Nación culebra de Pablo Cingolani



CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

Cristóbal Colón, cuando vio Tierra Firme, creyó haber encontrado el Jardín del Edén. Lo paradójico es que de principio se dedicó a destruir sistemáticamente lo que suponía ser el fundamento de las religiones. El espíritu mercantil, la fiebre del oro, resultaron con mucho mayores que cualquier abstracción divina, aunque ellas mismas gozaban de visos de ficción.

Ino Moxo, el brujo amazónico que habla en la novela mitohistórica de César Calvo (Las tres mitades de Ino Moxo), recuerda y dice de un tiempo donde el blanco no estaba, donde las naciones que no eran “bárbaros” sino hombres poblaban los bosques e interactuaban con ellos como lo que son: seres vivos. Pero Europa los “pensó” diferentes, desvalidos, confusos, equivocados, pecaminosos, y quiso arreglarles la existencia como mejor sabían: matándolos, hurtándoles, imponiendo figuras de dioses muertos que no respiraban como los árboles o las piedras, que no hablaban desde su podredumbre de yeso o madera como conversan la montaña y el bufeo. Entonces todo debía haberse acabado, pero algunos sobrevivieron escondidos en la penumbra del monte profundo, hasta hoy, donde otra vez el mismo ímpetu angurriento y “piadoso” ataca y desea arrebatarles lo poco que queda, enseñarles a vivir en las delicias del progreso.

Pablo Cingolani, poeta argentino en Bolivia, ya que nos obligaron a enmarcarnos dentro límites, ha pasado la vida intentando comprender aquel mundo evanescente, forzado a desaparecer. Como tal, combate en lucha de titanes en contra del poder establecido, cuyas aficiones-ambiciones siempre se dirigen a explotar inmisericordes los recursos naturales sin preguntar ni importar a quién pertenecen. La ceguera humana, que reproduce la del Almirante que incendia el Paraíso en lugar de adecuarse a él, no cejará hasta que no queden vestigios de quienes fuimos, espíritu que aún pervive -y en el cual debiésemos reflejarnos para aprender a continuar sin destruirnos- en los pueblos en estado de aislamiento, o en los remanentes de los grupos selváticos extenuados por la falsa liberación que les concede ya no solo el blanco, también el oscuro, aymara, negro, amarillo, cualquiera que tenga como objetivo el enriquecimiento a toda costa, con o sin retórica engañosa que al fin resultan lo mismo.

El poeta presenta batalla, dice en sus palabras previas que “también hay que darla en el plano simbólico, sentimental, místico, mágico, poético”. Para ello reúne textos que ha ido escribiendo en diez años y en miles de kilómetros caminados, descubriendo, y descubriéndose, en la Amazonía, rebelde y contumaz, aunque su obstinación no venga de un error, como sugiere este último adjetivo, y más bien de una dolorosa verdad que de epifanía parece convertirse en epitafio.

En Nación culebra, una mística de la Amazonía, Cingolani se nutre del largo poema que es el libro del peruano Calvo, mas no lo imita. Tampoco sigue la historia ficcionalizada de Quarup, de Antonio Callado, en donde el personaje busca en la existencia de los Xingú, respuestas para la suya propia. Pero es también literatura. En medio de la denuncia, de la tristeza, la angustia y cosas más que nos afligen al momento de sentir que se abandona la última tabla de salvamento, de todos como quiere el chamán Ino Moxo, crea, hace poemas, nos cuenta de la literatura de la selva que él va recolectando de sus ramas y poniéndola en papel, quizá una “fórmula para resistir”, como anotaría su prologuista Alfonso Valcarce.

Cuando los quichés de Guatemala, en el siglo XIX, pusieron en escena, después de escribirla, la tragedia de Rabinal Achí, los misioneros observaron espantados que se representaba algo muy antiguo, salido de los arcanos de la historia y mitología mayas, algo que no tenía nada que ver con ellos a pesar de centenas de años transcurridos entre la conquista y esta representación. La ventaja de los quichés era su número, que les permitió soslayar el tiempo y pasar de generación a generación las narraciones de sus ancestros. Suele ocurrir con los quechua-aymaras. Respecto a la Amazonía, esos mitos están en peligro de extinción, como las propias etnias que los recuerdan. La ballena Haisaoji, de los Ese Ejja, amarrada en el poderoso río Bahuaja, el Tambopata de la fiebre de oro y de dominio, iba finalmente a ahogarse, hasta que el poeta llega y le tiende un hilo de socorro. El precioso texto de Pablo Cingolani, Moby Dick en el Tambopata, descubre un bestiario inverosímil, aclarando, junto a San Isidoro de Sevilla, que el “monstruo” no lo es en contra de la naturaleza, sino de la naturaleza conocida. Afirmación de la que se podrían desglosar mil alegatos en defensa de los pueblos humillados y sus expresiones culturales.

Ya el poeta Homero Carvalho, que se reclama en parte movima, hablando de lo que se arriesga, aparte de la vida humana, en la destrucción del TIPNIS, rescataba el universo mítico de la selva, los seres fantasmagóricos, fantásticos, que para sus habitantes pueden ser fundacionales, que perecerían allí. Un genocidio y ecocidio de alcances insospechados. Podría ser el Madidi, el Manú, el río Madera esclavizado en represas para alimentar con soya a los chinos. De ahí la necesidad de defenderlo.

Libro fundamental el de Pablo Cingolani, expresión obligatoria de lo que no queremos ver, obviamos en incomprensible lógica. Poema en prosa y verso, tejido en maraña vegetal, calor humano y lo misterioso desconocido. Antes, siguiendo al chamán Ino Moxo, los indios de la Amazonía podían desaparecer a voluntad, para esconderse del asesinato, para castigar, pero las dimensiones del enemigo han alcanzado tal grado que ni eso basta, ya ni el “desapareció su cuerpo echando humo” (Stefano Varese sobre Juan Santos Atahualpa en La sal de los cerros) sirve. Estamos en la disyuntiva de seguir o de morir, comprender o perecer. Simple. Terrible.

Lorin Eiseley, en The Inmense Journey, afirma que “si hay magia en el planeta, está contenida en el agua”, esa agua que a diario ensuciamos con carreteras, minas y petróleo. Atavismos que debiesen obligarnos a renunciar a nuestra condición nacional y adscribirnos a la República Toromona, o a la Nación Culebra, cuyo manifiesto es este hermoso libro.


(Abril, víspera de la IX Marcha)
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/05/2012
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/05/2012
Imagen: Portada del libro

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1 Comentarios

  1. Tuve el gran honor de tener tempranamente este libro a mi disposición. Improvisé un avance de reseña a la espera de poder hacerlo a la altura que se merece el libro:

    En Nación Culebra, el reciente libro del escritor argentino Pablo Cingolani, se articula una visón de la historia, más que novedosa, necesaria, pues aglutina a los nativos despojados, a los omitidos de la selva amazónica, y los reinstala en una dimensión natural e igualitaria respecto al resto de los grupos humanos. ¿Por qué ellos habrían de ser siempre los personajes secundarios, las sombras que portan los equipajes de los conquistadores? Ellos, los nativos, también tienen su propia historia, su cosmovisión y sus formas de sobrevivencia completamente al margen del desarrollismo occidental. Su mundo era autosuficiente, hasta que los empujaron hacia otras tierras, o los encerraron en reducciones y les impusieron una religión extraña y nociones competitivas que acabaron por masacrar el alma de los nativos.


    Su mensaje parece decirnos, no los molestemos, dejemos que vivan en paz, sigamos nuestro camino como ellos seguirán el de ellos, su mundo y el de nosotros puede coexistir. No los atropellemos que ellos nunca nos atropellarán a nosotros. Contribuyamos a detener o al menos a entorpecer el avance depredador de las transnacionales, porque para esos engendros de codicia, los nativos y su mundo son meros baches de rocío en el camino. Aprendamos de los nativos a escuchar lo que dicen las montañas, los árboles, las cascadas, las culebras.

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