Pablo Cingolani
Han muerto en silencio, como mueren los valientes. Han pasado a la historia, aunque fueron parte de su médula, de su sino, su hálito. No han recibido auxilio de nadie a pesar de haber guiado y socorrido a millones. Los faros ya no cantan. Los faros ya no sirven, como tantas otras cosas bellas, que han sido desechadas por ese avasallar de la ciencia, la tecnología y la psicosis, cambiados por botones lumínicos y aparatitos de plástico que nada dicen, nada evocan, no conmueven al espíritu. Dime, ¿qué emociones puede procurarte un GPS?
Faros, faros y faros. Anoto algunos que me cautivaron. El faro de Alejandría, el primero: imagino su doble luz proyectada hacia el tremendo mar y hacia el desierto, más insondable aún. Imagino sus fuegos besando dos arenas: las de la playa y las del erial. Imagino uno de esos fuegos, uno peregrino, iluminando con sus flamas, el oráculo, allá adentro, allá en Siwa. Lo imagino a Alejandro, viendo o creyendo ver o soñando esas llamas invencibles.
Otro. El faro del fin del mundo, el de la Isla de los Estados, en el extremo Sur, el faro de San Juan de Salvamento, el faro de la novela de Julio Verne: lectura obligada de la niñez cuando ser niño era soñar aventuras como las que leías en esas páginas, aventuras reales con mares, con ballenas, con montañas, con selvas, con gente en los caminos, con gente a la deriva, con tormentas colosales, con amigos. Con otros faros.
Uno más. El faro de Punta Mogotes: mi faro real, el de mi niñez también, pero tan real que hasta iba y lo rondaba, me internaba por las rocas musgosas, buscando tesoros del niño de seis, siete años que era, cangrejos, huesos de delfines, caracolas, alhajas, botellas, el final del roquedal, el inicio de la otra playa: sigo sintiendo el sabor del hallazgo del día que la descubrí con sus médanos gigantes, solitarios, salvajes.
Otro día, uno de esos veranos, me animé a seguir explorando hasta llegar a algún indicio, alguna señal, que me dijera dónde estaba. Encontré un cartel derruido que decía: Playa Dinamarca. Nunca olvidaré mis primeros afanes geográficos, el principio de mi amor por la toponimia. Luego lo anotaba en algún cuaderno con mi letra de niño, luego también daba rienda a mis impulsos cartográficos: trazaba mi mapa, mi mapa de niño, donde ya incluía sitios tan poderosos como la casa de mis abuelos (en cuyos potreros aledaños, moraban los sapos), la ruta a Chapadmalal, el faro y la playa de nombre inusual.
Hace poco, mi amigo Martín Castellano, me sorprendió con un dato que desconocía: el faro de Punta Mogotes, cuando la dictadura de 1976, se convirtió en un Centro Clandestino de Detención de los navales, un campo de concentración donde los militares ocultaban y martirizaban a los llamados “detenidos-desaparecidos”. Ahora, me contó Martín, hay un museo allí, donde se guarda la memoria del horror y la tragedia de aquellos días. El fue a visitarlo con sus hijos. Me estremeció saberlo. Pensé: como los marinos de Creta buscando Egipto, como los torreros, mi faro de la niñez también es un desaparecido.
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