EDUARDO MOLARO -.
/ Del Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús.
Sobre la calle Juncal, a pocos metros de la Avenida Centenario Uruguayo, se encontraba la modesta casita de Doménico Caterbutti, inmigrante italiano que recaló en Lanús allá por año ´51.
Se casó con Adria Menapacce, también italiana, y de ese matrimonio nació su único hijo: Flavio.
Y Flavio fue creciendo entre los andurriales lanusenses, haciendo y perdiendo amigos, corriendo detrás de la redonda en algún potrero y cumpliendo cada noche el divino propósito infantil de arrojar piedras a una luna prostituida de indiferencia.
Pero un verano de vaya a saber qué año, Flavio y sus amigos, contra toda prohibición, se aventuraron en la lagunita de Sarandí, espejo artificial formado una vieja cava que se fue llenando con las lágrimas del cielo. Algunos mitógrafos atribuyen fantasmales condiciones a aquellas aguas, justificando de ese modo la gran cantidad de vidas que se cobró durante décadas.
La cuestión es que aquella tarde Pedrito no hizo pie y se acalambró. Sus amigos lo miraron azorados y recordaron todos a la vez los insoportables consejos paternos de no adentrarse en esas aguas. El único que se atrevió a rescatar a Pedro fue Flavio. Dicen que Pedrito estaba en pánico y que aquel ataque dificultaba el salvataje. Flavio, ya extenuado, le metió un eficaz soplamoco detrás de la oreja a Pedro y así logró calmarlo, aunque desmayarlo sería el término más preciso.
Fue así que pudo salvarlo de las apocalípticas aguas.
A partir de allí, no sólo se convirtió en héroe, sino que Flavio encontró su vocación.
Tomó algunos cursos de natación y salvamento, se ejercitó mucho más trabajando un par de meses hombreando bolsas en el mercado y cada tarde se acercó a la costanera de Quilmes para nadar durante horas en las amarronadas aguas.
A los 18 años ya era el guardavidas en el Balneario de Quilmes, puesto que ocupó durante 20 años.
Allí logró una innumerable cantidad de salvatajes, pero también una larga lista de denuncias por agresión.
Y es que Flavio jamás abandonó su técnica de amansar al rescatado con un preciso mamporro detrás de la oreja.
Dicen que una tarde se acalambró en esas aguas el famoso boxeador Nicola Desiderio, el extraordinario púgil pacifista de la calle Bernal, reconocido por evadir como pocos los golpes del rival. Aquella jornada, Flavio acudió en ayuda del entrañable Nicola, pero la habilidad del boxeador le impidió a Guardavidas aplicar su sedante técnica.
Ante ese espectáculo de golpes al aire, prodigiosas evasivas y artísticos movimientos de cintura en medio de las aguas, la gente se agolpó en la orilla para disfrutar de la escena. Los más exagerados dicen que, entre un intento y otro, entre un esquive, otra persecución, otra fuga y otro quiebre de cintura, ambos terminaron en la Isla Martín García.
También se cuenta que el filósofo Heráclito D´Exceso, hombre muy afecto a las riñas consuetudinarias, varias veces se hizo pasar por ahogado al sólo efecto de agarrarse a trompadas con el fornido guardavidas.
El problema se le presentaba a Flavio cuando la víctima era una mujer. Como todo hombre bien nacido, era incapaz de pegarle a una dama. Tal vez por ello, dicen las malas lenguas, se puso de novio con Matilde Lorenzo, una poco agraciada guardavidas de la costa quilmeña, sólo para trabajar en Tándem en cada rescate y que fuera ella la que aplicara la técnica del sopapo en los casos de víctimas femeninas.
Y más allá de alguna crítica, Flavio convirtió a aquel peligroso Balneario en el de menor tasa de víctimas fatales.
Es justo decir, sin embargo, que aquello también obedecía a que el fornido Guardavidas, tal vez preventivamente, ya los fajaba incluso antes de que los bañistas se adentraran en las aguas.
Pero el tiempo ( y la contaminación del Río de La Plata ) nos dejó sin aquel popular Balneario.
Flavio trató de ejercer su oficio en las costa Atlántica, pero su edad era motivo de mofa de parte de los jóvenes bañeros. A su vez, esa temeraria mofa fue causal de la ausencia de varias piezas dentales y narices rotas en los jóvenes Guardavidas.
Con el tiempo, casi nada se supo de él. Dicen que un Domingo se introdujo en las aguas del Río de La Plata y nadó hasta que todos lo perdieron de vista.
Algunos vecinos pudientes que lograron veranear en Brasil alguna vez, aseguraron haberlo visto en una playa de Copacabana, con una zunga granate y cagando a trompadas a un garoto imprudente.
Pero es difícil confiar en los vecinos pudientes.
Y este cronista debe confesar, no sin cierta pena, que en cada veraneo intenta encontrar en los apolíneos Guardavidas una sombra melancólica de lo que fue el entrañable Flavio Caterbutti.
Lo malo es que la dama que a uno lo acompaña utiliza el mismo argumento, acaso como poética excusa para mirar a los esculturales y bronceados bañeros que velan por nuestras vidas.
Que le aproveche. También para eso están los ojos.
4 Comentarios
Un sopapo certero acelera cualquier proceso. Buenísimo capítulo del Atlas Desmemoriado.
ResponderEliminarUn abrazo grande, amigo Edu.
Abrazo grande, querido Jorge
ResponderEliminarBuenísimo Edu!!! No se espera menos de vos!!!
ResponderEliminarBuen relato Eduardo
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