MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ.-
Hace más de cuarenta años escribí un poema titulado “Monólogo
con flor de adormidera” que no tengo la menor idea de a dónde fue a
parar. Solo me queda el título. Supongo que me lo sugirieron los atados
de adormidera que encontré en el desván de la farmacia de mi abuelo, un
lugar fantástico –también había ampollas de clorhidrato de cocaína y de
heroína norteamericana, y varios frascos de opio puro... pero todo eso se
lo llevó no el viento sino el río, así como suena– en el que pasaba horas abriendo
cajones, rebuscando entre objetos heteróclitos, restos de restos, libros antiguos y
papeles, que tardé en darme cuenta de que eran los rompecabezas de una
vida que se fue al chirrión. Era mi refugio cuando no sabía a dónde ir,
que era casi siempre. Un refugio, la escritura también lo es, ya casi el único de verdad. Cada vez
más. No viene ahora mismo a cuento.
Las adormideras de la imagen las
recogí en la isla de Juan Fernández en marzo de 2003, en una caminata
que di entre Bahía del Padre y la problación de San Juan Bautista. En un buen trecho
del camino las adormideras crecían a ambos lados del camino.
Estaban secas y el viento las hacía entrechocar con un ruido de carraca o de c.
Recogí unas cuantas. Me contaron que era cosa de un gringo que había
traído las semillas de California y las había expandido al voleo. Ese
ruido y el silbido del viento era lo único que se oía. Me acordé de
Melville en Las Encantadas. Bajé a una lobera, había muchos lobos marinos muertos que apestaban. Las tierras eran blancas, rojas, violetas, y la
soledad completa si no fuera por un perrazo de ojos azules que me siguió
durante horas y que luego me aseguraron era el demonio –quien me lo
dijo, la Jimena Green, lo era, pero de otra clase–. No había pérdida, el
camino llevaba a la falda de El Yunque y al otro lado, el pueblo. Fui a
primera hora de la mañana en el bote de la municipalidad, el Blanca Luz,
hasta Bahía del Padre donde estaba la pista de aterrizaje, en compañía
de unos pintores –el Bororo, Gustavo Cienfuegos, Pablo Domínguez, el
Samy y Matías Pinto.– que después de una semana muy intensa de farra
iban a tomar el avión para regresar a Santiago. El mar estaba picado,
corría un viento helado y en la cabina llevaban una camilla con un
herido, un vecino que se había desgraciado. Íbamos como piojos en
costura. Nos despedimos a pie de pista, Pablo con una rama de coral negro al hombro, y eché a andar, sin prisa. Aquel no
era un camino de ida y vuelta, sino de ida y de nunca más. ¿Qué hacía
allí? Y yo que sé. Solo puedo asegurar que aquellas semanas de Juan
Fernández fui dichoso, mucho, no ya por estar donde alguna vez quise
estar, sino por estar sencillamente lejos, de verdad lejos, y por
primera vez además, y que aquello no era un sueño, sino algo real, tanto
como los pasos que di en el camino polvoriento, en dirección al Yunque y al
mirador de Alexander Selkirk, el amotinado, el naúfrago.
2 Comentarios
Dichosos los que han podido ser dichosos. Soberbio escrito, querido amigo.
ResponderEliminarBienaventurados los felices!!
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