Cuando era adolescente leí Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, no una, sino dos veces. Tenía dieciséis años y debía leer la novela para el colegio: me fascinó al punto que siempre cuando pensaba en tener un libro mío publicado me lo imaginaba como Cien años de soledad. Unos años antes, en todo caso, mi abuelo, que trabajaba en el puerto de Valparaíso, me había introducido en el mundo de “Gabo” con Crónica de una muerte anunciada. Podría decirse que a temprana edad estaba preparado para ser Isabel Allende o cualquier novelista bestseller que escribe imitándolo. Pero algo sucedió.
Casi dos décadas después encontré un ejemplar de esa novela en la casa de alguien y comencé a hojearla, y de plano me pareció insoportable. De hecho me puse a pensar cómo me había gustado a tal punto de que mi modelo de novelista fue por mucho tiempo García Márquez. Los gustos cambian, o uno va educando su gusto con las lecturas, y en esa época mi consumo de literatura estadounidense era tal que ya había detectado que, al menos en esa novela, “Gabo” había usado como modelo a William Faulkner. A partir de ese momento no sólo cambié mi gusto, sino que no me reconocí en aquel adolescente que había gustado de Cien años…, y detesté a García Márquez por haberme engañado: a mí, un chico virgen que aún estaba en el colegio, no se le podían hacer ese tipo de cosas, pensé.
De ahí en adelante no me dejaría engañar tan fácilmente. Sin embargo esta decisión la había tomado una década antes: a los amigos y conocidos que me decían que tenía que leer por ese entonces, los deliciosos noventas, a Julio Cortázar, no les hacía caso; lo mismo para quienes insistían en que viera las películas de Alejandro Jodorowsky, aunque admito que con el tiempo leí El perseguidor, pero a quienes, con los ojos desorbitados por la emoción, me recomendaban la lectura de Rayuela, yo sólo les decía que sí, ya, como si fueran unos loquitos de patio.
Con motivo del centenario del nacimiento de Cortázar se ha puesto de moda hablar mal de él, alguien incluso dijo en Facebook que ya parecía bullying. El escritor Martín Kohan recopiló el año pasado unos textos que publicó Ediciones UDP, donde –no sé si lo decía ahí o me lo dijo personalmente en una entrevista en una librería de Palermo– que lo malo de Cortázar no eran tanto sus textos, sino la gente que lo seguía, y que lo mismo pasaba con Borges y César Aira: el borgismo y el airismo tenían el pecado de olvidar lo más importante de esos autores, su obra. Ahora Aira acaba de publicar Continuación de ideas diversas, un ensayo escrito en fragmentos donde va refiriéndose a sus puntos de interés: el auge de la crónica, la novela policial, el “outsider art”, las vanguardias, la magia, Superman, las primeras lecturas.
Precisamente en las primeras lecturas, Aira describe la sensación que tuve hace casi diez años con García Márquez, aunque él la aplica a Cortázar. “Todos los lectores han tenido la experiencia de releer algo que les había parecido admirable, y encontrarlo deplorable, o viceversa”, escribe, explicándose esta experiencia por “cambio de intereses, evolución personal, descubrimientos”, en fin. En el punto referido al autor argentino, Aira señala que cuando era adolescente Reunión y El perseguidor le parecieron dos cuentos magníficos; sin embargo, cuando tres décadas después los volvió a leer, “los encontré malos al punto de lo impublicable. Me intrigó que hubiera podido admirarlos alguna vez. Yo era chico pero no tanto, y ya había leído a escritores realmente buenos”. Aira sigue reflexionando hasta que encuentra una explicación concreta: “Debe de estar ahí el secreto de la atracción que ejerce Cortázar sobre los jóvenes: ser el repositorio de las ilusiones del aprendizaje de la literatura”. En otras palabras Cortázar sería algo así como un pecado de juventud que todos podrían permitirse, y al que habría agregar a García Márquez.
La figura de Cortázar en el reciente Salón de París, que tuvo como país invitado a Argentina, fue controversial, no sólo porque algunos escritores acusaron al gobierno de discriminación política en las invitaciones, sino porque los dos escritores vivos más importantes a nivel mundial, Ricardo Piglia y César Aira, no asistieron. Piglia pidió un homenaje a Juan José Saer, escritor argentino que al igual que Cortázar vivió mucho tiempo en París, que no fue aceptado por el director del famoso salón, y Aira, no sé en realidad cuáles fueron sus motivos, pero me gustaría pensar que no se hubiera sentido del todo cómodo hablando con el rostro de Cortázar observándolo.
Más allá de esto, las figuras de Cortázar y García Márquez eran marcas en las lecturas de los jóvenes que nos educamos hasta los ochenta o noventa, primero porque pertenecieron a ese fenómeno de marketing literario llamado “boom latinoamericano”, y segundo y más relevante, porque estaban incluidos en los planes de lectura de los colegios. Los jóvenes de hoy y de mañana, liberados de ambas experiencias, quizá se salven de estas lecturas. Hoy y mañana quizá no sea tan común ver a alguien leyendo un libro de García Márquez o de Cortázar, y eso, contrario a lo que parece, podría ser un pequeño triunfo para la literatura, pero un gran paso para la humanidad.
Publicado en revista Punto Final y en el blog del autor (3/4/2014)
1 Comentarios
Interesantes y oportunos puntos de vista los que expone el autor.
ResponderEliminarIlustrativo texto que me ha traído a la memoria mi época estudiantil (año 1972)
Era pleno fanquismo y acceder a esa literatura fue un privilegio.Tuve un atípico profesor de literatura que incluyó en el temario "Cien años de Soledad", "Rayuela", "Tiempo de silencio" y otros autores como Joyce. Algunos lo releí posteriormente (Cien años de Soledad, por ejemplo). Creo que se aprende a escribir leyendo. Nos fascinamos con un escritor y le seguimos fielmente. Yo no pude terminar "El general en su laberinto", eso no quita que haya aprendido tanto de Gabo, Cortázar, Manuel Vicent, Neruda, Mario Benedetti...
Los escritores no se caracterizan precisamente por apoyarse entre si, aunque realmente hay espacio para todos. Yo por mi parte agradezco a la vida que me haya puesto delante a un profesor como don Eugenio Padorno.