MANUEL GAYOL MECÍAS -.
Hacer bien el amor es realizar un acto de exquisita compenetración, mucho más cuando este acto busca la procreación, porque de hecho contiene la posibilidad de engendrar el fruto del amor. Y si todavía el fruto del amor no se pudiera conseguir, o no hubiera sido el objetivo último, aun la simple acción de acariciarse con sensualidad, con pasión y con la atracción que existe entre dos personas que se aman, constituye un hecho de legítima festividad.
De este encuentro del que hablamos ahora, que es sincero e imaginativo, serio y gozoso y que tiene la espontaneidad de la intuición, surge una irreprochable y feliz contradicción; algo que contiene en su propia esencia el deseo (¿oculto?) de lo paradójico, digamos, la paradoja de la reciprocidad.
Es que aquí quiero hablar de la sensualidad del amor; de ese breve tiempo que tenemos para hacer de la carne un instante poético que nos llena de grandeza, cuando el apetito carnal está energizado por las irradiaciones del espíritu y los labios se funden y los cuerpos se abrazan, y este acto deviene símbolo poético de un solo ser.
En efecto, hacer —realmente— el amor es revitalizar el entendimiento; es desentenderse, al menos por algunos instantes, de los prejuicios; es derrumbar el muro invisible de las prevenciones ideológicas y políticas, y de los prejuicios sociales; es entrar en un reino de libertad humana en el que las inquietudes del alma y las preocupaciones cotidianas se desvanecen, incluso cuando la Historia se detiene y es solo el abrazo del presente lo que cuenta. En todo caso, el pasado se hace presente y el tiempo mismo, psicológicamente, no puede imponer su suceder a nuestros sentidos.
Queda así, activado, el espacio físico; son dos cuerpos que se han hecho en el entusiasmo de vivir su dimensión intemporal. En esta dimensión, el cuerpo y el alma quedan en el centro de un torbellino que es la fuerza de la entrega-posesión al unísono, como la paradoja que se suscita durante este proceso fogoso del amor. De aquí que tengamos que hablar —mediante intuiciones— de la vivencia del eros motivada por una romantización de lo imaginario.
En el amor se entrega el alma y, en este caso, también el cuerpo. En un verdadero acto de amor, la entrega se hace recíproca: cada uno de los cuerpos y almas se dan a las sensaciones y sensibilidades del otro. Y esto es porque asimismo se lleva a cabo la posesión de cada cuerpo y de cada sentimiento. Entonces, como somos felices, amamos en el mejor desdoblamiento de nuestros ímpetus: ¿ansia de entrega y ansia de poseer?
A mi juicio, primeramente, hay que reconocer que en el amor todo comienza por la entrega, por el tú de ser el otro. En este sentido, la posesión es una respuesta, una acción activa y justa para que pueda cristalizar el hecho de darse la conjugación, el momento climático en que se realiza la entrega.
El sueño del romántico clásico es el amor del espíritu; o sea, un amor que todo lo excluye en busca de su espiritualidad; y por ello asume la muerte como la entrega mayor; busca la realización de la escatología de su propio origen; su destino es el origen del espíritu separado del cuerpo. Se desprende así del cuerpo para pertenecer al espíritu que lo posee; es en realidad un ser platónico que se libera de la materia, incluso, rechazándola.
El romanticismo de esos amantes se realiza solamente en la región de lo imaginario, en esas zonas de radiaciones cosmogónicas que se manifiestan a veces en el aliento misterioso de los sueños.
Por otra parte, quizás probablemente por el contrario, el amor de un “romántico” de hoy en día —y que en realidad es aquí el que nos interesa, y decimos también romántico si aceptamos que el romanticismo es un estado psicológico inmanente en el ser humano, y que todos podemos ser, en mayor o menor medida, románticos con nuestra variaciones de épocas—, el amor de un romántico actual, repito, puede ser transfigurativo, y se presenta gracias al deseo angélico que nos llega verticalmente de nuestras almas, cuando estas se encuentran primero en su destino cósmico.
Aquí hablo de la vertical que, al incidir en nuestros cuerpos físicos, provoca la espiral que va de lo corpóreo a lo imaginario; primero, la vertical viene del Verbo a la carne, en la que, segundo, comienza la espiral que a través de la nascencia y de la muerte busca esa transfiguración de la carne que ahora se renueva por el misterio de la atracción.
Ahora bien, sucede que este amor, que también es eros en lo carnal, en lo sensual, y logra la realización plena en la región de lo imaginario, es motivado —incluso diría revitalizado— por esa siempre inefable dimensión de lo invisible.
El mundo ausente —que también se revela en la poética de José Lezama Lima— se halla en el trasfondo del mundo presente (objetivamente real), y es la primera causa, platónica, digamos, que promueve la atracción sensual de los cuerpos enamorados.
De modo que por este principio de cosmogénesis (idealidad del platonismo que se da en esta etapa como un privilegio del misterio) el amor espiritual nos sueña a priori: surge antes del encuentro físico como una predestinación; primero se atraen los particulares mundos imaginarios de dos personas y se encuentran en el mundo invisible donde desde ese instante se propone y dispone —previamente, repito— la imantación de las miradas; desde que ocurre este hecho espiritual ya se proyecta el ánimo que inflama los pechos y hace borbotear la sangre. Aparecen así, en el mundo visible de acá, los encuentros fortuitos, las “casualidades”, el descubrimiento mágico de una atracción irresistible y surgen las frases insinuantes que se cruzan, o la fuerza —casi tangible— de los silencios que son como ojos secretos de voces invisibles.
Al fin, en algún lugar y tiempo preciso del mundo físico que nos rodea, se realiza el encuentro definitivo, y las manos se toman, después se entrelazan las cinturas y los cuerpos se reconocen mutuamente —porque en esencia es un reencuentro— en las miradas profundísimas de todos los ojos del mundo, en el contacto tremolante de un saberse dos y uno, en el trazado de las figuras mediante la yema de los dedos, en el perfume de la piel y lo sedoso de los cabellos y en el beso suculento que viene como una repetición del origen primordial de toda nascencia.
Ya, durante ese comienzo del amor, hemos sido soñados, imaginados, creados en un mismísimo acto de espiritualidad, y solo después, carnal y sensualmente, venimos a cumplir el destino de la imaginación, de la palabra, la verbalización llevada al tacto.
La luz invisible —el ámbar si se prefiere— del mundo ausente ilumina el interior de la realidad de los cuerpos amantes, elegidos por el misterio de ese aspecto divino que muchas veces llamamos destino. El amor entonces nos propone la forma de un acto material, y hasta se deja reconstruir por ese acto material. Vuelvo a decir que la atracción es irresistible, porque no hay razón humana que pueda detener el encuentro, y esto es también debido a que la sensualidad de nuestros cuerpos no es solamente uno de los dones que Dios nos dio, sino también una de las posibilidades de dar nuestro aporte objetivo para acercarnos a la belleza de lo inefable.
De la sensualidad podemos hacer un modelo de lo bello, pero lo bello no solo como estética, sino además como acierto de las bondades humanas, de la eticidad. Aquí la cualidad de la ética sería la afinidad, la potencialidad del espíritu (que nos espera más allá del alma) con la potencialidad ascendente de esa misma alma. El hecho de que la materia cree en el alma y el espíritu y ambos aceptan la materia como representación de la Creación. Es la concreción de poder fundirse con una causa ideal como una de las tantas respuestas humanas que se asume para lograr una mejor evolución en el transcurso del tiempo y del espacio de este mundo presente. Es una de las maneras de poder romper la barrera temporal y espacial que nos rodea, y que nos permitiría por la otredad (la entrega al otro ser) ser uno en lo diverso y viceversa.
Este mundo presente así —en el acto sensual del amor, como una de sus innumerables y más serias representaciones— viene a ser el efecto de un encuentro previo de dos imaginaciones soñadas en el mundo ausente. Dios, como soñador imaginante, permite que los imaginados —primeramente en su dimensión espiritual, que por supuesto abarca las dos almas— se elijan a sí mismos y se fusionen para luego —ya caídos en este mundo presente— se acepten y reconozcan en la materialidad de sus cuerpos. Los cuerpos, al enamorarse, comienzan a dejar la vacuidad que antes los dominaba, ahora —en la sensualidad del amor— ganan un momento de su destino, al transfigurarse en lo lleno de un solo cuerpo. En ese instante, los cuerpos (el Cuerpo) conforma(n) la representación teleológica de su llamada a ser en el Amor.
La entrega entonces es consciente y la posesión inconsciente. Y son inevitables porque son un mismo acto; o mejor, el único acto, porque en realidad lo que cuenta para nosotros es el goce mutuo de la entrega, un mismo y singular disfrute, sin requerimientos ni exigencias, en la cual la posesión se cumple como una resultante de la entrega. Tenemos, por tanto, que la sensual ubicuidad del amor es el desdoblamiento cruzado de cada uno de los amantes en su otredad espiritual.
El ser ama al otro ser y viceversa; y amar es querer ser el otro. (Ese hecho de intentar, de querer ser el otro, es una de las fundamentaciones clave de los seres humanos para lograr una mejor humanidad. Con el deseo de transformarse se avanza hacia una verdadera remodelación del yo. El ser humano entonces se hace individuo y prójimo: es el juego universal de la cosmogénesis). El tiempo y el espacio se convierten en circunstancia actual de un solo ser, el ser andrógino por excelencia, que nace y muere en cada acto de amor; que por el torbellino de lo inolvidable es eternidad, comienzo del instante fijado; y por el despertar de lo corpóreo, de lo táctil, es la muerte como nuevo resurgimiento en el breve momento del placer sensual.
Lo sensitivo se convierte en efluvio de sentimientos, esencialidades que se irradian por el gesto poético de los cuerpos entrelazados.
Los escorzos de los amantes estructuran el poema que los ha elegido. Y el ojo inverosímil imagina la escena en sus detalles, compone un óleo de movimientos que se hacen ritmo perpetuo de lo imaginario; los cuerpos son transparencias en movimiento, están fijados ya en la memoria invisible del tiempo; y este puede ser, por ejemplo, un tiempo lezamiano que fluye como energía intangiblemente material.
Las imágenes de los cuerpos venían del Verbo, y ahora se fijan (como instantáneas de cuadros fílmicos) en el espacio concreto de sus cuerpos, mientras que con los movimientos van creando las transparencias de sus figuraciones.
Hay reflejos de los cuerpos materiales en el mundo invisible que los acoge para perpetuarlos en el regreso a los sueños del origen. Estos instantes-reflejos preludian los destinos espirituales de los cuerpos.
El coito —en la sensual ubicuidad del ser— irradia sus corpúsculos luminosos: conjunto de átomos que viajan por la temporalidad, como expresara la ensayista cubana Ivette Fuentes en su tesis de doctorado sobre la poética de José Lezama Lima: “Un hipotético cuanto de acción como magnitud energía-tiempo”. Y estos determinados corpúsculos luminosos crean su propia dimensión-refleja del mundo. De aquí que, entre tantas dimensiones, esta pudiera ser la de un paraíso espiritualmente hedonista que coexiste en el invisible espacio de otro tipo de tiempo.
Los corpúsculos atómicos de los cuerpos enamorados, en su fusión, se friccionan hasta desprender su energía de luz invisible (ámbar); y en la medida en que el movimiento de entrega-posesión se hace más intenso, aumenta la luminosidad corpuscular creadora de las transparencias. Es por eso que en el clímax del amor sensual las coordenadas tradicionales del tiempo se desvanecen, la mente pierde el contacto con lo terrestre debido a que todo el Cuerpo (los cuerpos de un cuerpo andrógino, hasta “monoico”, diríamos) es recorrido por un gran fluido de ámbar (luz invisible), por el éxtasis del desdoblamiento espiritual.
En ese preciso instante es cuando todo tiende a la verticalidad, hasta la piel de los cuerpos se yergue en su tensión y las almas se unen aun más renovadas en el espacio astral de su avanzada cosmogénesis. El éxtasis dura unos segundos para los cuerpos físicos, breves e inolvidables pero suficientes segundos que se convierten en certidumbre de eternidad. El ser (los seres) pasa(n) entonces de su sensualidad carnal al goce de una inigualable percepción imaginativa. El ser entra en el ser hasta la saciedad, una y mil veces entra y recibe la fuerza del amor con el movimiento y la energía de su otredad —ambos entregan su intimidad para ir poseyendo la otra— y los espíritus, ya más unificados que antes, podrían aspirar a la posibilidad de procrearse. Ahora es un ser que podría gestar la luz de un nuevo ser, esa reproducción que siempre será misterio hacia adelante; y si incluso no se llegara a gestar, esta unión de ubicuidad y desdoblamiento, en su mágica paradoja, no deja de convertirse en una de las tantas simbiosis del amor, único, original: el canto y el reflejo de una energía cosmogónica hacia la región de Omega.
(La Habana, 1993 – Bell, California, 2006 - Eastvale, California, 2014)
[Este ensayo forma parte del libro inédito La penumbra de Dios (De la Creación, la Libertad y las Revelaciones). Intuiciones I]
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