Pausa de enamorados


ROBERTO BURGOS CANTOR -.

Cada mañana tomó el transporte, en la misma estación y con variaciones de minutos, a la misma hora. Debía alcanzar la clase de 7 en la universidad.

La estación, el paradero, era un lugar en la acera, sin cubierta ni escaño, con aviso de latón colgado de los cables de energía. TROLLEY. Quienes esperaban veían, sobre el vidrio del conductor, la ruta. Minuto de Dios-La hortúa. Entreríos-Usme.

De asientos confortables, suspensión blanda y rodar sin arranques bruscos, esas máquinas traídas de Estados Unidos, se deslizaban en silencio y sin humaredas de gasolina quemada.

Debió de ocurrir en septiembre, a veces llovía, cuando la vi por primera vez. Durante un tramo del trayecto ambos viajábamos de pie. Sostenidos en las agarraderas de cuero de las barras del techo. Acostumbrados al silbido del aire al abrirse y cerrarse las puertas.

Habían pasado más de 10 ocasiones, en esa hora de pereza temprana, cuando los ojos de ella y los míos se encontraron. Faros de niebla.

Antes la había mirado muchas veces con disimulada atracción. Le ofrecía algo inasible antes de bajarme. Mi destino provisorio concluía antes del de ella. Desconocía hasta dónde iba. Si quedaba un asiento desocupado, esperaba a que ella se sentará y yo continuaba mi embelesada mironería de pie, cerca de su asiento.

En el antes, supe que vestía un uniforme escolar desabrido, falda de cuadrados pequeños, roja y verde. Blusa blanca de encajes en el cuello. Una chaqueta gris de botones negros. En fin, más detestable que coraza de monja bella seducida por el Señor. Para acabar calzaba zapatos negros de suela plana, rudos como de enfermera de hospital de caridad. Nunca conocí la piel de sus piernas. La falda debajo de las rodillas y unas medias blancas de lana gruesa que subían quién sabe hasta dónde. Coraza de dama en las viejas cruzadas, disfrazada de varón para guerrear.

Ni siquiera el ropaje de armadura alejó mis ojos, fieles, callados. Sus ojos huidizos de castaño húmedo. Las cejas alineadas. El rostro de máscara japonesa. Y el cabello negro intenso de hebra firme caía encima de los hombros sin separarse del cuello. También le cubrían la frente. Recordaba las actrices de los filmes tiernos, experimentales y bellos de Godard, Truffaut, el pícaro sabio Chabrol.

Tal vez hallar en la vida los misterios del cine explique una entrega atenta y de persistencia sin ruido. Parecía que algunas circunstancias se niegan a seguir ritos de la rutina. Digamos, dejarle un papel antes de bajarme del trolley. Hacerle una pregunta banal. Invitarla a un helado. No. Esa vulgaridad mataría el hechizo. Aferrarse al silencio.

Un día el imán me tuvo prendado. Mi estación, la clase de 7, quedaron atrás y seguí con ella por estaciones y estaciones. Sentí su curiosidad y fui incapaz de seguirla.

30 años después pregunto: ¿aparezco alguna vez en alguno de sus sueños?

¿La vida?

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