PABLO CEREZAL -.
Por no sé qué códigos aprendidos o aprehendidos, genéticas malsanas enfermizamente enroscadas a nuestro ADN (sea lo que demonios sea tal cosa), o enseñanzas inducidas acostumbramos a reverenciar a familiares fallecidos y antiguos compañeros de fatigas que ahora descansan la propia entre losas de mármol, a varios metros bajo el suelo o algunos sobre el mismo (dependiendo del cubículo). Respetamos a los muertos casi con miedo reverencial. O pretendemos ignorarlos, para mejor sobrellevar nuestras vidas desatendiendo el fin seguro que a todos nos está reservado.
No es así en todo lugar, no fue así en todo tiempo, intuyo
Existen, sí, otras culturas, distintas costumbres
En Bolivia, quizás de resultas de ese batiburrillo etnoreligioso en que quedaron anegadas sus gentes cuando los misioneros del miedo y los conquistadores del espanto cruzaron mareas para asentar aquí sus expolios de cruz y esclavismo, se celebra, como en el resto del orbe cristiano, la noche de difuntos que, sin apenas darse cuenta, deslizadas las horas como truchas sabrosas al albur de las corrientes, se transforma en día de muertos. Pero ya digo, es esquizofrénica mescolanza lo que se advierte en la manera que tienen los bolivianos de celebrar anualmente la fecha en que quisieron los próceres de la fe establecer la obligación de venerar la memoria de los ancestros extintos.
La familia Mamani nos abre las desvencijadas puertas de su humilde morada, aún a pesar de lo intempestivo de la hora, cuando ya el escaso alumbrado del pueblo de Arani acomoda su cansancio de vatios y chispazos entre las vísceras de cobre del tendido eléctrico, y los portones de las viviendas se abren para dejar paso a una atropellada comitiva de vecinos que entran a rezar oraciones en memoria de los difuntos.
Apenas tenemos tiempo para depositar las mochilas sobre el polvoriento camastro en que disolveremos nuestro cansancio horas después. Un vaso de agua con canela para refrescar el caluroso clima que nos colorea la piel de sudor y aroma rancio, y salimos de la vivienda, abandonando su fragancia de gallinero y su rumor de tedio. Victor Mamani enreda en sonrisas y afectuosas frases la atmósfera del vehículo que nos introduce en la noche de muertos de Arani. A partir de entonces recorreremos callejas y plazoletas, deteniéndonos a cada escasos metros a la puerta de viviendas que vomitan la breve luz de una lóbrega bombilla y los hedores alcohólicos de la chicha derramada.
En cada casa habita el recuerdo de un difunto. Es por ello que en cada hogar boliviano se honra la memoria de algún familiar que abandonó la vida terrena. La manera de hacerlo no deja de ser sorprendente. Sobre una mesa lo más amplia posible se disponen numerosos cachivaches con los que se pretende recordar la vida que el fallecido gustaba de hacer. Es por ello que si al paladar de éste agradaba el pollo se colocan pollos desplumados, sostenidos por pequeñas esquirlas de madera, simulando el caminar que dichos animales tuviesen en vida. O que si disfrutaba de practicar la mecánica en la mañana perezosa del domingo destripando su vieja furgoneta, se disponen numerosos cochecitos de juguete junto al retrato que figura en el centro de la mesa para mejor reconocer a aquél cuyos rasgos ya comienzan a ser alterados por la caricia del olvido.
Las Tantawuawuas o panes de muertos dan colorido a la mesa con sus numerosas e imaginativas formas. Las masitas o pequeños panes dulces (la calidad de los realizados en Arani es reconocida en todo el país) salpimientan la barroca decoración culinaria de las mesas.
Las mesas de muertos lucen atiborradas de viandas, panes, pastelillos, uvas pasas, aceitunas, frutas, vasos con jugos, pedazos de carne de res, lechones incluso a los que se ha colocado unas modernas gafas de sol para mayor discrección de su mirada vacía de vivacidad y pestañeo. Todo vale, y la imaginación redunda en exquisitas circunvalaciones de cachivaches y flores remoloneando las estampas religiosas que, por supuesto, no han de faltar. En la zona más accesible de la mesa se entretejen panecillos de delicioso aspecto y, sobre éstos, colgado de un cordel que alguno de los familiares del difunto se encarga de sostener, un enorme pan acribillado en su base por una jauría de palillos, espinas u otros objetos punzantes. Cuando los chiquillos del pueblo se acercan a la mesa a orar por la memoria del muerto, tienen derecho, finalizada la plegaria, a abastecerse de las masitas situadas al frente de la mesa. El pan espinoso que sobrevuela la estancia advierte a los muy golosos de que pueden ver sus manos heridas si intentan coger más dulces de la cuenta.
Alrededor de la mesa se distribuyen incómodas sillas en que toman asiento los adultos, en espera de su turno para dedicar al homenajeado la oración que les permita disfrutar, de manera menos atropellada y también menos festiva que los chiquillos, de un platillo provisto de masitas y un vasito de vino dulce. Para amenizar la espera, una de las mujeres de la casa se afana ofreciendo a los visitantes pulidas cáscaras de tutuma rebosantes de chicha.
Ahí residió el problema. El señor Mamani no me advirtió en ningún momento de las ingentes cantidades de chicha que habría yo de digerir en cada una de las casas a efectos de no ofender a las familias de los difuntos. Esa graciosa ebriedad fue cobrando presteza a lo largo de la noche y las plegarias se derramaban entre mis labios disfrazadas de pastoso tartamudeo. Afortunadamente no era yo el único que mostraba claramente las cicatrices del alcohol, y lo que debía ser penoso deambular de ánimas iba tornando festivo carnaval de parranderos.
Noche de muertos alejada de la solemnidad de la tristeza, envuelta entre las sedas de la festividad y el recuerdo de aquellos que un día decoraron nuestros días con su amistosa compañía. Tronaba la música también, en algunas de las casas, y era más similar a la funeraria que celebra noches de New Orleans que al Réquiem de Mozart, un suponer.
Al menos así lo recuerdo yo. Quizás sea el efecto de la chicha que me nublaba el entendimiento, no sé, pero no imaginaba que fuese posible disfrutar tanto en tan aciaga fecha.
Idénticas connotaciones, distintas costumbres. Será que los de la cruz y el arcabuz no consiguieron emplearse a fondo con sus evangélicas propuestas. Será que la Pacha Mama tiene más fuerza cuando reclama su trago de chicha, cada vez que te dispones a acercar la tutuma a los labios, que el dios de los cristianos al reclamar que encuentres en el caudal de vino el regusto amargo de su sangre.
O tal vez que el código genético de los esclavos lleve adherida
música de alegres trompetas,
tanto aquí como en New Orleans
De VISLUMBRES DE EL DORADO (blog del autor), 14/11/2012
Fotografía: Pablo Cerezal
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