EMANUEL MORDACINI .-
“La musa” se
llama un cuento que escribí allá por 2003, a mis veinticuatro años. Fue mi
primer relato escrito a consciencia; mi arrebato inaugural, podría decirse. No
es un cuento muy profundo ni muy largo ni muy trabajado. Apenas cuatro páginas
garabateadas que sirven como incipiente muestrario de mis obsesiones. Es un
cuento trágico, asfixiante según algunos. La verdad, a mí nunca me pareció gran
cosa. Siempre lo consideré menos triste que cursi, menos lúgubre que melodramático.
Lo escribí durante un ataque de pánico que me mantuvo encerrado por más de dos
años. Leía poco por aquel entonces (nunca fui consecuente como lector, ahora
que lo pienso), de modo que no podría decir que “La musa” estuviera
influenciada por algún autor o vertiente literaria en particular. Puedo
afirmar, eso sí, que mi inspiración al escribir el cuento vino desde otra
parte: del cine y de la música. Como los accesos de
pánico me impedían socializar, mataba mis horas devorando películas a diestra y
siniestra. Hubo dos films que fueron el germen de “La musa”, cada uno a su
manera: “Lost Highway”, de David Lynch, y “Secretary”, de Steven Shainberg.
No más de una
semana me llevó finalizar el relato y por esos días ni siquiera pasaba por mi
cabeza la idea de publicarlo. No obstante, unos meses después, medianamente
recuperado de mis fobias, acabé publicándolo en un portal bastante rudimentario
llamado Literatos S.A, pero el sitio fue dado de baja al poco tiempo. Gabriela
estaba fascinada con el cuento y me estimuló a que lo presentara en algún
concurso, a lo que accedí sin estar del todo convencido. “La musa” obtuvo una
mención en un certamen provincial y yo recibí un lindo diploma que extravié al
cabo de unos meses. Entre finales de 2003 y principios de 2004 esbocé (otras)
varias historias, pero ninguna de ellas llegó a buen puerto. “La musa” quedó
allí, impoluta y anónima, y yo terminé olvidándome del asunto. La cuestión es
que ese relato, que odié durante años y recién pude asimilar hace poco tiempo,
fue el impulsor de un demencial raid literario, una absurda telaraña de
historias que terminaría por dañar mi credibilidad y mi cordura.
En cierto
sentido, toda la culpa fue de Gabriela. Su obsesión por el cuento era tal, que
terminó por infectar todo cuanto nos rodeaba. “La musa” se había enraizado en
nosotros como una extraña especie de cáncer. En diciembre de 2005 el cuento se
publicó en Palabras Malditas, una revista literaria virtual orientada al
erotismo, y el texto tuvo tan buena recepción que me ofrecieron convertirme en
colaborador permanente. Sin Límites
se llamó mi sección en la revista y desde allí escupía al mundo mis letras más
secretas y repulsivas. Si algo caracterizó a Palabras Malditas en sus inicios
fue el perfecto equilibrio entre sexo manifiesto y contenido literal. Esa
postura transgresora y desprejuiciada frente al erotismo visual y escrito
atrajo mi atención en un primer momento y me llevó a presentarles “La musa” a
modo de prueba. El relato se transformó en uno de los más leídos del portal y
Carmen, la editora, me dio luz verde para escribir lo que quisiera, siempre y
cuando mantuviera cierta periodicidad.
-Escribe,
Emanuel -me dijo Carmen desde México-, dale para adelante que “La musa” ha sido
todo un éxito.
Diez años
escribí para Palabras Malditas, la mayoría de esos textos (que todavía andan
por ahí, pese a mi vergüenza) son lisa y llanamente basura. Y lo más triste y
aterrador: muchos de esos abortos literarios fueron escritos para contrarrestar
los devastadores efectos de “La musa”.
Soy un escritor
culposo, taciturno y autodestructivo. No hablo sobre mis creaciones y mucho
menos opino sobre mis personajes. En este contexto, escribir sobre “La musa”
solo puede considerarse una suerte de exorcismo. Aunque, en honor a la verdad,
no interesa tanto la historia en sí como su personaje central: Julieta, la musa
misma, la que otorga entidad al relato. La narración se inicia de esta manera:
“La
primera vez que la usé como modelo fue una fría tarde de julio. Atrás habían
quedado mis tiempos de pintor reconocido y sobrevivía en ese momento gracias a
cuadritos inconsistentes y mediocres que lejos estaban de aquellas monumentales
obras que supieron significarme los elogios y aplausos de los más exquisitos
aficionados al arte. La inspiración que otrora me valió el respeto y la
admiración de los grandes parecía haberse desvanecido y esa ausencia de matices
me había hundido en un abismo oscuro y putrefacto. El dinero comenzaba a
escasear y la venta arbitraria de horribles lienzos polícromos me proporcionaba
unas cuantas monedas con las que comparaba algo de comida y drogas.”
A partir de ahí,
Manuel X, pintor en crisis y alter ego de este servidor, cuenta cómo conoció a
Julieta en un bar de mala muerte y cómo se embarcó junto a ella en un intenso y
trágico romance. Todo está narrado con ligereza, sin ahondar en detalles. Cualquier
atisbo de profundidad psicológica es absolutamente involuntario. Ya lo dije:
escribí el cuento de un saque, por puro instinto, sin sospechar siquiera el
embrollo en que me estaba metiendo.
Pero quiero
detenerme en ella, la chica nacida de mis letras. Julieta es hija directa de
las obsesiones y fantasmas que me asolaban en un momento en que mi vida se
estaba literalmente desmoronando. Recién ingresado en mi veintena, había pasado
de exitoso estudiante de informática a paciente psiquiátrico multifóbico en apenas
un pestañeo. Vivía recluido: actividades tan naturales como ir al supermercado,
viajar en colectivo, cortarme el pelo o entrar en una discoteca se volvieron
auténticas odiseas. Estaba inmovilizado de pies a cabeza, el pánico había
barrido con todo mi universo. Comencé a ir a terapia y a tomar ansiolíticos. Mi
perversión innata se vio de pronto agigantada por la rabia: me volví cruel,
retorcido y desquiciado. Gabriela giraba alrededor mío como una libélula disciplinada,
ayudándome en todo lo humanamente posible. Incluso nuestra vida sexual se había
vuelto extraña, como si no acertáramos a encontrarnos uno con el otro. Saturaba
la claustrofobia de mis noches con música gótica, revistas pornográficas y
densos dramas cinematográficos. Así se fue gestando Julieta: en la angustiante
intimidad de mis horas de pánico, en las truculentas historias que me devolvían
las pantallas, en el eco de canciones oscuras y paranoicas, en el reverberar de
hipnóticas y furiosas guitarras, en el sopor de las pastillas mezcladas con
cerveza, en los gemidos de Gabriela, en el sonido sucio de mi pelvis chocando
contra sus nalgas. Julieta estaba hecha a mi imagen y semejanza: era la
perfecta génesis de las mujeres que atormentaban mis sueños. A la manera de
Frankestein, fui armándola uniendo retazos de diferentes personalidades
artísticas de mi preferencia, brindándole más oscuridad y pesadumbre conforme
sucedían los párrafos. “La musa” iba tomando forma paulatinamente, una doncella
quebradiza de sino invariablemente trágico. Julieta tenía algo de la Patricia
Arquette morocha de “Lost Highway” y
otro tanto de Lee Holloway, la torturada secretaria personificada por Maggie Gyllenhall
en el film homónimo. También había en ella cosas de Mia Kirshner, una de mis
actrices fetiche, de Asia Argento y de Amy Lee, la etérea cantante de
Evanescence. Eran los tiempos de Fallen,
disco que despertó en mí un macabro fanatismo. Eran los tiempos de Bring me to life, Going under y My inmortal, canciones
abismales que me empujaban a la más erótica de las penumbras.
-¡Levántate,
Julieta! -parecía gritar desde las nieblas de mi angustia-. ¡Ven a mí y canta y
llora y mastúrbate, que acá estoy para recibirte!
Una mancha de
tinta marcó el fin del proceso. Me sentí orgulloso de “La musa”, orgulloso de
esas cuatro páginas garabateadas que tantas complicaciones me acarrearían en el
futuro.
“Y
entonces, en medio de aquel antro ominoso y ruin, como una rosa encarnada
sobresaliendo de un pantano cenagoso, la vi por primera vez. Era una muchacha
fresca y radiante, de piel blanca, caderas ondulantes, senos respingones,
nalgas leves y cabellos negros que caían suavemente sobre su espalda.”
“La musa”
reafirmaba mi predilección por las mujeres de cabellos negros (más negros que el ala del cuervo a
medianoche), doncellas pálidas y torturadas de labios hambrientos y ojos
como diamantes. Gabriela había leído el cuento mucho antes que se publicara en
Palabras Malditas y su obsesión comenzó a vislumbrarse de forma gradual, como
esas brisas veraniegas que derivan en furiosas tempestades. Bastaron solo un
par de semanas para que Julieta se instalara definitivamente en las fantasías
de Gabriela. Eso no dejaba de provocarme una oscura fascinación: yo, que no era
ni por asomo un lector consumado y lejos estaba de considerarme siquiera un
proyecto de escritor, había logrado, a través de un personaje propio, conmover
y vulnerar la inestable psique de esa cuarentona atractiva y conflictuada que
contaba además con el aliciente de ser una destacada profesora de letras. ¿Qué
extraño capricho cósmico había puesto a mi lado a un ser tan enrevesado como
Gabriela? ¿De qué iba en realidad nuestro vinculo, ese psicótico carrusel que
no cesaba de empujarnos hacia los abismos de nuestra torturada humanidad? Y
entonces apareció Julieta, la inexistente, la musa maldita y ya nada fue lo
mismo. Los celos enfermizos de Gabriela se vieron inexplicablemente
acrecentados.
-Me pone muy mal
tu cuento -me dijo una vez-. Pero no puedo dejar de leerlo, y cuando más lo leo,
más poca cosa me siento. Yo no soy como Julieta, no puedo dejar de sentirme una
basura. Ella, pura, virginal, con un cuerpo tan hermoso y yo así, vieja, fofa,
oscura, depresiva. Aún así, me encanta la manera en que la describís y también
me perturba. Tenés un gran talento para describir mujeres, sos un excelente
paisajista de la femineidad. Escribir
minas es como cogértelas, ¿no? Se nota que sabés mucho de minas, Emanuel, y
además tenés un gusto definido: morochas. Y yo no puedo dejar de darme manija,
no tengo el pelo lacio y negro como Julieta, no tengo sus tetas ni su cintura
de avispa, ni sus ojos claros, ni sus caderas. Soy fea, soy una vieja fea…
Gabriela no era
fea en absoluto, sino una hermosa mujer de cuarenta y ocho años que derrochaba
sexo por todos lados. Y como toda mujer atractiva de mediana edad, poseía un
pasado sentimental del que yo carecía. Gabriela tenía una hija, un ex marido y
varios ex novios desparramados por ahí. Si alguien debía sentir celos, era yo.
Pero ella continuaba con su cantinela y en un momento el asunto de verdad
comenzó a molestarme. Las menciones a “La musa” se volvieron grotescas y
deliberadas, casi parecía que Gabriela se estuviera burlando de mí con todo ese
rollo de sus celos hacia Julieta.
-Sabés, Emanuel,
tu cuento me recuerda a “El túnel”, de Sábato ¿Lo leíste?
-No. “Sobre
héroes y tumbas” fue lo único que leí de él. No me gusta Sábato.
-Bueno, “La musa” tiene muchos puntos en común con esa novela, las galerías de arte, los talleres de pintura, todo eso.
-¿Sí?
-Sí.
Pedí prestado
“El túnel” a un amigo: nouvelle vibrante y absorbente, pero saturada de esos
desvaríos metafísicos propios del hombre de Santos Lugares. El libro me generó
sentimientos encontrados: me entretuvo con ferocidad al tiempo que me irritó
soberanamente. Muy a mi pesar, había empezado a disfrutar de esas
ambivalencias. Quizá sin saberlo, Gabriela había abierto las puertas a nuevas
formas de intimidad y experimentación.
-Morochas,
preferiblemente de ojos claros y cutis pálido. Tu fijación con esa clase de
minas me resulta fascinante. Nunca una rubia, nunca una pelirroja.
-Las pelirrojas
también me gustan mucho. Las rubias no, me aburren.
-Ya lo sé, pero
lo tuyo son las morochas, estás obsesionado. Pienso en Mia Kirshner, en la tipa
esa de “La Secretaria”. ¿Te inspiraste en ellas para crear a Julieta, verdad?
Gabriela se
aferró a mis hombros y me clavó una mirada de intensa lubricidad. Sus ojos
pardos brillaban como carbones encendidos. Eran cerca de las once de la noche,
la habitación se hallaba casi a oscuras. Estábamos desnudos. Yo, sentado en una
pequeña banqueta de madera, ella a horcajadas encima de mí. Me agarré de sus nalgas
y mordí uno de sus pechos. El tibio pezón pareció bailar entre mis dientes. La
vagina de Gabriela se ajustaba a mi pene como una ventosa. Aquella estrechez
suya no dejaba de sorprenderme: era casi como cogerse a una veinteañera.
-No sé por qué
insistís con lo mismo, Gabriela, a veces te ponés demasiado densa.
-No me puedo
sacar esas imágenes de la cabeza. Julieta, su cuerpo, su pelo oscuro, su
sensualidad ¿Sabés cuál es la parte que más me enloquece?
Comenzó a
moverse acompasadamente, como una gata enjaulada. La abracé con fuerza,
inmovilizándola de súbito. Dudaba de mi propia resistencia. Si seguía
moviéndose así, iba a estallar sin remedio.
-Claro, lo sabés
de sobra –continuó con la voz tenue y estertorosa-. Pero te lo voy a repetir:
la escena en que te acostás con Julieta, está escrita con tanta elocuencia, con
tanta pasión, que no sé, es raro, Emanuel, no te imaginás como me pone
recordarla.
La escena es
esta:
“Entonces
sentí un ardor furibundo invadirme el cuerpo, como una irresistible quemazón
que me devoraba de a poco el corazón, las entrañas y los miembros, y me pareció
verla a Julieta sobre un océano de fuego, llamándome. Acerqué mis labios a los
suyos, besándolos suavemente. Con mis manos rodeé su cintura y la atraje hacia
mí con vehemencia, hasta sentir sus senos aplastados contra mi pecho. Su piel
brillaba como la arena del mar y un leve sudor le brotó de los poros emanando
un perfume de flores. Entonces, la besé con más fuerza y su boca fue un cántaro
de miel vertiéndose en la mía. Despojándola de sus pudores, la cargué en brazos
y la tumbé sobre la cama, ultrajándola, hundiéndome en ella como un nómada
sediento”
Pensé en su ex
marido y en los posteriores ex novios con los que ella alardeaba. Pensé en mi
escasa experiencia con mujeres. En lo patético que debía verme escribiendo
cuentos inspirándome en actrices. Deseaba con urgencia una Julieta real, pero
en ese momento Gabriela era mi única realidad posible.
-Estás celosa de
alguien que no existe. Si no te conociera, hasta podría ofenderme…
La fantasía se
había apoderado totalmente de ella. La fui soltando de a poco, a medida que mi
prematuro clímax se alejaba. Controlarme, no eyacular antes de tiempo, dejar
que Gabriela naufragara en su propio delirio erótico, contemplarla y sacar
provecho de ella. A eso se reducía todo. Su fijación con (mi) Julieta me
resultaba tan repulsiva como excitante. La miré a los ojos, puse mi cerebro en
blanco y dejé que ella continuara con lo suyo.
-Sos un
mentiroso compulsivo, Emanuel, te pasás el día diciéndome que sos casi virgen,
que tenés problemas para relacionarte con las minas, que para vos el sexo es
más literario que carnal, y todo eso, pero lo que escribiste… lo que escribiste
me pone la piel de gallina, se me erizan los pelos de la concha. Esa Julieta
tan real, tan sensual y tan loca, ¿Por qué mentís así, Emanuel? ¿Acaso te doy
tanta lástima?
Continuó
moviéndose perdida en sus alucinaciones. Casi podía tocarle la entrada del
útero con el glande. Vertía jugos sobre mi vientre, transformando mi pelvis en
un valle pegajoso. La vi desdoblarse, sacudirse y tensarse a medida que se
acercaba al orgasmo. Mi mente estaba en blanco, el dominio de mi placer era
absoluto. Gabriela se iba sin remedio. Esa maldita estrechez suya, esa maldita
concha de veinteañera. Gabriela no solía ser muy estridente en sus orgasmos.
Acabó con un tenue chillido. No le di
tiempo a recuperarse, la cargue en brazos y la lleve a la cama. Me acosté e
hice que ella se acostara al lado mío.
-Quiero que me
veas…-le dije.
Me masturbé por
unos minutos. Cuando estaba a punto de acabar, empujé su cabeza hacia abajo. El
semen se derramó sobre mi vientre ante sus ojos fascinados. Con la culminación,
sobrevino un incomprensible ataque de pudor que me llevo a intentar apagar la
luz, pero Gabriela me lo impidió. Con ambas manos empezó a esparcir el esperma
por todo mi abdomen.
-Julieta nunca
haría esto ¿O sí? -dijo mirándome lánguida e inexpresivamente.
Por supuesto,
las cosas no terminaron allí. Nuestra vida sexual pasó a girar exclusivamente
alrededor de la etérea e inexistente Julieta. Tanto, que a Gabriela le empezó a
costar horrores alcanzar el orgasmo sin traer a colación fragmentos de mi
cuento maldito. Había transcurrido más de un mes y yo estaba completamente
saturado. Aquello me irritaba al tiempo que me provocaba un placentero escozor.
Duendes lúbricos descendían de mi cabeza hasta mi pene y, desde ahí, explotaban
al mundo desparramando toda su ponzoña. Sentía unos enfermizos deseos de
golpear a Gabriela, unas locas ansias de lastimarla. Esa violencia generó en mí
una idea tan extrema como reveladora: no era a Gabriela a quién debía lastimar,
si no a Julieta. “La musa” no existía más que en mi mediocre literatura, por lo
tanto, literario tenía que ser su asesinato. Se trataba de esfumarla, de borrarla
de un plumazo (nunca un eufemismo resultó más acertado). Si Julieta había
logrado meterse en las fantasías de Gabriela al punto de infectar por completo
nuestra relación, entonces debía crear otras mujeres que consiguieran
desplazarla. Ese fue el inicio de una enloquecida cadena de relatos que fui
publicando en Palabras Malditas en el transcurso de seis años, todos
protagonizados por mujeres que constituían, a mi entender, la antítesis de
Julieta. A estas chicas nacidas de mi cerebro les di el nombre de antimusas. Escribía movilizado por el
despecho y por la ira, borracho y/o dopado con barbitúricos. Eran narraciones
deliberadas, crueles, estrafalarias, caóticas, sucias, escatológicas,
promiscuas. Cuentos oscuros y desmesurados que buceaban en el pulp más abyecto,
historias por completo carentes de verosimilitud o buen gusto. No interesaban
el estilo ni la coherencia, sólo resultar repulsivo a como diera lugar,
escandalizar a la lectoría gratuita e impunemente. Fueron seis años de humeante
y suculenta basura literaria. Zombies, ninfómanas, vampiras, asesinas,
necrófilas, cualquier aberración era válida, cualquier perversión estaba
permitida. Mi sección en Palabras Malditas se convirtió en un detallado
catálogo de parafilias. Hoy la vergüenza me oprime el pecho al releer esos
relatos y soy yo el escandalizado al rencontrarme con ellos. Pero en ese
momento mi realidad era otra, hundido como estaba en el alcohol y los
ansiolíticos. En ese momento solo importaba extirpar a Julieta de la mente de
Gabriela, quitar de ella ese maldito cáncer. Paradójicamente, Gabriela nunca
leyó esos textos de primera mano, jamás me animé a enseñárselos, sólo los
enviaba a Palabras Malditas de manera compulsiva, sin corregir ni pensar en
otra cosa que en esa urgente publicación. Presumo que Gabriela habrá entrado a
la página más de una vez, pero nunca me dijo nada al respecto.
A continuación,
y para ir finalizando, voy a hacer un breve repaso de mis antimusas más importantes y sus respectivas escenas de sexo. Así
es: sólo se trata de sexo. Sin embargo, aún en la basura literaria más repelente,
puede hallarse terreno fértil para que crezcan las flores del erotismo. Pues
bien, aquí vamos:
“El arte de
matar” es el título de un relato que salió en Palabras Malditas a fines de
2007, cuando los ecos de “La musa” comenzaban a extinguirse y el inestable
cerebro de Gabriela se encontraba en su punto más álgido. Es un relato escrito
exclusivamente como respuesta a Julieta, y de él se desprende mi antimusa número uno: Allegra Weisz,
asesina mercenaria experta en el manejo de armas. La historia, mezcla de novela
barata de espionaje y película de acción de los noventa, está narrada por Mike
Callahan, killer a sueldo de la CIA y
alter ego en las antípodas de Manuel X. Allegra resultó rubia por simple
oposición: si Julieta era morocha, Allegra tenía que ser exactamente lo contrario.
La escena sexual entre ambos personajes es la siguiente:
“Llegué al apartamento, abrí la puerta y entré. Adentro
todo estaba totalmente oscuro. Allegra estaba parada frente a mí, vestida
solamente con un sucio conjunto de ropa interior negra. Su sobretodo y su
pantalón estaban tirados a los pies de la cama. Al verla en esa falsa actitud
pasiva, mi odio hacia ella se hizo más violento. Necesitaba lastimarla, vengar
de alguna manera todas sus muertes y humillaciones. Corrí hacia ella y la
empujé contra la pared. A nuestro costado, ordenadas encima de la mesa, las
armas relucían como juguetes demoníacos. Allegra me miraba abstraída, su
cabello rubio brillaba con una luminosidad sobrenatural. Pero entonces algo me
detuvo: el lazo que me unía a ella era más fuerte de lo que pensaba. Estaba
lleno de odio, lleno de furia, quería estrangularla, golpearla, deshacerme de
su presencia ominosa e infame. Pero no podía hacerlo, simplemente no podía.
Allegra se desabrochó el corpiño y lo dejó caer. Le vi los pechos pequeños y
firmes y sólo entonces me di cuenta de lo mucho que la deseaba. Ella respiraba
con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Yo comencé a acariciarle los
pechos. Primero suavemente y después con fuerza, apretándolos como si quisiera
acoplarlos a mis manos. Sus pezones eran serpientes escurriéndose entre mis
dedos. Allegra me besó con violencia, yo la apreté entre mis brazos y sentí su
cuerpo palpitar contra el mío. Nos besamos desesperadamente, como si
quisiéramos herirnos, como si nuestros labios y nuestras lenguas resultaran
insuficientes para tanto fuego contenido. Estábamos explotando. Ella jadeaba,
invadida por un placer explícito. Yo le besé el cuello y los pechos, de un
tirón le saqué la bombacha y la penetré de un solo golpe, allí mismo, contra la
pared. Ella enroscó sus piernas alrededor de mi cintura y comenzó a gemir como
una desaforada. Yo la aferré del culo y la embestí con más potencia, con más ferocidad,
como si quisiera desgarrarla. Ella se sacudió convulsivamente. Aquello no era
un acto sexual corriente, era casi una violación, una lucha descarnada, una
revancha. Ella me mordió el labio inferior hasta hacerme salir sangre. Yo la
abofeteé y la tumbé sobre la cama. Entonces Allegra se abrió de piernas y yo me
perdí en su vasto universo de humedad y violencia y nuestros vientres se
volvieron uno, y nuestras bocas una sola carne, y el clímax nos inundó con una
marejada de gritos y humores y nuestras almas se elevaron al cielo en una
depravada danza de muerte”
“El arte de
matar” fue un fracaso. Nadie lo leyó, nadie comento nada. La revista lo quitó
al poco tiempo. Bien merecido se lo tenía.
“Crepúsculo
Rojo” se publicó en 2010 y es un cuento muy similar. Su protagonista es Nadine
Hamshari, terrorista suicida y antimusa
número dos. El narrador se llama Hamid, también terrorista. Crepúsculo Rojo es
una agrupación (terrorista, como no) que recluta a Hamid y Nadine para
inmolarse. Todo ocurre en la ciudad de Kabul, en Afganistán, durante la visita
de una delegación del gobierno yanqui (¿?). Hay conspiraciones, Marines
enloquecidos, explosiones y cosas por el estilo. Es un cuento bastante confuso,
nada llega a cerrar del todo. Lo único medianamente rescatable son las
descripciones de Nadine y los fragmentos sexuales que paso a detallar a
continuación.
“Y todos los días, mientras me paseaba con mi
ametralladora Kalashnikov automática,
observaba a esa muchacha delgada y bonita deambular por las dunas como un hada
del desierto. Supe que se llamaba Nadine y que provenía de las lejanas tierras
del norte, donde el desierto se funde con el cielo y todas las cosas tienen la
etérea intangibilidad de los sueños (…) Y cada noche llegaba a ella a través de
mis fantasías y la veía caminar hacia mí vestida con amplias túnicas
transparentes, mostrándome su cuerpo semidesnudo como una ninfa nacida de la
arena. En su sangre palpitaba una extravagante mezcla de genes orientales y
occidentales y esa circunstancia hacía de ella una persona inaccesible, una
alocada felina por completo irrespetuosa de toda norma étnica (…) ¿Cuáles son
los recuerdos que me quedaron de Nadine? Muchos, demasiados. Su cuerpo entero
es un símbolo tatuado a fuego en mi carne, mucho más ardiente que las
desbocadas llamaradas que luego terminarían por consumirme: la imagen
embriagante de su cuerpo desnudo tirado sobre la cama, el penetrante olor a
sudor de sus axilas sin depilar, las suaves colinas de sus pechos erguidos, de
sus pezones tiesos como almendras, sus nalgas inmaculadas de muñeca, la
perfecta simetría de sus muslos abiertos temblando bajo mis embestidas
salvajes. Allí, encerrados en la oscura intimidad de esa casa rentada, nos
entregábamos al placer de nuestros cuerpos de una forma fría y despojada de
todo afecto, como animales en celo cumpliendo su proceso de apareamiento”.
“Crepúsculo
Rojo” naufragó irremediablemente. Todavía está en la Web, en lo que resta de
Palabras Malditas. Sigue siendo un cuento de mierda.
Joanna y Katrina
son mis antimusas tres y cuatro
respectivamente, las últimas que voy a reseñar. Ambas son parte de un cuento
titulado “La gimnasta”, publicado en 2012. Confieso que desde hace años estoy
seriamente obsesionado con la gimnasia rítmica (no confundir con gimnasia
artística). Me fascina toda esa gracia, toda esa sensualidad y elasticidad,
todo ese velado erotismo. Tengo un cuaderno repleto de fotos de Evgenya Kanaeva
y Daria Dimitrieva, medallas de oro y plata de la disciplina en los Juegos
Olímpicos de Londres. Estoy perdidamente enamorado de ellas, no se imaginan
como las quiero. De hecho, escribí “La gimnasta” los días posteriores a la
culminación de dichos juegos, a modo de enfermizo homenaje a mis dos amores
imposibles. Contrariamente a lo que pueda suponerse, este cuento no me parece
del todo malo. Está plagado de excesos, eso sí, y esa grandilocuencia
estilística atenta contra la naturalidad y verosimilitud de la historia. Joanna
tiene diecinueve años, el pelo castaño y su nacionalidad es incierta: puede ser
argentina, chilena o belga, da lo mismo. Katrina anda por los veinte, tiene el
pelo negro, es rusa. Las dos son gimnastas, contrincantes acérrimas en ciertos
Juegos Olímpicos realizados en una inmensa ciudad sin nombre. La idea era que
la encarnizada competencia entre ambas mutara en insana atracción, pero el
cuento (narrado en una tercera persona distante) se desbarranca al punto de
volverse inentendible. Joanna siente un miedo patológico hacia Katrina y, promediando la historia, tiene un sueño erótico con ella. Su descripción de la
siguiente:
“Joanna, vestida con una malla de baile color violeta,
camina a lo largo de la pasarela rumbo a la pista, pero al salir descubre que
el auditorio está completamente vacío. De pronto las luces se apagan y una
densa oscuridad se apodera del estadio. Joanna siente un escalofrío al ver a
Katrina parada a unos metros, debajo del único foco que permanece encendido. La
rusa viste una ajustada malla enteriza color carne y sostiene en su mano
derecha una larga cinta de roja. Joanna comienza a llamarla, Katrina se da
vuelta y corre en la oscuridad. Joanna la sigue. Absolutamente todo se
encuentra a oscuras. Entonces ve una luz, un leve resplandor que se va haciendo
más grande a medida que ella se acerca. Es un farol que parpadea por encima de
una puerta que ella reconoce; la entrada a las duchas y los vestuarios. Joanna
siente que se le retuerce el estómago, que algo siniestro y excitante la
acecha. Escucha el agua gotear dentro, como si alguien estuviera orinando.
Joanna llega a la puerta y la pálida luz del foco le confiere un aspecto
lánguido y enfermizo. El goteo se torna incómodo, molesto, irritante. Joanna se
asoma al interior de los baños: un denso hedor amoniacal llega a ella en una
ráfaga helada. Joanna empieza retorcerse, una saliva espesa le llena la boca
redoblando sus náuseas. A pesar de su miedo y de su asco no puede alejarse.
Entra a los baños lentamente, el lugar está totalmente iluminado (una luz
blanca, mórbida), Joanna ve las paredes azulejadas y los mingitorios llenos de
pastillas desinfectantes. Cruza el baño hasta llegar a las duchas: un vapor
cálido y pegajoso se levanta de los pisos llenos de agua sin escurrir. Joanna
comienza a transpirar, la malla violeta se le pega al cuerpo, se siente
incómoda, sucia, maloliente. Una rara emoción la invade, una voluptuosidad
nunca antes experimentada, una excitación insana y temible. De pronto siente
una presencia, como si alguien la acosara desde lo más profundo de sus
pesadillas. Joanna siente un temblor en el bajo vientre, un cosquilleo húmedo
entre sus muslos. Entonces escucha una voz: “Joanna- dice la voz-. Joanna…”. Se
da vuelta y ve a Katrina parada ante ella. Bella, delicada, seductora, la
muchacha rusa la observa con una expresión posesiva, abyecta, amenazante. La
cinta roja parece un hilo de sangre deslizándose por su cintura. Hay algo en
los ojos de Katrina que inquieta a Joanna, un brillo maligno que le crispa los
nervios. El baño es un infierno húmedo, el olor a orina y transpiración se
mezcla con el ácido hedor de los desinfectantes. Joanna no puede moverse, los
miembros no le responden, su mente es un inmenso agujero negro. Katrina corre
hacia ella y la besa apasionadamente, Joanna siente en sus labios los cálidos
labios de la rusa, siente su lengua hurgándole la boca, el sabor de su saliva,
el rostro de ella apretado contra el suyo, el sonido agitado de su respiración.
Ambas caen al piso, el lúbrico abrazo de Katrina conmueve a Joanna, sus besos
la elevan a zonas inexploradas de su erotismo. Katrina le lame el cuello, le
acaricia los pechos por encima de la apretada malla violeta, le frota la
entrepierna con la rodilla, le aprieta el largo cabello oscuro. Joanna ni
siquiera intenta alejarla, su voluntad está por completo minada. Katrina le
desgarra la malla violeta a la altura de los pechos. Joanna, sin pensarlo, guía
la mano derecha de Katrina a través de su pubis. La rusa se abre el escote
dejando sus senos al descubierto, Joanna acaricia los pezones suaves y
sonrosados. Vapores fétidos brotan de los blancos mingitorios, de las blancas
duchas taponadas de sarro. Joanna y Katrina hacen el amor sobre el piso
inundado de agua sucia, como doncellas malditas desbordadas por el deseo. Los
dedos de Katrina acarician con violencia el piloso pubis de Joanna, quién gime
y se retuerce abrumada por las primeras punzadas del orgasmo. El clímax sucede
como una escandalosa marejada, como una tormenta de fuego y arena. Segundos
después del último estertor, Joanna se encuentra vacía, como si el placer le
hubiese corrompido el alma. Pero hay otra cosa, un nuevo
resplandor en la gélida mirada de Katrina. Joanna siente miedo, quiere salirse
de allí, pero no puede hacerlo. Katrina se chupa los dedos, esos que conservan
aún el olor y el sabor de Joanna, luego agarra la cinta roja y le rodea el
cuello. Katrina aprieta, aprieta muy fuerte. Joanna empieza a sacudirse. Una
espesa oscuridad se extiende por el cuarto de baños. El rostro de Katrina se
transfigura en una máscara siniestra, sus delicadas manos aprietan con firmeza
la cinta roja alrededor del frágil cuello de Joanna. Todo se vuelve negro,
demasiado negro, como un anochecer lento, paulatino y terrible. Joanna no tiene
fuerzas para seguir luchando, el aliento la abandona. Katrina la está venciendo
nuevamente. Katrina, maldita Katrina. En un último y desesperado movimiento,
Joanna estira la mano y acaricia el rostro de Katrina. Entonces, la oscuridad
termina de invadirla y se muere, se muere, se muere mientras Katrina fotografía
su último aliento”
“La gimnasta” es
un cuento herido de muerte desde su concepción. Corregirlo es absolutamente
imposible. Se trata de una historia maltrecha e inútil. Quizá intente
reescribirla en algún momento, no lo sé.
Hay otras antimusas, por supuesto. Algunas de
ellas irreproducibles. Siguen vivas, aunque varios de esos relatos ya no
existan. También sigue viva Julieta, pero su presencia ya no es una carga. Aprendí
a quererla, a valorarla y a respetarla. Contradicciones de la vida (y de la
literatura): “La musa” fue el único relato salvado de la quema masiva de textos
que sobrevino a mis meses de forzada sobriedad. Lo que verdaderamente lamento
es que Carmen no me haya frenado a tiempo, que permitiera que esos engendros
literarios se sumaran a mi historia como a una cartografía demente. Esos textos
me persiguen, lo harán hasta el fin de mis días. Releyendo “La musa” estas
últimas semanas no pude dejar de recordar a Gabriela. Hace años que no la veo y
más allá de algún circunstancial tecleo vía
Facebook, prácticamente dejamos de tener contacto. Lo curioso es que al
menos la mitad de esas narraciones las escribí estando separado de ella. La extraño
demasiado algunas noches. Ninguna mujer se entregó con tanta pasividad a mis
excesos, ninguna se brindó a mí con tanta devoción y descaro. Sigo
necesitándola, pero soy consciente que, a estas alturas, un nuevo acercamiento
es completamente imposible.
Imagen: Malcolm Liepcke
1 Comentarios
Casi una nouvelle. Apasionante narración, amigo Mordacini. Muy bueno.
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