Esta pesadilla: la historia (4)


Roberto Burgos Cantor

Noviembre.
Y el reducto de preservada alegría de las noches y los amaneceres de los ángeles que piden limosnas para ellos mismos; la cercanía de las vacaciones; las fiestas de la independencia con piratas, capuchones, bailarinas, clérigos sin tonsura, chinos de ojos orientales con bata de papel de seda y sombrero de pagoda. Y los buscapiés.
Como castillo de roca que se lleva el huracán, el noviembre de tragedia se sobrepuso a los talismanes de inocente dicha que alguna vez mostraron el rostro alegre de la vida posible.
La radio vociferaba, antes del mediodía de luz reposada, que un grupo de la guerrilla, M-19, había ingresado al recinto de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Autoridades de la rama judicial.
Fueron horas de inciertas y dolorosas incertidumbres. Voces de magistrados, eran nuestros maestros, que pedían un alto al fuego, inventarios de personas que lograban salir de esa trampa de disparos, explosiones, informes de la fuerza pública, un gobierno sin voz, sin iniciativas de respuesta. Apenas, el desmadre de plomo por todos lados, explosiones, y después de los helicópteros que dejaban soldados en la azotea del palacio, un tanque cascabel rompiendo la puerta principal para entrar. Todos sin memoriales de demandas, recursos, audiencias. La muerte en su enloquecida danza sin disfraz.
En un momento la radio fue controlada y el silencio volvió la incertidumbre angustia.
Quienes no sabíamos qué hacer, bendito Lenin que lo sabía, nos acercamos hasta donde el cerco del ejército lo permitía. Mi amigo, el poeta y compañero de estudios, Santiago Aristizábal, una vez se casó, abandonó su vivienda de frontera con el memorable Goce Pagano donde se oía jazz de 6p.m. a 7:30pm y después se presentaban libros y después se oía y se bailaba échale tierrita y tápalo. Allí se editó la primera novela de Tomás González, y se lanzó el libro de cuentos de Eduardo Márceles Daoconte. Se mudó, Santiago, al hermoso edificio Sabana, que era más hermoso cuando la avenida 19 de la capital, preservaba sus árboles. No era la primera vez que las tribulaciones me condujeron al asilo de mi amigo. Con él fui confesor en la ermita de Mariquita. Esta vez el ascensor subió al piso alto de su casa. Una llovizna de desgracia caía silenciosa sobre la ciudad y la arropaba. Salimos al balcón y a pocos metros la plaza de Bolívar era una espantosa danza de llamas ambiciosas de cielo, humo espeso, estallidos, cenizas como mariposas de mal agüero, y nosotros, allí, sin palabras y sin lágrimas, conociendo un suplicio sin consuelo.
Cuando volví a casa no supe qué quedaba de mi. En la máquina del contestador telefónico me recordaban lo imperioso de viajar a Medellín para otorgar unas becas de creación literaria.
Autómata de responsabilidades, sin dormir, fui al aeropuerto. Allí estaba, desolado y con voz apagada, Arturo Alape.

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