PABLO CINGOLANI -.
Burton, el divino cónsul, anotó en su traducción de 1001 Nights que en la patria guanche, las volcánicas islas llamadas Canarias, se alzaba, en un finisterrae, una estatua de brazo acusador y nervio imperativo, señalando en esa dirección que se abría, insondable, a través de las aguas atlánticas del Mar del Norte español. En el pedestal de piedra de Tenerife de la escultura, estaba grabado, sin misericordia: “volveos, detrás de mí, no hay nada”.
Navegó a su camino al oeste es el mantra que más repite en su bitácora el navegante más famoso de todos, aquel que escribía en tercera persona: aquel que con su obstinación por el destino señalado, se lanzó a la mar, sin importarle cuan bravo podía ser el océano y si más allá había monstruos como temían los antiguos mapas que, a la vez, imaginaban un abismo en el final del pliego ya que el mundo era todo, menos esférico. El hombre había visto muchas costas y pocos muelles, desde la gélida y norteña Islandia, pasando por Inglaterra hasta la afiebrada y meridional Guinea y más allá, y su fascinación por el ueste, quien sabe si tuvo que ver con haber buscado o soñado esa estatua canaria.
Lo cierto es que, parafraseando a Burroughs, en las Tierras del Occidente propiamente dichas, o sea aquí, el oeste, ante todo, era el lugar a donde acudían los muertos.
La Mama Kocha, el Mar del Sur, el Océano Pacífico, es tan vasto y cautivante que es fácil desearlo como última morada: la única condición para habitarlo era atravesar el desierto, y que tu ajayu, tu alma, no se pierda por los arenales. De ahí devino el topónimo Tacna, que hoy nomina también a una ciudad del sur peruano. Un poco más al norte, apenas llegados los peninsulares, se empezó a producir la uva que dio origen al pisco, miembro de honor de la nobleza de los destilados.
Hubo años frenéticos donde todo el Oeste americano tembló: la época del auge de la extracción del oro en California. Mediados del siglo XIX. Baudelaire empezaba a escribir. Ríos de pisco y de vino de Chile inundaron los barcos y fluyeron hasta los campamentos mineros. Elbourbon, o cruzaba a vela el temible Cabo de Hornos o era transportado en canoa, mula, lomo de hombre, como fuera, a través de los istmos de Panamá y Nicaragua. California, California, susurraría dulcemente Joni Mitchell un siglo después, trayendo ecos de esta inédita relación oeste-oeste.
Historias amables del Far West: antes, según escribió Melville en Moby Dick, el fervor ballenero (the american flag al viento, el coraje de los arponeros, el ron encendiendo las conversaciones en las tabernas del puerto de El Callao) habría despertado las ansias independentistas de los países del Pacífico Sur.
Lo que los anales sí registran es el paso de un corsario inmortal: Hipólito Bouchard, que trabajó de tal para uno de los directores supremos de lo que entonces se conocía como las Provincias Unidas del Río de la Plata. Bouchard arrancó de Kamehameha I, Kamehameha El Grande según los diarios de los marinos, Rey de Hawaii (los inventores del ukelele eran libres hasta que los yankees los anexaron en 1898), el primer reconocimiento formal de la independencia argentina, saqueó la referida y ya próspera California, y a su paso altivo y feroz por la Centro América fue inspirando con la bandera celeste y blanca de Manuel Belgrano y en la proa a todas las futuras banderas: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua.
Si bien la historia de Colón es prueba suficiente de la influyente obsesión por el oeste, hay otra historia más profunda y concluyente, ya que involucra a todo un pueblo: los guaraníes.
La búsqueda de la llamada Tierra sin Mal, un edén para que nos entendamos, no se trata sino de una persistente y permanente marcha colectiva hacia el occidente, bajo la sabia inspiración de los chamanes y una dura conducción guerrera. Partiendo desde algún lugar de las costas del sur de lo que hoy es Brasil, los guaraníes ya habían atravesado mucho más que medio continente en su éxodo casi desconocido, cuando llegaron los otros. Siempre por su camino al oeste, el Tape Avirú. La invasión española congeló ad eternum esta movilización mágica e histórica sin muchos precedentes, ya que se trataba de la saga de unos seres que proviniendo de lugares de abundancia y libertad (al revés de los que huyeron del Egipto de los faraones), se internaron en infinitos senderos por las enmarañadas selvas y luego hostiles eriales de monte seco para terminar arañando las montañas más dramáticas del mundo: los Andes.
Los Incas pretendieron burlarse de ellos, de los guaraníes, apodándolos “chiriguanos” (“Chaguancos”, aún les espetan por los lados de Orán, en Salta), que en quechua significa mierda fría. Pero, en el fondo, les temían. Debe ser arduo entender a un pueblo que emigra de un paraíso poseído para intentar encontrar otro improbable. La evidencia etnohistórica los ubica en una zona tan distante de Brasilandia como el curso medio del Amarumayu (el actual río Madre de Dios; de subida, una de las puertas de acceso al propio Cuzco; en las crónicas tempranas figuran con el nombre de “guarayos”) y contactando con los Cara Cara de los contrafuertes serranos potosinos: a veces, no muy pacíficos agricultores. Era tan amenazante la insistencia guaraní por treparse que, ya en la colonia, el propio Virrey Toledo ―el más renombrado de todos los sustitutos del Rey en América― condujo de manera personal, una frustrante, acalorada y entomológica incursión punitiva que pretendía erradicarlos de la faz de la tierra. Paradojas o no tanto: eso casi lo logró la República de Bolivia con la masacre de Kuruyuki en 1892.
Una ficción (que leí hace muchos años en un comic magistral) los hace arribar hasta las laderas del mismísimo Sumaj Orcko, el luego legendario Cerro Rico del mineral de plata que inundaría Europa, abonando las arcas e industrias de Flandes y la vieja Albión y lo que después se denominaría como “capitalismo”.
Un sobreviviente de esos pioneros guaraníes que había visto ―al menos― las montañas, retorna a la Isla de Santa Catarina (donde hoy se levanta Florianópolis) y le narra el hallazgo argentífero en el cerro a un naufrago. Éste se llamaba Alejo García, era español y fue el primero que ingresó al interior del territorio sudamericano. Era fácil: había que seguir la huella de los guaraníes que habían regresado y que también le hicieron de séquito: siempre al Oeste. Lo increíble es que Alejo incluso volvió para contarlo. Habló de un Rey Blanco, ciudades perfectas y riquezas sin fin.
La verdadera conquista de Sudamérica había empezado. Y una carrera de demonios para apoderarse de los tesoros. Pero esta vez, los que buscaron el oeste, la perdieron. Vencieron los que ya estaban por allí, al oeste del Oeste, y acudieron desde la Ciudad de los Reyes, la actual Lima. En breve, Potosí se convertiría, a principios del siglo XVII, en la ciudad más populosa del Occidente, con más habitantes y tapices y bodegas que Londres o París. Lo cuenta así Arzans, el Cronista Mayor de la Villa Imperial: las fiestas que conmemoraban a una santa menor duraban dos semanas. Las putas finas venían de Marruecos o de más lejos. Otros tiempos. Otros oestes pero que igual pueden seguir obsesionando. O eso, espero.
Imagen: Ulrico Schmidl
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