Veo esta foto de Manal, el más sofisticado grupo de blues de la historia argentina, versión 2016, y me llueven los dejavús.
Nosotros, el negro Marcos y yo, cantando el blues de Manal titulado Avenida Rivadavia, caminando, noche profunda, por la Avenida Rivadavia, la real y la del blues.
Caminamos una calle sin hablar/ Avenida Rivadavia (…) La mañana incoherente me sonrió/ una burla que volaba se escapó, así decía la lírica de ese tema inolvidable.
Nosotros, el negro Marcos, mi hermano Juan Esteban y yo, entrevistando a los Manal cuando el grupo se reagrupa en los principios de los 80s, cuando la dictadura comenzaba a agonizar y el rock and roll local, volvía a levantar la cabeza. Teníamos, todos juntos, una revista, un fanzine. Se llamaba Llega un momento. Por un folk-rock de Neil Young. Teníamos 15, 16 años.
Fue antes de un concierto alucinante en el estadio Obras donde Gabis deslumbró con su virtuosismo en la guitarra, el negro Alejo Medina se bancaba con su bajo todos los blues y toda la historia y Javier Martínez, el poeta, voz y baterista del grupo, seguía pareciéndose al Javier Martínez de los años cuando Manal era Manal. Gracias a Dios, pudimos vivir ese revival.
Más dejavús. Cuando Pappo grabó su versión de uno de los más lindos temas de Manal: Una casa con diez pinos. Si Clapton is God, ya lo escribí en otro texto: Pappo es Dios. Ya estaba viviendo en Bolivia –¡ya son 30 años!- y me traje Blues Local, un discazo solista de Pappo, para escucharlo aquí, entre cerros y cactus. Debe estar colgado en you tube –todo está en you tube: escuchalo. Una casa con diez pinos habla de la vida en tanto vida y cómo vivirla. Es un himno conmovedor de toda una generación musical y existencial. La misma de Spinetta: poesía pura y buenas fenders para cumplir esa profecía que dicta que Rimbaud renació –en el Río de La Plata- con la guitarra eléctrica.
El último dejavú, ya lo es: el detonante de este texto. Vuelvo a Buenos Aires, la ciudad donde nací, y veo colgada esta foto, Manal versión SXXI, Manal versión 2016, y me alegra al alma. Claudio, Javier y el Negro Medina están vivos, ¡y vayan que lo están! ¡Siguen tocando juntos!
Gabis, con su misma cara de siempre: niño bonito del mejor sonido del mundo.
El negro Medina es Gardel: no envejece nunca y ahora se parece a Lautaro o a Cafulcurá o a cualquier indio rebelde, que la historia olvida, pero nosotros, no. Jamás.
Javier ha cambiado, radicalmente: está grueso, pelado, pero yo sé, que en el fondo de su corazón, sigue siendo el mismo Javier Martínez, ese que compuso Jugo de tomate, himno generacional, del aguante y la resistencia cultural.
Es pura devoción lo que escribo. Amo a estos tipos como se ama al viento. Ellos me brindaron algo intangible pero que no puede compararse con nada: me dieron ganas de vivir en medio del desasosiego, me dieron ganas de existir en medio del vacío más profundo, la negación más perversa de todas. Si no hubiéramos crecido cantando con Marcos los blues que cantábamos en medio de la dictadura, ¿qué seríamos ahora?
El viento, la música, son invisibles. Pero tienen mucha alegría, demasiada potencia: son toda la fuerza que necesitábamos para ser nosotros mismos. Gracias Manal. Gracias, compañeros: ustedes pusieron la música. Nosotros, escuchándolos, pusimos también la vida.
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