencía más allá de las seducciones. Nunca la oí gritar. Tenía ese talante de los liberales de verdad que consiste en tratar a los seres humanos todos como criaturas de la dignidad. Le hablaba igual a los conductores de los buses escolares, morenos de cabello apretado y músculos sobresalientes, a las adoradas maestras, como Flor Iriarte, y a los niños atolondrados que corríamos tumbando floreros.
La vida apresurada no permitió que la volviera a abrazar. Apenas nos supimos por El Universal. Y ahora, más que lágrima, gratitud Ana para tu tumba y para tu cielo que te habías ganado.
2 Comentarios
Bella evocación, estimado Roberto. Algo debe haber insidido esa formación montessoriana en tu evidente calidad humana y tu inmenso talento narrativo.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Precioso y emotivo relato. Quiero parecerme mucho a Ana Elvira. Está muy claro que dejó tras de si un rastro indeleble. Enhorabuena por el texto.
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