CONCHA PELAYO -.
La Semana Santa en España tiene una honda tradición en el mundo cristiano y muy concretamente en algunos pueblos de nuestra geografía que mantienen sus costumbres y tradiciones intactas tal y como las celebraban sus antepasados y que han sido transmitidas de generación en generación sin que nadie haya cambiado su ritual a través de los siglos.
La Semana Santa en España tiene una honda tradición en el mundo cristiano y muy concretamente en algunos pueblos de nuestra geografía que mantienen sus costumbres y tradiciones intactas tal y como las celebraban sus antepasados y que han sido transmitidas de generación en generación sin que nadie haya cambiado su ritual a través de los siglos.
Me refiero a la pequeña localidad alistana de Bercianos de
Aliste donde las campanas de la Cristiandad, en el día de Viernes Santo cantan la Resurrección del Señor mientras
resuenan estremecidas las voces de
mujeres que velan a Jesús Yacente.
No es difícil definir lo que se vive hoy en esta pequeña
localidad alistana. Basta con mirar en derredor y ver la primavera que se
extiende por los campos y brinca como agua saltarina sobre prados, riachuelos,
jaras, almendros o manzanos. Todo bulle de naturaleza y de vida mientras en el
recinto de la Iglesia de Bercianos se prepara el pueblo para desclavar a Cristo
de la Cruz y llevarlo a enterrar hasta llegar al Calvario. Imaginamos que esta
ceremonia es a imagen y semejanza del recorrido que hace cualquier persona que
muere en este pequeño pueblo. Es fácil sí, como digo, contar como hago yo ahora,
lo que se ha vivido esta tarde de Viernes
Santo: Allí en la pequeña placita rodeada de humildes casas con techos de
toscas pizarras, junto a la Iglesia, todo dispuesto para iniciar el ritual: Jesús clavado en su cruz.
Dos escaleras se sujetan en los brazos del madero, dos telas blancas cuelgan
dejándose mecer por el suave viento de esta calurosa primavera berciana. Se oye
la voz del párroco invitando a las miles de personas allí presentes a la
reflexión, a la oración, a la compasión, a la solidaridad, a cumplir, al fin,
con el deber de un ser humano cristiano, de esos que saben ponerse en la piel
de los demás.
Allí dispuesta, la urna donde una vez desclavado Jesús,
acogerá su cuerpo. Allí la pequeña Virgen, su madre, tocada con manto negro
estrellado. Una tosca e imperfecta virgen llena de candidez y belleza. Allí los
componentes que van a participar en la ceremonia. Los que van vestidos de
blanco a modo de sudario con el que cubrirá su cuerpo y servirá de mortaja.
Allí las mujeres de avanzada edad, ataviadas de negro, con toquillas de lana,
allí las mujeres jóvenes, bellísimas, las que llevarán en andas a la Virgen.
Allí los hombres más ancianos portando la típica capa alistana. Se entonan
rezos monocordes alabando al Señor.
Y allí mismo comienza la ceremonia del Descendimiento o del
Desclavamiento que se realiza con la
misma liturgia y parafernalia desde hace más de setecientos años, tal vez más.
Allí, los cofrades siguen vistiendo con la misma mortaja, impecablemente
blanca, que llevarán el día de su muerte. Blanco riguroso de pies a cabeza. Un
blanco impoluto reforzado por el radiante sol de la tarde.
Todo ha concluido y todos partimos en procesión hacia el
Calvario. Jesús en su urna, la Virgen, los pendones y estandartes, las cruces,
las autoridades, los cofrades, las mujeres, los niños y cientos de personas
caminando en silencio. Las cámaras incansables captando todo lo que se nos
ofrece a la vista. Ya en el Calvario de piedra, los cofrades dan tres vueltas a
las cruces de piedra para ganar la indulgencia, rezar cinco padrenuestros a las
Cinco Llagas del Señor para retornar, después, al templo
Todo se ha consumado en el Viernes Santo de Bercianos. La fe
mueve montañas, la fe de los creyentes inamovible, y las conciencias de los
que, atraídos por el espectáculo, se acercan al lugar con la indiferencia del
escepticismo, no sabrán qué decir ni qué pensar. Sentirán, simplemente.
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