Abuelito

ENCARNA MORÍN 

Arribó en la plaza del pueblo que justo en ese momento estaba desierta. Los laureles de indias que la bordeaban, amortiguaban el sol de justicia que a esa hora cascaba implacable. Por lo alto de la casa de los López, donde estaba la botica, caminaba un gato remolón con un ratoncito entre sus fauces.

Tantas veces soñando volver a su pueblo y a su hogar, y ahora que por fin lo lograba, estaba inmóvil, como petrificado. Los muchos años transcurridos no parecían haber modificado aquel lugar que parecía haber quedado inmutable en el tiempo. Hacia la derecha, la vieja iglesia seguía en pie, esperando un buen arreglo en su fachada. Por las campanadas de la torre, eran las doce: el peso del mediodía.

Su gastada maleta de emigrante pesaba y estaba casi desmantelada. Tuvo su momento glorioso y fue nuevecita, pero ahora un viejo cinturón de cuero la sujetaba por su parte central, a modo de cierre improvisado, demostrando una vez más que no hay nada más definitivo que lo provisional. Al final todo su pasado y su presente se encontraban en aquella valija.

Le pesaban las piernas y estaba cansado. Muy cansado. Pero echó a andar en dirección frontal, tirando como pudo de su equipaje. Detrás de aquella iglesia estaba la calle que le conduciría a su casa. No le esperaban, quería dar esta sorpresa a su familia. Volver a encontrarse con su esposa y abrazarla. Reconocer a su hijo y decirle cuanto le había recordado en estos años.

Tardó una eternidad en llegar al otro extremo de la plaza. Constantemente indagaba con la mirada buscando una cara amiga. Pero aquello parecía un pueblo abandonado. Las hojas caídas de los laureles sobre las losetas grises parecían indicar que podría ser otoño, aunque en su isla las estaciones pasaban desapercibidas. Llovía poco y el agua era un bien preciado. Es la casa había un aljibe grande que daba cierta tranquilidad a la familia para pasar el verano.

Del lugar de dónde él venía, ahora era invierno y hacía fresco. Justo la noche anterior a su partida cayó una gran nevada. Hacía tiempo que no nevaba en Buenos Aires. Cuando era un muchacho y llegó a aquella tierra con su maleta y fue a alojarse por un tiempo en casa de sus primos. Una de las cosas que le sorprendió de aquella ciudad, además de la gente y de los ruidos, fue la nieve. Jamás había visto nevar. La ropa que llevaba no alcanzaba para atajar el frío que se calaba hasta sus huesos.

La calle era cuesta arriba, tal y como la recordaba. Emprendió aquel camino que tantas veces antaño recorriera. Aunque lo de no tener fuerzas era algo nuevo. Su cuerpo, hasta ahora vital, se encontraba en este momento exhausto. Le costaba arrastrarse hasta la casa, situada apenas unos metros más arriba.

Aquella mañana de su partida, hacía ya tantos años, aún no había salido el sol. Ella lloraba amargamente y él sujetaba su pena como todo hombre debe hacer.  Dejarla tras de sí con el hijo en las puertas de la vida, era cuando menos muy desgarrador. Faltaban dos meses para que diera a luz, pero él tenía que realizar este viaje entonces o no habría otra oportunidad. Iba con su hermano, bien acompañado. Comenzaba la zafra del ladrillo en Buenos Aires y había trabajo para alguien dispuesto a hacer lo que fuera con el fin de mejorar un poco su vida miserable y la de su familia.

A todas estas acababa de arribar a su antigua casa. Entró por el portón de la huerta, para no tener que ir a golpear la puerta como un extraño. Todo seguía en su sitio como él lo recordaba.


Pasó a su lado y al principio no la vio porque estaba agachada entre sus rosales. Tenía el pelo blanco y llevaba un vestido negro bajo un delantal estampado. Quiso llamarla por su nombre, pero tampoco su voz le respondía. Era su esposa con treinta y cinco años más. Aquella muchacha menuda y serena que le enamoró, con la que se desposó y la misma que le acompañó hasta la puerta el día de su partida.

Unas voces en el interior de la casa le hicieron girarse con curiosidad. El hombre anciano era su suegro, le recordaba muy bien. Siempre con su sombrero negro que solo se quitaba para dormir. Estaba apartando lentejas en un balayo de paja. Les quitaba las piedrecitas que se iban mezcladas con ellas. Luego las volcaba en una saca blanca. Seguramente irían a la tienda del pueblo para ser canjeadas por jabón, arroz, azúcar, aceite o petróleo.

Había además  un muchacho que sin duda era Rafael. Este hombretón era su querido hijo. Mirándolo bien hasta se reconocía en sus facciones. Estaba cortando unas maderas con un serrucho. No sabía que su hijo había heredado su habilidad para hacer cosas de madera. Cuando falló el trabajo de la fábrica, le salvó su profesión de carpintero. Al mismo tiempo fue su gran desgracia ya que cuando se incendió su carpintería, se quemaron todas sus esperanzas de volver  a casa. Ahí fue cuando se planteó echar raíces en aquella tierra que siempre consideró ajena.

Por los alrededores, una niña rubia con trenzas jugaba con un gatito negro. ¿Esa niña sería su nieta? No sabía de su existencia. La última noticia que le había llegado de su hijo fue que se casaba. Luego les perdió la pista por completo. Tuvo que mudarse de ciudad, perdiendo así los contactos con los familiares que le mantenían informado de cuanto ocurría en la isla.
Unas gallinas revoloteaban en el gallinero. Lo habían cambiado de lugar. La vieja cocina seguía en su sitio, pero habían hecho dos cuartos anexos que antes no estaban.

Tras el tiempo prudencial de permanecer mimetizado en el entorno, decidió dar una voz a modo de saludo. No sabía bien por dónde empezar.

-¡Holaaaa familia! -dijo esperando algún gesto de los habitantes de la casa al tiempo que daba unas palmadas-

Nadie parecía haberle visto ni escucharle. Solo la niña se giró hacia él con cara de sorpresa.
-¿Y usted quién es?-

-Yo soy Rafael Morín.

-Ese es mi padre-

-No, soy el padre de tu padre-

-O sea que tú eres el abuelo que está en Argentina-

-Ahora estoy acá de vuelta, pequeña.

- Pero alguien trajo malas noticias hace unos días. Dijeron que estabas muy enfermo y la abuela estuvo llorando toda la noche. Mi padre no dijo nada, solo que no te iba a echar de menos porque nunca estuviste de verdad en su vida.

-Sí, he estado muy enfermo, pero finalmente, en un alarde de valentía, he decidido venir a ver a mi familia.

-La bisabuela falleció hace mucho tiempo. Eso es lo que me cuentan, que mi abuela, tu esposa, no pudo ir a reunirse contigo porque no podía dejar a su madre tan enferma. ¿Pero tú por qué no volviste antes, abuelo?

-No es fácil de explicar, niña. El tiempo pasa volando y cuando haces balance, se te ha ido la vida. Aferrado a las cosas, no quise volver como un derrotado, así que esperé un poco y otro poco y así pasaron los años. Cuando quise darme cuenta, estaba viejo y enfermo.

-Tampoco eres tan viejo abuelo. El abuelito Casiano es mucho mayor que tú y todavía está muy bien.

- Pero tu bisabuelito no padece del mal que a mí me ha sentenciado en este momento. Creo que solo me alcanza el tiempo para despedirme y poco más. Me han dicho que padezco de leucemia. Por eso estoy tan cansado. He dejado la maleta en la entrada porque ya no puedo seguir tirando de ella.

El gato saltó del regazo de la niña y por un momento la escena hizo un movimiento. María, su mujer, volvía con un ramo de nardos en la mano. Rafael, su hijo, dio los últimos claveteos a la puerta que estaba reparando, Casiano terminó con las lentejas y las guardó en la saca con calma. Pero nadie le miraba.

-¿Es que fingen no verme? ¿Qué es lo que pasa?-Y la voz apenas salía de su garganta.
Probó no obstante a hacer un nuevo intento:

-¡Holaaaa! ¡María, Rafael… por fin he vuelto! ¿Vieron que he cumplido mi promesa?

-No te preocupes abuelo. Creo que ellos no te ven ni te escuchan. Pero puedes decirles lo que quieras a través de mí. Yo si te siento cerca.

-¿Cómo que no me ven? ¿Acaso soy transparente?

-¿Ves que la abuela lleva un vestido negro?

-Sí, cierto es que lo lleva. ¿Ha habido alguna muerte en la familia?

-Sí, ahora es una viuda. Durante todos estos años ha estado esperando por ti. Finalmente le han dado la terrible noticia de tu muerte, y ella dice que solo te recuerda bien, que eres su marido, el padre de su único hijo. Así que lleva luto por ti.

-¡Pero si he vuelto! Dile que se quite el luto que el negro apaga los rasgos de su cara.

-Si quieres se lo digo, pero no creo que vaya a tomarme en serio. La abuela es una mujer de ideas fijas y por nada del mundo va a dejar de llevar luto.

-¿Cuántos años tienes?

-El próximo mes cumpliré nueve. Voy a la escuela que está al otro lado de la huerta y mi maestra dice que debo estudiar mucho. Antes tenía una profesora  muy buena, pero ahora estoy con la señorita Mercedes que es muy antipática y estirada. Nos pega con una palmeta de madera con cualquier disculpa. Mi abuela le manda algunos nardos, pero yo se los doy con un poco de miedo de acercarme a ella. Aunque yo tengo buena memoria y me sé las tablas de multiplicar, las provincias de España, los ríos y afluentes, las cordilleras y todo eso. Está obsesionada con el mapa.

-Yo nunca fui a la escuela, aunque me dijeron que mi hijo, tu padre, había conseguido estudiar. 

-Dicen que mi padre era muy listo y le ofrecieron una beca para estudiar fuera, pero a mi abuela le dio miedo separarse de él y no autorizó. Por eso se quedó en este pueblo para siempre. Espera un momento abuelo… mi padre se va hasta el próximo mes, será mejor que hables con él ahora, porque mañana no estará. Si quieres yo le digo que tú le quieres mucho.

- He derramado muchas lágrimas, cada vez que llegaban aquellas fotos que ahora están en mi valija. Le veía crecer y todo lo que tenía de Rafaelito era una imagen en un cartón. Cuando se quemó la carpintería perdí todo lo que tenía, y con ello la esperanza de retornar. Fue entonces cuando conocí a Crisanta, ella me ayudó tanto, que fue imposible no quererla. Tuvimos un hijo al que también pusimos mi nombre.  Quise ver un gesto del destino en su muerte prematura. El pobrecito no superó una neumonía que se lo llevó con solo dos años. Poco más tarde nació Silvia, una buena hija, que fue como un rayo de luz en nuestras vidas. Con Silvia he sido padre en cuerpo y alma. Ella se siente de esta tierra e insiste en conocer a su familia, por más que no le he contado lo de tu padre, pero seguro que se alegrará cuando lo conozca.

-Abuelo, abuelito...todos en la casa van a saber que les quieres mucho, que has venido a verles. Más allá del tiempo y el espacio está el cariño. Si Dios existe se llama Amor y ha sido él quien te ha traído hasta casa. 






















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