Roberto Burgos Cantor
El transcurrir de los años implica abandonar pedazos del puzzle inacabado de la vida. Como si fundar un vacío para las piezas nuevas se hiciera a costa de desaparecer las viejas. Esto permite aceptar a plenitud lo nuevo sin someterlo al lastre de lo vivido que se erige en experiencia y da por resuelta la aventura. La impregna y frustra su sorpresa.
Así sentimos, la noche en que los amigos sin la palabra despedida nos reunimos en una terraza de la península de Bocagrande. Era una de las casas que remplazaron las de palafito y alambreras. Por allí venía el viento de mar afuera, nubes de arena, y cuando amainaba se impregnaba la noche de las flores de jardines de playa y del aroma a hierro carcomido de los buques surtos en el muelle. Parecíamos un club de ingleses por la rígida cofradía masculina. Hasta quien atendía la mesa con cervezas y bandejas de queso holandés y pistachos.
Al recordar esa ocasión en que nos vimos los de siempre de esos años, me pregunto por qué oímos solo boleros. Recorrimos las viejas voces y los tonos actuales, Miltiño, Don Octavio. Cada vez: mar, espejo de mi corazón.
Al amanecer de luna náufraga, caminamos sin zapatos por la playa, y vimos el sueño de la piedra, nos llegó la maldición de un borracho solitario, y nos enfrascamos en el silencio. Éramos seis. Sin saberlo ejercimos un tejido de la amistad: hablar de todo.
Aunque esos amigos no estuvieran, dejaron una presencia que fortaleció lo que los días deparaban a cada uno. Al mirar atrás ya no nos convertimos en estatuas de sal sino que reconocemos que allí empezamos a aprender de la compañía. Esa forma de unión salvada por la libertad y lo liviano de la existencia. Quizás ello explique cómo en esa edad son abundantes los suicidios, pesa menos todo.
Cuando los viejos decimeros de voz ripiada y puesta al calor de los rones de la madrugada, anunciaban, antes que las campanas del Salto del Cabrón, y los dolientes balidos del chivo defenestrado, que la virgencita liberal bajaría del cerro y había que cantar y celebrarla, ya los amigos no estábamos juntos.
Por las curvas empinadas del cerro, por los caminos tramposos, por la gruta que guarda milagros, por la bonga poderosa que soporta el cuerpo y la sombra eterna del ahorcado más anónimo del mundo a quien la cuerda no pudo quitarle su sonrisa angelical, subíamos mascando un trozo de caña de azúcar, los devotos del mundo.
Imagen: Grabado "El niño y la nube"(1969) de Francisco Amiguetti.
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