CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT
Escucho constantemente que los libros se convierten en objetos, que hay que desapegarse de ellos, que tienen un tiempo, el de su lectura, y que después engrosan la lista de lo inservible, etc. No me sucede. Mis libros son como mis hijas, siempre cercanas, pero también como mis mujeres, desperdigadas por el mundo. Pero jamás objetos: sujetos de amor y de recuerdo.
Esto a raíz de un correo electrónico de un joven novelista cochabambino, Christian Jiménez Kanahuaty, que me cuenta que caminando por los libreros de calle en el correo ve una edición de Sur de El Cuaderno Negro (Lawrence Durrell). Dubita: Sur es garantía de buena literatura. Toma el libro, lo hojea, y en la segunda parte está mi nombre con tinta roja con el detalle: Córdoba, 15 de octubre, 1985.
Resulta que sé el momento exacto en que compré aquel libro, y la época, cargada de Anaïs Nin y Henry Miller, con Durrell como un triángulo mágico y renovador dentro de aquel exquisito menjunge amoroso-literario que fueron Nin-Miller. Y que ese cuaderno negro del eroticista por excelencia, el inglés, apareciera así en las calles de Cochabamba, en venta, sin yo saberlo, me contrae el alma, si la tengo.
Los detalles de su aparición (perdición) no interesan. Lo concreto es que escapó de mi dispersa biblioteca y ya no es mío, y con él se desvanecen aquella tarde cordobesa del 85, caminando por la Cañada, soñando que alguna bella argentina se interesara por mí, y terminando el día en los andenes del ferrocarril, cerca de la avenida Madero, solo, pero no desventurado. Penaba un amor, entonces, creo, o dos: el de una alta ibérica con caderas de ensueño y/o el de una francesa que me engañó con su marido y huyó al borde de un riacho insulso en la campiña de Francia, desde donde escribía
nostalgias no tan suaves como su pecho.
Pienso en mis libros como apéndices de una vida confusa, desarraigada, cuyas únicas raíces se formaron, y se forman, en páginas siempre nuevas, siempre más, cambiantes y únicas. Mi espacio pertenece a mis libros, cuando ya los efluvios de los perfumes de Eva se han por ahora disipado.
Esas manos anónimas que hurgan en los recovecos de mi vida y extraen libros para ofrecerlos a un sol al que ya no se exponían, no me dañan en sí, tocan un punto íntimo de sentimiento donde habita el dolor.
El novelista que es dueño hoy de lo que fuera un instante mío laborioso, debe sentir la dicha de tener entre sus manos no un objeto sino un cúmulo de sensaciones de una época particular.
Los libros son seres vivos que no hablan porque son inteligentes.
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Publicado en Opinión (Cochabamba) y en el blog del autor, Le Coq En Fer (9/12/2010)
Imagen: Lawrence Durrell, en una tapa de LIFE
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