PABLO CINGOLANI -.
Percy Harrison Fawcett (PHF) es uno de los exploradores más célebres de toda la historia humana. No trepó el monte Everest ni ninguna montaña por primera vez. No atravesó el Pamir o el Sahara. No llegó primero ni segundo al Polo Sur. Sin embargo, fue labrando respeto y prestigio en base a carácter, actitud, disposición vital. Lo rodeaba un aura mágica: era la mística, una mística profunda y sin ataduras, que lo impulsó siempre hacia adelante. Desconocía la palabra peligro. Poseía ese toque singular que caracteriza a los decididos, a los hombres decididos: estaba hecho la mitad de coraje y el temple para la hazaña y los demás ingredientes necesarios para armar un guerrero; la otra mitad era la fragua de cualquier cruzado: mesianismo, ardor y fe.
Era muy tenaz, de una tenacidad temible, temerariamente tenaz. Y su cuerpo parecía estar forjado a la temperatura de sus nervios, de su voluntad, de su ansia de prodigios y de milagros. Era el rey del endurance, el monarca de la resistencia física. Admirable: estaba moldeado de piedra o de chonta o de titanio pero su espíritu brillaba como la empuñadura de jade de un puñal mongol. Su expedición más recordada la encaró a los 55 años, acompañado de dos jovenzuelos veinteañeros (uno de ellos, un hijo), porque ya no confiaba en nadie de su edad. Esa expedición fue también la última ya que Fawcett nunca más regresó: desapareció en el medio de la selva amazónica.
Su obsesionante búsqueda no fueron las altas cumbres nevadas ni famosos hitos geográficos, sino la ciudad perdida, el eslabón que, según él, cambiaría la historia del mundo, podía explicarlo todo y darnos todas las respuestas: la suma de todas las filosofías, el secreto mejor guardado y un camino hacia la gloria y la eternidad que, para el caso, son lo mismo.
Esa ciudad podía llamarse Atlántida, Eldorado, Paititi (o Xanadu o Shangri-Lá) o Z, como el mismo la denominó en sus bitácoras. Esa ciudad, lo terminó conduciendo al Brasil profundo, al interior de cuyas selvas se sumergió, sin dejar rastros, hasta hoy. Brad Pitt está filmando una película sobre ello. No es la primera vez que el mundo del cine se interesa en la legendaria figura de Fawcett: Rob Mac Gregor, el creador del personaje Indiana Jones –arquetipo del aventurero de raza e interpretado en la pantalla por Harrison Ford-, afirmó que PHF fue su fuente de inspiración.
Pero la obsesión por esa búsqueda, la obsesión por la ciudad perdida, no la mamó en su Inglaterra natal, no la templó en la Ceylán británica donde se especializó en cartografía, ni menos en ese Brasil donde se esfumó para siempre.
Esto lo saben muy pocos y lo valoran menos: la razón de vida de Fawcett, su fama de explorador implacable e imparable y su apasionado fervor por hallar o develar los velos del mito, le nació, se arraigó y se le metió en la sangre como un virus sin antídoto, en Bolivia. Sí, aquí, en Bolivia.
La experiencia boliviana de Percy Harrison Fawcett es muy poco conocida. El hecho que haya desaparecido en Brasil, en 1925, condujo todas las miradas hacia allí. Para empezar, por la búsqueda afiebrada que se hizo de su persona, pesquisa que atrapó a otros expedicionarios que tampoco volvieron jamás. Sin embargo, allí está, aquí está el origen de la saga, la madre de las pasiones desbordadas, “the making of a legend” como la denominó el periodista Rob Hawke (enhttp://www.phfawcettsweb.org/Legend.pdf, pueden bajar su brillante libro y enterarse; lamento decir que está escrito en inglés)
Pero… ¿cómo sucedió lo que anoto? Me refiero: ¿cómo ocurrió la epifanía fawciana y su encantamiento por el más sugestivo de todos los mitos? Si uno relee sus memorias, puede encontrar las pistas y algo más. Mi conjetura es que todo se inició en Pelechuco.
Capital de la Segunda Sección de la Provincia Franz Tamayo, Departamento de La Paz, Bolivia, dicen los libros. Pero Pelechuco es algo más que eso, Pelechuco es mucho más que eso. Pelechuco, aún en el presente, sigue siendo una puerta abierta a mundos poco explorados o directamente desconocidos. Situada en un lugar excepcional –donde los Andes se juntan con el Amazonas-, Pelechuco combina la ferocidad de las montañas con el olor no menos abrupto de la selva. Era y sigue siendo el lugar perfecto desde donde lanzarse a la aventura.
Los años que Fawcett anduvo por allí fueron los de la época del auge de la extracción del caucho amazónico –época trágica que PHF también denunció. Uno de los barones de la goma -también ignorado- era un alemán, radicado en Bolivia. Se llamaba Carlos Franck. Se había establecido en Pelechuco, donde construyó una fortaleza de piedra que convirtió en su morada y a donde hizo traer pianos, cargados a lomo de mula, desde el puerto peruano de Mollendo, atravesando desiertos y cordilleras.
A la Casa Franck cualquiera puede ir a contemplarla y sentir la potencia y el misterio que siguen encerrando esos muros. Franck fue tan despiadado como cualquiera de esos empresarios que invadieron la selva pero poseía, a la vez, algo de lo que carecían la mayoría de los intrusos: una sensibilidad. Por eso, sólo por eso, construyó esa casa.
Allí, en esa casa, en el balcón de una de las galerías de uno de sus patios, Fawcett se tomó (o le fue tomada… ¿por el propio Franck?) su foto más icónica de todas: gabán, manos en los bolsillos, botas de caña larga, una pipa en la boca. Al pie de la foto, dice, escuetamente: Percy Harrison Fawcett, Pelechuco, 1911, y lo dice todo: todo un símbolo.
Allí, en esa casa, y es sólo cuestión de revisar el texto, Franck y Fawcett pasaron interminables noches hablando, descorchando coñac y hablando, estudiando mapas y hablando, soñando despiertos y hablando, hablando, hablando. Fawcett lo dice, sin ambages: Franck conoce todo sobre estas montañas, conoce todo sobre las selvas de abajo: la iniciación, seguida por la develación del ímpetu y el vértigo.
Un dato muy significativo es la alta estima, el profundo respeto, que Franck profesaba hacia los kallawayas, para con los sanadores y herbolarios ancestrales de la Carabaya mítica. Le cuenta a Fawcett algo revelador, muy íntimo, más en esa era de positivismo secante, racista y escalofriante: a una de mis hijas, enferma terminal, los doctores de Alemania la desahuciaron; los médicos de los Andes la curaron y sigue viva.
Fawcett se impresiona, Fawcett se entusiasma: Fawcett no sólo le cree y lo anota en sus memorias, Fawcett comienza a maravillarse con esas historias y esos seres de esos mundos olvidados, alejados, escondidos, pero que son los nuestros.
Cuando deja de laborar en la demarcación de límites para el ministerio de relaciones exteriores de la República de Bolivia, Fawcett no se regresa a Europa, se queda en Bolivia, pero se queda allí, explorando la antigua Apolobamba, y sigue en contacto con Franck, que lo alienta, que le facilita mulas y víveres, que en suma se había vuelto su amigo.
Almas gemelas o algo así: este es un núcleo temático poderoso que bien podría servir –bien narrado- para rodar una película, la película de Fawcett en Bolivia. Una película que guardaría correspondencias con, digamos por decir: Siete años en el Tíbet o Lejos de África o Kon Tiki o Fitzcarraldo o la futura cinta de Brad Pitt sobre el mismísimo Fawcett. Una película que podría develarnos que aquí y ahora y aún y a pesar de todo, hay mundos hechizantes e historias que van apareciendo como matrioskas, como muñequitas rusas.
Con mi amigo, colega y presidente de la Sociedad Geográfica Nacional de Grecia, el también explorador y escritor Emanuel Laleos, tenemos un sueño: que allí donde se forjó la leyenda, la leyenda más romántica y nostálgica del siglo XX, la leyenda de Fawcett, allí en Pelechuco, se preserve el patrimonio histórico que cuenta esta evocación, se vuelva museo rememorativo (el piano sigue allí, y tantas otras cosas: ¡el balcón de la foto!) y devenga imán de miles de peregrinos que veneran a Fawcett. Diré una verdad más que obvia pero debo decirla: Fawcett es venerable.
Donde los vientos se conjugan y se empieza a sentir el mareo selvático en medio de un mar de nubes, en la Chunchu Apacheta que corona Pelechuco, podría erguirse un monumento de azabache pizarra su base y donde Fawcett eternamente de metal señalase el este geográfico.
En el pedestal de piedra negra de la escultura de acero, sin misericordia, se podría leer: “volveos, detrás de mí, no hay nada”.
Pelechuco, santuario de la memoria del más osado, del más tenaz entre los tenaces, cantaría como esmeralda, como un faro o un espejo y un homenaje al valor de la condición humana.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 6 de febrero de 2014
(1) La historia dentro de la historia: este texto conmovió al ser que habitaba dentro del cuerpo del que en vida conocíamos por aquí como Rubén Vargas Portugal. Nos reunimos con él para hablar de estas palabras que vuelvo a publicar y planear un viaje conjunto hasta la madre de todas estas historias, Santiago de Pelechuco. El viaje nunca se concretó. El bueno de Rubén falleció a los pocos meses. De algo estoy seguro: su ajayu ya habrá llegado allí, al corazón de las montañas de la cordillera de Apolobamba. Paz en tu tumba, mi hermano. PC, 17.05.2016
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